The Yellow Sea

¡Qué rabia!

Los que, en un momento de nuestra cada vez ya más lejana adolescencia, nos quedamos hipnotizados ante la persecución automovilística planteada por Peter Yates en Bullit, asumimos con resignación las estruendosas secuencias que jalonan las nuevas películas de acción. Puro trámite, pensamos. Peaje obligatorio de los nuevos tiempos. Momento de reflexionar en lo visto hasta ahora. Y lo que he visto me gusta. No lo estropeemos.

Dividida en cuatro capítulos, el ruido y la intuición de coches volando aparecen en el tercero. Hasta entonces, planteamiento y desarrollo hay que definirlos como impecables. The Yellow Sea trata de un inmigrante coreano en China que, a expensas de un mafioso, debe pasar clandestinamente a Seúl para matar a un hombre. De paso buscará a su mujer, desaparecida desde que cruzó la frontera tiempo atrás para trabajar. El tema no sorprende, pero tiene los suficientes puntos de interés para una tarde perfecta de entretenimiento e incluso, según se combinen sus ingredientes, para disfrutar de algo novedoso. De hecho, ¿no es esa la base del cine clásico? Na Hong-Jin demuestra saberlo, y conocerlo.

La película empieza con una voz en off: “cuando tenía 11 años hubo una epidemia de rabia”. Y no hace falta más para entender que la rabia dominará la película. Solo el porqué. Rabia de un hombre que controla su rabia a tragos. Rabia de un perdedor que pierde cada noche lo poco que ha ganado durante el día. Rabia de un padre que no vive con su hija porque se lo impide la rabia. La rabia de saberse cornudo sin saberlo con certeza. La certeza de saber que lo único cierto es que no hay nada cierto. Y la rabia salta de la pantalla porque todo está muy bien contado. De forma seca, contundente, con realismo, metáforas y sin subrayados. Con una cámara nerviosa que no impide ver, y un montaje que en pocos minutos nos permite sentir el terrible día a día no sólo del protagonista, sino de la inmigración coreana de la ciudad de Yanji. Ahora se llama thriller social, pero el thriller, el buen thriller, ¿no ha sido social toda la vida? Al cine negro nunca le faltó su componente de crítica social, y el primer capítulo de The Yellow Sea nos hace pensar en “una negra” de las de antes, pero siendo de ahora. Qué placer ir al cine así.

He de reconocer que ni conozco bien el cine surcoreano, ni sé de nadie que lo haga, pero aquel que se distribuye en los festivales internacionales me resulta extremadamente interesante. Me fascina su poderío visual, su capacidad de componer imágenes impactantes, de mezclar colores y texturas, sonidos y músicas, diálogos proverbiales. Y me admira su conocimiento y manejo de la cultura occidental, su inagotable imaginación para crear situaciones insólitas y producirme innumerables sensaciones a través de los rostros de sus actores. Un cine con unas señas de identidad comunes y bien reconocibles, palpables todas ellas en The Yellow Sea, y que adquiere mayor hondura por el cariz ético con que presentan todo signo de violencia extrema. Una violencia no apta para todos los públicos y que mas allá de dar luz a cierta podredumbre social, cala en el espectador, en el yo más profundo, planteando preguntas verdaderamente incómodas. Y esto está presente desde las iniciales incursiones a los ocultos recovecos del alma de Kim Ki-duk, pasando por la trilogía de la violencia de Chan-Wook Park o las metáforas políticas de Joon-ho Bong, hasta el ver quien puede más con el que nos sorprendía Kim Ji-woon en I Saw the Devil. Y con esa capacidad de reinventarse y sorprendernos de estos cineastas, Na Hong-Jin avanza por el camino de sus predecesores presentándonos un segundo capítulo magistral donde, recogiendo y readaptando los ecos de Un profeta, vemos cómo un hombre inocente y patético se ve en la obligación de matar. Sentimos su angustia, su impotencia, vagamos con él, también celosos, totalmente identificados, buscando a su mujer, y planeamos el asesinato mediante unos flash-forward que pocas veces se han visto en el cine tan bien expuestos. En definitiva, queremos matar con él mientras se retuerce nuestra conciencia. Ya está presente la tensión, el conflicto emocional, la paradoja ética. El director puede hacer con nosotros lo que quiera. Es entonces cuando acontece la carrera de coches. Y camiones. Y corriendo. Y nadando. Y…

…cuando ha terminado el tercer capítulo, me da una pereza atroz el anuncio del cuarto. Ya no me interesa su huida, ni su venganza, ni el patetismo con el que se retrata a la justicia, ni lo que ello significa para la sociedad surcoreana, ni lo que ocurre con ese personaje tan malvado y fascinante como resultaba al principio el mafioso, interpretado por un actor cuya sola contemplación vale de por sí la entrada. Y atiendo, resignado, a una simple película de acción, superior a la media, pero sin poder evitar pensar en lo que pudo ser y no fue. Con Ethan Hunt, pienso, por lo menos no es lo que desde el principio nada era. No hay decepción. Triste ese plano final, tras los títulos de crédito, en el que el director de forma lúcida y autoconsciente nos hace saber que se perdió en una estación de tren. ¿O quizá haya sido el capital americano invertido en su película? Quién sabe.