Mi hijo y yo

Rugby es rugby

Soy un hombre sencillo, de los que se contentan sentados en un porche al sol, con una cerveza y un rock’n’roll. Quizá por ello tenga debilidad por los dramas deportivos hechos cine. Me trago sus metáforas sobre la vida como si fueran esa bendita cerveza. Será por haber nacido en el año de Rocky (John G. Avildsen, 1976) o por haber creído que llegaría a ser portero —Dino Zoff era mi modelo—  después de ver Evasión o victoria (Victory, John Huston, 1981). Quizá sólo se trate de que soy un hombre sencillo. Y reconozco que a este tipo de cine no le exijo demasiado, me conformo con que sea directo y consciente de su naturaleza, que se limite a los lugares comunes de siempre: los perdedores, los ganadores, el sacrificio, la gloria, el abismo… Bueno, me conformo con eso y con que no salgan Meg Ryan, Sandra Bullock o Brad Pitt, por ejemplo. En el debut como director de Philippe Guillard no aparece ninguno de ellos. En su lugar tenemos a Gerard Lanvin y Olivier Marchal. No hace falta decir nada más, así que ahora viene cuando la cago.

Sencilla es también esta película, sencilla y efectiva como un buen placaje. Puede que eso sea actualmente un handicap para triunfar en el cine, quizá haya que darse más pisto. Como el propio Rocky Balboa decía en la última entrega de sus andanzas, «los boxeadores boxean». Los cineastas cuentan historias. Guillard se vale de un contexto que conoce de sobras, el rugby que practicó como profesional, para narrar un cuento de hijos y padres desubicados (a mí también me reprocharon no llegar a ser como Zoff), de viejos amigos reencontrados, de miedos protagonizados por tipos no tan duros como quisieran y de la nostalgia por un tiempo pasado pretendidamente mejor, quizá no tanto. Un relato crepuscular pero esperanzador ambientado en una suerte de Innisfree galo del que Sean Thornton nunca salió.

Más allá del funcional trabajo de su director, la película se sustenta en un reparto en estado de gracia. Gerard Lanvin es un tipo con una tremenda facilidad para saltar de los tipos implacables que labra en los thrillers a un personaje cotidiano y vulnerable como es el de Jo Canavero (gran nombre, por cierto). Lo de Olivier Marchal es ciertamente memorable. Como director y guionista lo mejor que le ha pasado al cine francés después de Jacques Audiard (el «después» es para acotar cronológicamente y no en lo cualitativo), el autor de MR 73 (2008) es como intérprete un derroche de carisma y buen hacer. Basta ver su magistral trabajo en Truands (Frédéric Schoendoerffer, 2007) o El Chino del film que nos ocupa (grandioso apodo, sea dicho) para corroborarlo. Todo un roba-escenas. De hecho, quizá él sea el Sean Thornton que se fue del pueblo, pero como si lo hubiera interpretado Lee Marvin. Finalmente, el también ex-jugador de rugby Vincent Moscato borda un tonto entrañable en eterna fuga frustrada. Bueno, también salen por ahí un niño  que no lo hace mal y una señora muy guapa que me sonaba de algo hasta que descubrí que era la razón de que todo se vaya al infierno en El último hombre (Last Man Standing, Walter Hill, 1996).