Infierno Blanco

Un infierno agradable

El mensaje de Infierno Blanco es claro: el hombre es un lobo que acaba devorando al hombre; y justo en el momento final, cuando es tu turno de ser devorado y asumes con desesperanza que no hay alternativa posible, surge la civilización. Esta síntesis a la americana entre Hobbes y Virgilio que resume su ética, es también ejemplo del sincretismo de su estética. Una película que se presenta con un monólogo interior con aires trascendentes y textura a lo Coixet, que se convierte en una película de catástrofes —de aviones y hombres, mencionar El vuelo del Fénix (Robert Aldrich, 1965) es una obviedad obligada—, que avanza como una película de terror para finalmente definirse como una historia de supervivencia —Viven (Frank Marshall, 1993)— y clausurarse con un plano moralista que no deja lugar a dudas. Y lo más curioso de todo es, que funciona.

La gracia de esta ambiciosa mezcla de temas conocidos y palmarias referencias reside paradójicamente en su modestia. Joe Carnahan no oculta el origen de las mismas y tampoco quiere hacerse pasar por un genio, cuando sabemos que, efectivamente, no lo es. Con las cartas sobre la mesa, los espectadores nos relajamos para disfrutar de una aventura bien hecha, vivimos con alegría los momentos inspirados, y reaccionamos con condescendencia ante aquellos más burdos. En primer lugar resulta agradable ver cómo Carnahan domina los códigos de cada uno de los diversos géneros que toca la película. Siendo muchos los accidentes que ya se han rodado en cine, el que muestra Infierno blanco todavía logra encogerte el estómago, notándose que Carnahan estudió bien a Robert Zemeckis, pero añadiendo un punto de originalidad con esos flashbacks oníricos que, si bien al final resultan lo peor de la película, aquí se muestran muy efectivos para hacer sentir la pérdida de consciencia que supone un golpe tan brutal.

Es aquí cuando se inicia el viaje iniciático —otra clara referencia cultural— de los protagonistas, convirtiéndose también en una aventura para el espectador que, como el que suscribe, ha tenido la fortuna de ir a la sala desprovisto de cualquier referencia o conocimiento sobre la película, algo muy difícil hoy en día y muy recomendable intentar cuando surge la ocasión. Pues mentalmente acomodado ya en los códigos del género de catástrofes, Carnahan nos introduce muy sutilmente en el de terror. Visto en la distancia esta parte de la película adquiere un peso mayor al sobrepasar su función narrativa para convertirse en metáfora, pero en el momento, aún con el desconcierto de saber dónde va a parar esto, la lucha con la manada de lobos logra captar tu interés. Incluso en ciertos momentos empiezas a atribuir a los lobos ciertos rasgos humanos con reminiscencias de las típicas películas bélicas donde un comando va viendo mermado su grupo ante un enemigo invisible y mortal. De nuevo la conclusión final, sumado al simbólico plano de las carteras de los fallecidos, que irremediablemente nos lleva a la imagen de Errol Flynn con las placas de los soldados muertos, te hace creer que quizá no era una boutade eso de los comandos, y que la película, cuanto menos, está pensada. Y cuando de nuevo has asumido estos códigos, pasamos al tercer acto: la manada se constituye en comunidad.

La falta de esperanza y la asunción de la muerte llevan al grupo a desarrollar la solidaridad como solución. A diferencia de los animales, que pierden su fuerza atacando en solitario para mostrar su superioridad al grupo, pereciendo, los protagonistas se desprenden de sus caretas y se hacen uno a la luz del fuego, compartiendo sus miedos. Alrededor de esa hoguera, prendida por Prometeo, surge la Humanidad y es en ese momento cuando empieza la verdadera lucha, cuando ya no importa «live and die on this day», como reza el poema que da sentido a la película.

Este poema abre una nueva puerta convirtiendo una supuesta película de aventuras en algo más, pero cierra completamente cualquier tipo de interpretación subjetiva. El peor defecto que se puede sacar de una película con vocación trascendente es poder resumir su mensaje en la primera línea de un texto. Si no hay debate posible, si no hay lugar para la complejidad, la ambigüedad o la duda —con ese patético plano explicativo de su mujer unida a la botella de suero— todo intento de acercamiento a la realidad humana resulta infantil. Y por el contrario, si el espectador quiere entretenerse con una interesante aventura, relajarse en un estado de ánimo agradable y reflexivo que no le haga pensar demasiado, disfrutar del tono de una narración que se toma su tiempo —algo bastante inusual en Hollywood— y estremecerse con una representación de la muerte en variadas formas que no resulta fácil ver en pantalla, Infierno blanco resulta bastante recomendable.