Make Mine Marvel

El nuevo enfoque de las adaptaciones de Marvel Studios

La llegada a los cines de Los Vengadores (The Avengers; Joss Whedon, 2012) supone la culminación de la estrategia cinematográfica de Marvel Studios, concebida desde que la conocida como Casa de las Ideas tomó las riendas de sus propias adaptaciones cinematográficas —con dos excepciones que confirman la regla, y en las que incidiremos luego: los X-Men, cuyos derechos sigue reteniendo Fox, y Spider-Man, que continúa en manos de Columbia—.   Películas como Iron Man (Id.; Jon Favreau, 2008), El increíble Hulk (The Incredible Hulk; Louis Leterrier, 2008), Thor (Id.; Kenneth Branagh, 2011) o Capitán América: El primer vengador (Captain America: The First Avenger; Joe Johnston, 2011) no son solamente el resultado de ejercer un férreo control sobre sus propias licencias, impidiendo así excesos de creatividad que alejen a los seguidores de sus personajes más populares, sino que también van encaminadas a la creación de lo que sus responsables han bautizado como Marvel Cinematic Universe, y que no deja de ser una traslación al medio cinematográfico de la política de los crossovers y los grandes acontecimientos editoriales que, sobre todo desde finales de los 80 y principios de los 90, se ha convertido en una de las principales armas comerciales de las editoriales de cómics de superhéroes.

Hay que pensar que, desde que la editorial Atlas se convirtiera en Marvel Comics, y Stan Lee, Jack Kirby y Steve Ditko la revolucionaran creando algunos de los superhéroes más populares de la historia del medio —u ofreciendo nuevas versiones de otros tantos recuperados de los años 40, como el Capitán América, la Antorcha Humana o Namor—, su política ha sido siempre la de darle una importancia capital a los personajes, mimándolos y dándoles espacio para crecer, para desarrollarse en el tiempo. Marcando así un evidente contraste con DC Comics que, excepto ejemplos concretos —como Superman, Batman o Wonder Woman, dejando a un lado líneas argumentales muy determinadas—, siempre ha apostado por cambiar periódicamente a los protagonistas de sus cabeceras para mantenerlas frescas, dinámicas. Eso provoca, como puede deducirse, que los personajes Marvel resulten más cercanos y más humanos, debido al cuidado con el que, en general, se los trata, logrando de esa manera una mayor fidelidad de los lectores. Sin embargo, también es el principal motivo de que sus superhéroes más conocidos no tengan grandes arcos argumentales: no es casualidad que sean sus personajes secundarios los que tengan los álbumes más estimulantes —me vienen a la cabeza, a bote pronto, tanto el Born Again de Daredevil como el Futuro imperfecto de Hulk—, ya que son los únicos con los que los editores de Marvel permiten una cierta experimentación, una mínima alteración de su status quo establecido. En ese sentido, la creación de universos paralelos como el futurista 2066 o el mucho más popular Ultimate son, al fin y al cabo, recursos que han permitido darle una cierta renovación a los personajes sin necesidad de alterar su realidad principal.

Camino del éxito

Por eso mismo, resulta sorprendente que Marvel apostara, en sus primeras adaptaciones cinematográficas superheroicas de gran presupuesto, por directores con una fuerte personalidad. Quizás el éxito inesperado de la muy poco respetuosa Blade (Id.; Stephen Norrington, 1998) les hizo conceder más importancia a tener a un autor (o autores) con algo que decir sobre cada franquicia en concreto, que no a mantener un exceso de celo respecto a las líneas básicas de cada una, pero el caso es que las consecutivas X-Men (Id.; Bryan Singer, 2000) y X-Men 2 (X2: X-Men United; Bryan Singer, 2003), Spider-Man (Id.; Sam Raimi, 2002) y Spider-Man 2 (Id.; Sam Raimi, 2004), y Hulk (Id.; Ang Lee, 2003) —corriendo un tupido velo, eso sí, sobre las mediocres Daredevil (Id.; Mark Steven Johnson, 2003) y El castigador (The Punisher; Jonathan Heinsleigh, 2004)— resultaban aproximaciones muy personales, muy estimulantes, a sus respectivos personajes, a los que se trataba con un exquisito respeto por más que se alteraran sus orígenes, sus poderes y sus relaciones personales. Frente a semejante avalancha de títulos, Batman Begins (Id.; Christopher Nolan, 2005) resultaba quizás una respuesta tardía por parte de DC, pero no hay duda de que se dirigía en la dirección correcta —mucho más, al menos, que la fallida Superman Returns (Id.; Bryan Singer, 2006)—.

Sin embargo, el (relativo) fracaso económico de la personalísima Hulk, explicado por Marvel a partir de las diferencias establecidas respecto a los cómics originales, llevó a la editorial a plantearse la necesidad de cambiar la política de sus adaptaciones, tomando la conservadora decisión de aplicar el mismo respeto hacia los personajes que caracteriza a sus tebeos. Cierto es que las primeras consecuencias de esa reorientación, Los 4 Fantásticos (Fantastic Four; Tim Story, 2005) y El Motorista Fantasma (Ghost Rider; Mark Steven Johnson, 2007), resultaban más bien pasos intermedios, experimentos rebosantes de defectos que, aparte de anunciar la banalidad intrínseca de las nuevas películas surgidas de la Casa de las Ideas, evidenciaban también que renunciar a los acercamientos personales no podía implicar optar por directores de segunda fila, incapaces de cargar sobre sus hombros una película de gran presupuesto llenas de efectos especiales. De ahí derivó la necesidad de acudir a un perfil diferente de artesano del blockbuster, que tan fielmente cumplen Jon Favreau, Louis Leterrier o Joe Johnston —pero no tanto Kenneth Branagh y Lexi Alexander—, realizadores especialmente dotados para las secuencias de acción, pero también poco polémicos, muy dados a respetar a rajatabla las indicaciones de los estudios para los que trabajan. Lo que llevó a la coincidencia en el tiempo de dos películas entretenidas, pero tan insípidas como Iron Man y El increíble Hulk, junto a un éxito arrollador, y un producto interesantísimo, como la nada convencional El caballero oscuro (The Dark Knight; Christopher Nolan, 2008), excelente metáfora de la diferenciación establecida entre la política de una editorial y de la otra, solamente rota por un largometraje como X-Men: Primera generación (X-Men: First Class, 2011), resultado de la (afortunada) decisión de Fox de confiar en un director mucho más personal y más intenso como Matthew Vaughn.

Futuro nada perfecto

Echando un vistazo a sus próximos proyectos, se hace evidente el alejamiento de la orientación de las adaptaciones de Marvel y DC. Mientras la primera ha parecido optar por concebir Los Vengadores como un trampolín de salida para todo un aluvión de secuelas poco conflictivas con sus protagonistas, como Iron Man 3, Captain America 2 o Thor 2 —ahí, de nuevo, habría que meter en otro saco The Amazing Spider-Man (Marc Webb, 2012), apuesta de Columbia por acercarse al «tono Ultimate» del resto de franquicias marvelianas, pero desde una perspectiva algo más autoral—, en cambio la segunda, con la excepción de ese resbalón que supuso Linterna Verde (Green Lantern; Martin Campbell, 2011), se está tomando su tiempo para desarrollar sus proyectos fílmicos, lo que también le está permitiendo realizar producciones más cuidadas y estimulantes como las esperadas El caballero oscuro: La leyenda renace (The Dark Knight Rises; Christopher Nolan, 2012) y Man of Steel (Zack Snyder, 2013). Lo que debería llevarnos plantear una cuestión esencial: ¿tiene sentido aplicar una política similar a la del mercado de los cómics sobre una industria tan diferente como la cinematográfica —sobre todo, teniendo en cuenta que una adaptación superheroica requiere una inversión económica relativamente alta—? El tiempo, como siempre, le dará la razón a unos o a otros, pero por más que Marvel tenga ahora el apoyo económico de Disney, ese enfoque del negocio parece desembocado al desarrollo de proyectos cada vez de menor presupuesto, con el (evidente) peligro de derivar en el direct-to-video y similares.