Tan fuerte, tan cerca

La señora de al lado

Las críticas demoledoras las leí después de ver la película, y he de reconocer que me tranquilizaron. Pero eso no soluciona el problema. Es más, subscribiendo absolutamente la vehemencia, la beligerancia e incluso el desprecio, con el que los críticos de El País y El Cultural —por poner dos ejemplos de gran tirada— tratan a Stephen Daldry, sigo sin tener claro si estoy ante una gran película o una auténtica… bueno, el adjetivo lo pone cada cual. El dilema es, ¿cómo uno puede estar tan absolutamente abochornado ante lo que ven sus ojos, cuando todo el mundo a tu alrededor está totalmente conmovido? ¿Cómo defender, con toda la lucidez y la capacidad que el intelecto de uno le permita, el rotundo fracaso de esta película cuando se siente en la sala esa energía comunitaria que es precisamente una de las razones que hace del cine una experiencia mística? Desde luego, si el objetivo de Daldry era emocionar al personal, perturbarlo e inquietarlo mediante el llanto, redimirlo a través de la risa y sublimarlo por medio de la compasión, y si la grandeza de una obra se mide por la consecución de sus objetivos, no cabe duda de que estamos ante una grandísima película. Y yo no me siento con la potestad para ponerme por encima de nadie. La señora de la butaca de al lado me merece un respeto, por eso me veo en la obligación de intentar ponerme en su lugar:

Tan fuerte, tan cerca es un cuento a la antigua usanza, una metáfora de la vida donde la humanidad está representada en un puñado de mágicos personajes. Una película de iniciación donde acompañamos al pequeño e inocente protagonista en su arduo caminar por los senderos del sufrimiento, del dolor, del triste descubrimiento —por el que hemos pasado todos nosotros— de que la vida no es un camino de rosas, sino un valle de lágrimas. Es la historia de una inocencia perdida, de un Pulgarcito errante en un bosque aterrador donde la oscuridad se ha comido las miguitas de pan.

El acierto de Daldry es dibujar ese bosque aterrador a través de la geografía de Manhattan, cartografía particular que deviene en descripción del sufrimiento universal, en una completa radiografía de los males de la sociedad moderna. En su solitario deambular, el protagonista intentará descubrir la puerta que abre una misteriosa llave encontrada entre las pertenencias de su padre, fallecido en los atentados de las Torres Gemelas. Desde el emocionante contrapicado del niño escalando una roca —metáfora de las tremendas dificultades que encontrará en su incipiente aventura— dibujando su silueta sobre el cielo azul puro, y subrayado por la enternecedora música de Alexandre Desplat —que no nos abandonará en toda la película en sus innumerables variantes de emoción, tristeza, peligro e, incluso, intriga, como en el momento en que el jarrón cae, a cámara lenta, haciéndonos dudar de si se romperá o no—, Daldry no deja de conmovernos. Asistimos admirados a la inquebrantable lucha de este niño que no se da por vencido para honrar el recuerdo de su padre, persistiendo en su imparable vagabundear que le permitirá descubrir un mundo lleno de historias particulares donde la gente sufre como él, pero también le enseñan el valor de la generosidad, de la amistad y, sobre todo, del perdón y la redención. No importa el mal que hayamos hecho, siempre tendremos una nueva oportunidad y, lo más importante, alguien que nos tienda la mano para dárnosla, como él mismo hace con su abuelo, Max Von Sydow.

 Se nos presenta así un cuadro humano lleno de matices que va desde la pobre señora de color que, aun llorando inconteniblemente porque su matrimonio se acaba de romper, ofrece un vaso de agua al niño y le regala la postal de un elefante, recuerdo de sus ya pasados días felices; la comunidad asiática de Nueva York que, sin entender el idioma, encuentran una vía de comunicación con el joven protagonista; la hispana que se muestra agresiva en los suburbios pero se acercan mediante una broma; la señora mayor que no puede evitar abrazarte; la familia de clase alta que le dejan montar a caballo; y, todo ello, se completa magistralmente con un Tom Hanks modélico como padre que, sin ser condescendiente con su hijo, siempre está presente para incitarle a aprender, para darle la caña y enseñarle a pescar. Un padre como el de todos los niños.

A raíz de estos encuentros, el joven Oscar ataviado con su mochila exploradora —qué enternecedor ese momento en que toca la pandereta para superar sus miedos— afrontará las innumerables pruebas que le harán alcanzar el conocimiento de sí mismo, en esta preciosa película engrandecida con una sorpresa final que muestra el espíritu nada maniqueo de su director. Un final donde Oscar tiene que enfrentarse a una nueva decepción, al descubrir que la llave no era de su padre si no que, casualmente, era del matrimonio negro al que visitó por primera vez, provocando de esta manera su reconciliación. El niño tendrá que ver como la llave abre la puerta de la felicidad de otros, y no la suya, lo que supondrá su última lección, y el paso definitivo a la edad adulta. La felicidad está en su interior, y en las personas que le rodean, porque, aunque él no lo supiera, su madre siempre ha estado cuidándole, siguiéndole los pasos a escondidas, fabricando sus mismos mapas, en definitiva, entendiéndole. Un final donde Sandra Bullock encuentra sus diez minutos de gloria, terminando de emocionar a un patio de butacas entregado, sumido en una mágica emoción colectiva que el director ha sabido crear a la perfección donde se sentían las lágrimas silenciosas y la catarsis general mediante los ajustados toques de humor diseminados a lo largo del metraje. Bueno, todos, excepto este chico insensible que tengo a mi lado. Como bien nos dice la película, hay de todo en la viña del señor.