Vuelve el euroexploit
La fría luz del día (The Cold Light of Day. Mabrouk El Mechri, 2012) se apunta a esa derivación del thriller de acción contemporáneo consistente en llevar al protagonista a un país culturamente ajeno y abandonarlo a su suerte, implicándole por añadidura en una alambicada trama de espionaje que posibilite la eclosión del action hero que lleva dentro, con el consecuente regocijo del espectador deseoso de asistir al enésimo festival de tiros, persecuciones y explosiones varias. Si la filiación de estos destrozones divertimentos cabe establecerla, como no, en Alfred Hitchcock y sus variaciones acerca del falso culpable, en los últimos años parece primarse la acción non stop ambientada en exóticos escenarios europeos, lo que dice mucho acerca de la visión que tienen de nosotros al otro lado del Atlántico. Previa renuncia a la proverbial mala baba polanskiana en su acercamiento al París menos turístico que imaginarse pueda —Frenético (Frantic, 1988)—, tanto la reciente Sin identidad (Unknown. Jaume Collet Serra, 2011) como el título que nos ocupa convierten las dos ciudades donde la acción tiene lugar —Berlín y Madrid, respectivamente— en escenarios propicios para el estruendo, abundando en la postal reconocible sin mayor profundidad de análisis.
A este respecto, La fría luz del día marca distancias con el filme protagonizado por Liam Neeson dada su decidida apuesta por un vaciamiento temático cuando menos temerario, intuimos que desde la férrea convicción, por parte de sus hacedores, de que lo que cuentan está más visto que el tebeo, con lo que lo realmente importante es hacer correr a Will Shaw (Henry Cavill) de un lado a otro, huyendo por igual de la C.I.A., el Mossad y la facción paramilitar al uso de paso por Madrid. Así, tras un luminoso prólogo en la costa de Levante donde las imágenes de anuncio de colonias no pueden resultar más estereotípicas, el paroxismo se adueña del relato con su llegada a la ciudad nocturna y amenazadora, sin apenas tiempo para asumir el terrible giro que han dado unas a priori tranquilas y soleadas vacaciones: son estos minutos de sumo desconcierto, con nuestro hombre acosado tanto por un enemigo silencioso —que no deja de dispararle— como por la propia Policia Municipal los mejores del ajustado metraje, entre otras cosas por su frenético ritmo y la convincente interpretación del actor británico, al que sólo vemos venirse abajo cuando se percibe a salvo, por fin, en un sórdido baño público.
El gran problema del grueso de lo que viene a continuación, aparte de la inevitable sucesión de tópicos, es que este frenesí se apodera insensatamente del montaje, hasta el punto de que en no pocas secuencias pretendidamente trepidantes apenas se percibe lo que sucede. Y esto, por mucho que se pretenda situar la acción en las coordenadas de Jason Bourne y sus remedos clónicos, no deja de resultar una censurable dejación de funciones. La ausencia de la más elemental planificación de cámara, sumada a una fotografía mortecina, excesivamente opaca, afecta especialmente a la desabrida persecución automovilística que se pretende gran clímax de la propuesta, y que a su manera homenajea a su espectacular precedente de El mito de Bourne (The Bourne Supremacy. Paul Greengrass, 2004). Pero desde el momento que la sucesión de colisiones y maniobras suicidas se intuye más que se visualiza, no hay pretendido verismo que valga; salvo que lo que se pretenda sea poner a prueba la paciencia del respetable, o provocarle un buen dolor de cabeza.
No podemos dejar de mencionar la participación de dos escuderos del calibre de Bruce Willis —con un papel ciertamente alimenticio— y Sigourney Weaver, que dicho sea sin acritud no pasan del consabido aliño publicitario, por más que la excelente actriz estadounidense al menos confiera su poderosa presencia al trajeado coyote de este cartoon desbocado. Sean cuales fueran las razones de ambos para implicarse en una producción como esta, lo cierto es que su inclusión en el reparto refuerza poderosamente la tesis de que La fría luz del día deviene —¿conscientemente?— una actualización nuevo milenio de los añorados exploits de serie B rodados en los sesenta y setenta en tierras españolas e italianas. Nada que objetar si el producto resultante fuera, pese a sus evidentes limitaciones, entretenido y filmado con una mínima convicción, pero lamentablemente ni de lo primero ni sobretodo de lo segundo anda precisamente sobrada esta desconcertante película, tan desmelenada en momentos puntuales como rutinaria, mediocre en su cómputo global.
Que le echen un ojo a The yellow sea y que aprendan.
Y si después les quedan ganas, a «Drive».