Bunraku

De teatros y ferias

Hay ocasiones en que lo mediocre nace de la necesidad de contar una historia. Un ejemplo es Holly (2006), ópera prima de Guy Moshe en torno a la prostitución infantil en el Sudeste Asiático, el equivalente en cine a un gesto grave en la barra del bar cuando sale a colación semejante asunto. Por el contrario, los problemas de distribución de su segundo largo se relacionan con un vicio más contemporáneo de la industria del entretenimiento. En Bunraku late la misma disyuntiva de producciones como Immortals (Tarsem Singh, 2011) o Millennium (The Girl with the Dragon Tattoo, David Fincher, 2011): conciliar un concepto estético con la obligación de narrar que impone su comercialización. Dan fe de este contrato etiquetas como «esteticista» o el socorrido «style over substance«, artillería con que los críticos de trinchera enfilan a cineastas sometidos a dicha tensión (Zack Snyder) al lado de surfistas natos del audiovisual (Timur Bekmambetov). Hoy en día, si incluso Winding Refn necesita justificarse para estampar un escorpión en su espectro neorromántico, ¿qué cartas otorgará el bajo perfil artístico de Moshe?

Ya desde el prólogo animado —inspirado en los libros troquelados de cuentos— Bunraku despeja el campo de juego enunciando explícitamente los grandes temas a abordar. En lugar de introducirnos en los pormenores del relato, la voz del narrador impone una acotación de sus posibilidades; es decir, formula una coartada para la experimentación en detrimento del desarrollo argumental. Éste no se complica para presentarnos un tahúr con planta de cowboy (Josh Hartnett) y un recto y habilidoso samurai (Gackt) cuyos caminos se encuentran en la búsqueda de Nicola «El Leñador» (Ron Perlman), un señor del crimen que ha arrebatado a cada uno lo que tenía en más alta estima. Juzgue el lector la evolución más previsible de la premisa y acertará, aunque no sería justo cargar las tintas en el guión.

El desprecio de Moshe por cualquier gancho narrativo reúne sus muestras más notables en el capítulo de edición. La película se asimila a un videojuego en que los protagonistas han de superar a enemigos cada vez más poderosos, final boss incluido. Uno quisiera remitirse al Sucker Punch del citado Snyder, pero la falta de cuerpo dramático y las desganadas coreografías de peleas evocan más bien al Ryu Seung-wan de The City of Violence (Jjakpae, 2006). El metraje alargado hasta las dos horas acentúa la monotonía del esquema, hinchazón expositiva de la que también adolecía su obra precedente. Por otro lado, el abuso del montaje paralelo para alternar la acción entre ambos héroes revela lo poco que Moshe ha interiorizado las claves del subgénero de las buddy movies. La falta de dinámica entre las subtramas respectivas reduce el conflicto del Bien contra el Mal a cruzadas particulares, invitando a secundarios como Kevin McKidd a adueñarse la función. Todo ello limita el alcance del leitmotiv —nada menos que el papel de la violencia en la civilización—, diluido entre el turmix de referencias al que se somete.

Demasiados deberes incumplidos para con un público acreedor del storytelling prometido con la entrada, al cabo hándicap comercial para acceder a la baza estética del filme. Ésta deviene apuesta única frente al dilema concepto-narración del que hablábamos, y el intento de fuga le sale caro a Moshe. Empezando por el título, una alusión a un arte escénico tradicional japonés, buscamos alguna clave con la que interpretar los referentes: el director rescata los arquetipos de héroes y villanos de los comic books, el orientalismo exportable de raigambre hongkonesa, la teatralidad tarantiniana o el colorido psicodélico del eterno revival setentero. La suma de influencias alienadas de sus raíces dibuja el imaginario incoherente de un espectador cualquiera, a quien el destino parece haber puesto una cámara en sus manos. Ahora bien, Bunraku no es una película friki: ello requeriría el transplante de los referentes populares a una identidad artística que brilla por su incomparecencia. Los homenajes y demás alardes de colección privada de DVD son pura creatividad agostada, desplazados a tierra de nadie desde su origen apenas reconocible. ¿De dónde beben los juegos de luz con los shôji (puertas corredizas), acaso de Kanto Wanderer (Kantô mushuku, Seijun Suzuki, 1963) o bien de la reciente Ninja Assassin (James McTeigue, 2009)? ¿En qué díptico se inspira el ranking de asesinos, en el Kill Bill (Vol. 1 y 2) de Tarantino o, volviendo a Suzuki, en Branded to Kill/Pistol Opera? Mientras Moshe se empeña en pasar a limpio sus apuntes culturales, se desperdician activos tan obvios como los talentos de Woody Harrelson —en añoranza de su Tallahassee de Bienvenidos a Zombieland— o Gackt —heterodoxa estrella de rock de Japón, asimismo más lucido en Moon Child (Takahisa Zeze, 2003).

De entre todas las referencias enunciadas, gana en antigüedad el teatro de muñecos bunraku y sus más de tres siglos de historia. Su caprichosa conexión con el filme da fe de un abismo contextual, similar a los que se abrirán alrededor de la visión de Moshe con la pérdida de vigencia del resto de acotaciones pop. Se trata de mitos que en un principio sustituyen a la vida, pero a lo largo de la misma cada vez cuesta más mantenerlos en nuestra burbuja de vanidad: la de crecer sin madurar, construir sin trabajar, vivir sin morir. Bunraku, la película, cuenta a su pesar otra historia más sobre nuestra relación con la cultura, o lo que queda en el puño crispado cuando la realidad se nos escapa entre los dedos.