La organización criminal

 Y si no, nos enfadamos…

Cuando Donald E. Westlake, bajo el pseudónimo de Richard Stark, decidió escribir The Hunter su intención era facturar una historia criminal simple y directa. La cosa funcionó tan bien que Stark superó en éxito a su creador y las andanzas literarias de Parker se alargaron hasta la muerte de Westlake. Esas intenciones iniciales del escritor hacen bien sorprendente que las dos primeras adaptaciones de la serie resultaran en sendos ejercicios de brillante experimentación narrativa y formal. Es lo que ocurre cuando films como Made in USA (1966) o A quemarropa (Point Blank, 1967) son realizados por gente como Jean-Luc Godard o un primerizo John Boorman, respectivamente.

La organización criminal, traducción más acertada que la anterior El equipo, pretende ser una traslación a la pantalla atenta a la letra de Stark pero, esencialmente, más fiel a su música. Sublima así lo previamente intentado por Gordon Flemyng en la reivindicable El reparto (The Split, 1968). El demonio de mil nombres (Westlake/Stark no permitió jamás que se usara el nombre de Parker en las adaptaciones de sus novelas) se presenta aquí como Macklin, un ex-convicto que se cobra venganza por la muerte de su hermano a manos de la organización del título. Y cobra en efectivo. De esta forma, el film se estructura en una serie de ataques-contraataques que lo dotan de un dinamismo brutal.

John Flynn tenía mano para ello. Pasará a la historia del cine, si lo hace, como un artesano aplicado en la acción, que acabó facturando más que aceptables vehículos al servicio de Jan-Michael Vincent, Sylvester Stallone o Steven Seagal Algún rasgo personal tenía, como esa fijación por el two-men army que se repite en sus tres mejores obras: la que nos ocupa, El expreso de Corea (Rolling Thunder, 1977) y Best Seller (1987). También hay visibles huellas del western en todas ellas, ya sea en la planificación de los tiroteos o, en las dos primeras, cierto empleo de los escenarios y paisajes.

La organización criminal es una joya algo olvidada de ese thriller yanqui de los 70 que tanto se reivindica últimamente. Algunos recientes monográficos la han obviado por completo cuando es fácilmente comparable con obras indiscutibles con las que guarda muchos puntos en común: La huida (The Getaway, Sam Peckinpah, 1972) y La gran estafa (Charley Varrick, Don Siegel, 1973). En ellas, de forma directa o indirecta (en simple relación con la filmografía de sus responsables), coinciden intérpretes, músicos, operadores de cámara o ideas de fondo. Quizá se deba a no haber legado ninguna imagen iconográfica, como ocurría en el film de Peckinpah o en A quemarropa, o quizá sea por no venir con firma de prestigio.

De ser estrenado actualmente, el film ya sería reivindicado por elementos que entonces eran respetuosa referencialidad hacia un pasado que aún era presente y que hoy se tomarían por postmodernismo cool. Siendo una historia que emana directamente de una intención literaria primera de hacer hard-boiled despojado de artificios, no es de extrañar que desfilen por la pantalla nombres grabados en la Piedra Rosetta del género negro. Robert Ryan y los atracadores perfectos Marie Windsor, Elisha Cook Jr. y Timothy Carey dan lustre al reparto que encabezan un taciturno Robert Duvall (el mejor Parker que ha habido, Marvin era otra cosa) y un Joe Don Baker que despliega un entusiasmo que pocas causas pueden merecer más.