Marcianos como tú
En su ingenioso cortometraje Domingo (2007), Nacho Vigalondo recreaba la discusión entre una pareja —con la tensión y la estupidez in crescendo— que tiene lugar mientras graban con una cámara de vídeo doméstica un platillo volante inmóvil en el firmamento. En sus poco más de tres minutos de duración, esta pieza de found footage planteaba algunas de las claves argumentales y estéticas sobre las que se cimenta Extraterrestre: un perverso y muy actual acercamiento a las relaciones sentimentales de la generación a la que pertenece el cineasta en medio de un acontecimiento de proporciones cósmicas, donde los sucesos más relevantes tienen lugar fuera de campo.
Este segundo largometraje guarda una ambigua relación de ruptura y de continuidad con respecto al filme precedente del cineasta, Los cronocrímenes (2007). Por un lado, su ópera prima se trataba de una obra de ciencia ficción en bata y chancletas que integraba con sutileza y naturalidad el legado de las películas de Alfred Hitchcock, la iconicidad y los esquemas del giallo y las esencias del sombrío díptico de Fritz Lang conformado por esos turbios cuentos de apetitos carnales y frustración titulados La mujer del cuadro (The Woman in the Window, 1944) y Perversidad (Scarlet Street, 1945). En cambio, Extraterrestre toma como punto de partida un encuentro mucho más violento entre la ciencia ficción y la tradición de las hilarantes comedias tristes que rodaban Fernando Trueba y Fernando Colomo en los años 80, emplazadas habitualmente en modernos pisos del centro madrileño. Sin embargo, se produce otro choque, acaso menos visible y ruidoso, pero que sacude furiosamente los pilares de la película: es aquel que tiene lugar entre la codificación aparentemente clásica de una comedia romántica y la salvaje magnificación de un humor de corte costumbrista inspirado en lo cotidiano, para lo cual resulta fundamental el trabajo de dos inmensos Raúl Cimas y Carlos Areces. La restitución final del orden dista mucho de las conclusiones que obtenían los intrincados enredos amorosos de Historias de Filadelfia (The Philadelphia Story, George Cukor, 1940) o Luna Nueva (His Girl Friday, Howard Hawks, 1940) porque, en este caso, la estabilidad es terriblemente precaria y está sustentada por una abultada colección de mentiras, estulticias y sordideces varias.
Así ocurría también en Los cronocrímenes, donde el precio que debía pagar Héctor (Karra Elejalde) para restaurar la frágil placidez del domicilio conyugal era el de ensuciar sus manos y su conciencia mediante el sacrificio de una joven inocente. En Extraterrestre, tal como sucedía en el filme anterior, se produce un desplazamiento desde el deseo secreto del voyeur hasta los remordimientos que termina por generar el mismo, que en este caso no sólo concierne a un único personaje, sino que implica tanto a Julio (Julián Villagrán) como a Julia (Michelle Jenner), protagonistas del cuadrado amoroso. El alcance del retablo social y emocional trazado por Vigalondo resulta considerablemente mayor de lo que la arquitectura aparentemente sencilla de la película podría sugerirnos; porque Extraterrestre no sólo pretende hablarnos de la cruda mezquindad que rige unas relaciones interpersonales punteadas por callados anhelos, inconsciencias diversas, engaños y autoengaños, sino que esboza, además, una serie de enriquecedores apuntes acerca de las mutaciones que los cambios tecnológicos imponen a la hora de relacionarnos con nuestra realidad y, aún más importante, de construirla.
Nos encontramos, pues, con un relato que nos habla del desconcierto que la proteica ininteligibilidad de nuestro presente genera en quienes lo estamos viviendo, desconocedores del papel que jugamos realmente en las historias de la Historia. Así pues, Julio descubre finalmente que, en la fábula que pensaba estar protagonizando, no era quien creía/quería ser. Acaso como contrapunto al pesimismo del discurso, se redime en un proceso de despojamiento material y ascesis que roza lo tarkovskiano. Los personajes saben tan poco de ese enigmático evento planetario como de sus inescrutables jeroglíficos afectivos. El plano más hermoso y significativo de la película sintetiza a la perfección esta idea: Julio contempla a Julia —mitad mujer, mitad ovni— durmiendo en la pantalla de la televisión como si fuera un espécimen venido de otro planeta.