The Artist

Le grand amour

Tal vez el mayor inconveniente que podía encerrar la nueva película de Michel Hazanavicius estribaba en que, asimilando las reglas del cine silente, se viera atrapada en una suerte de espejismo retro carente de sentido. Una vez visionado el film, se concluye que este hándicap se ha abordado con coherencia y sensibilidad, integrando en la propuesta la estética muda como fundamental elemento narrativo. Así, la recreación lejos de ser una cuestión historicista entra de pleno en el terreno del psicologismo para elaborar la maravillosa semblanza de George Valentin, el astro de la etapa muda que se resiste a las fauces del sonoro.

Pierre Étaix en su segundo, y para muchos de sus admiradores el más notable, largometraje, Yoyo (Yoyo, 1965), se valía de similar planteamiento nostálgico/cinéfilo/expositivo. La acción arrancaba a mediados de la década de los veinte, con un aristócrata encerrado en una burbuja opulenta, y el cineasta la ilustraba recurriendo a un envoltorio silente, eso sí transgredido merced a numerosos efectos de sonido, heredado de los grandes cómicos. Conforme se sucedían los acontecimientos y avanzaba la película, el sonido hacía su entrada al arribar a 1929. La historia con sus rotundos avances tecnológicos se imponía frente a la deliciosa poética cómplice. En The Artist (The Artist, 2011), el ruido tiene una breve aparición en una pesadilla vanguardista light del protagonista, pero no alcanza la primera persona hasta el emotivo desenlace, primando el retrato introspectivo.

El director revela un sentido del equilibrio sin duda prodigioso para manejar las numerosas influencias cinéfilas, tan peligrosamente abultadas que podrían llegar a imponerse como caprichosas piezas de un superfluo catálogo admirativo. Por fortuna, su incorporación a la trama no deja espacio al azar o al vano homenaje y estos elementos se suman, resultando imprescindibles, para la premisa. Cabría hablar incluso de esta mixtura entre King Vidor, Douglas Fairbanks o Étaix en términos de extraordinario collage.

La aventura en realidad no podría ser más osada y frágil: contar por enésima vez una historia de decadencia artística, remitiendo a clásicos como Ha nacido una estrella (A Star is Born, William A. Wellman, 1937) o Espejismos (Show People, King Vidor, 1928). Para ello, el cineasta aborda su tarea con plena coherencia utilizando un lenguaje directo y sencillo que aprovecha al máximo los ricos recursos expresivos recogidos del cine mudo estadounidense de mediados de los veinte, en cuyo seno precisamente los grandes narradores clásicos estaban formándose mientras registraban sus primeros films. Y es que la economía de medios utilizada por Hazanavicius para presentar a sus personajes o construir las diferentes secuencias es digna de todo elogio; baste recordar el arranque del film.  En apenas unos minutos, y valiéndose de una noche de estreno, contextualiza la acción y define con apenas una pincelada a los protagonistas del drama. Sobre este particular es importante incidir en el tono empleado, próximo a la fábula. En el fondo, The Artist no deja de ser un sentido cuento melancólico. Hay una ingenuidad/calidez tonal conmovedora, que recorre el metraje y que logra que el espectador se enamore de inmediato del personaje y que los momentos más dramáticos no caigan en el tremendismo, el lugar común o el guiñol.

Mención aparte merece la labor de la troupe interpretativa.  Muchos halagos han recaído ya en la fantástica labor de Jean Dujardin, que deberían encontrar una rimbombante culminación en un más que merecido Oscar al mejor actor por parte de la inefable academia de Hollywood; empero, la luminosidad de su creación ha impedido en parte admirar a sus compañeros, sobre todo a Bérénice Bejo, una Marion Davis del siglo XXI, o a John Goodman, perfecto en su rol de productor, sin olvidar el cameo de un Malcolm McDowell definitivamente devorado por sus muecas o a ese fantástico robaescenas que resulta el escudero canino.

Esta pieza es una rara avis contemporánea que aprovecha su rabiosa cinefilia para hallar su propia personalidad y encanto. Historia trillada, narrativa anacrónica, ausencia de golpes de efecto y sin embargo fascina incluso a las audiencias menos afines a este tipo de inventos. ¿Cuál es su secreto? Probablemente, y aún a riesgo de resultar cursi, afirmaría que la sinceridad que desprende y el profundo amor y respeto al propio hecho cinematográfico. Haría falta echar la vista muy atrás para encontrar otro film similar tan endeble en el fondo pero tan sorprendentemente cohesionado que plante cara a la infinidad de cintas vulgares y necias que abultan esas mismas salas de cine que un tanto ridículamente colocan un cartelito en sus taquillas advirtiendo a las hipotéticas audiencias que The Artist es una pieza muda.