La Historia del cine nos ha dado numerosos ejemplos de la capacidad descriptiva, reflexiva y hasta predictiva que el séptimo arte posee respecto a las sociedades en las que nace. Algo así podría decirse —a pesar de que la considero una película sobrevalorada— de Pozos de ambición (There Will Be Blood, Paul Thomas Anderson; EE.UU., 2007), basada en la novela Petróleo (Upton Sinclair, 1927) y que, estrenada meses antes del estallido de la crisis económica mundial que nos aqueja, advertía ya indirectamente de los graves riesgos de los excesos del capitalismo (no deja de ser curioso que la novela original fuera publicada dos años antes del “crack del 29”, la gran recesión económica anterior a la que vivimos hoy). Y si el filme de Anderson podría considerarse, junto a otros, premonitorio, películas como Capitalismo, una historia de amor (Capitalism: A Love Story; Michael Moore, EE.UU.), La doctrina del shock (The Shock Doctrine; Mat Whitecross y Michael Winterbottom, Reino Unido), Inside Job (Charles Ferguson, EE.UU.) o Margin Call (J.C.Chandor, EE.UU.), realizadas respectivamente en 2009, 2009, 2010 y 2011, han sabido recoger al vuelo la gravedad y profundidad de lo que está pasando en nuestra sociedad, y muy especialmente en lo que se refiere al sistema económico que nos rige.
Algo muy parecido, y con mucha antelación, podemos ver en La tapadera (The Firm, Sydney Pollack; EE.UU., 1993) respecto a los efectos devastadores que el capitalismo, crecientemente, ha venido provocando en las generaciones nacidas y crecidas bajo su impronta. En aquel notable filme del siempre interesante Pollack, Tom Cruise interpretaba a Mitch McDeere, un joven y brillante abogado recientemente graduado por Harvard que, sin esperarlo tan pronto, recibe una suculenta oferta económica de un prestigioso bufete de Memphis. Cruise contaba en aquel momento con 31 años e interpretaba un personaje de edad aproximada, al igual que Jeanne Tripplehorn (30), que incorporaba a Abby, su enamorada esposa. La película nos cuenta la historia del joven seducido por la calidad de vida que logra alcanzar gracias a los ingresos por su trabajo en el bufete que, según va descubriendo poco a poco, no son a cambio de su trabajo, sino a cambio de su complicidad en los asuntos sucios que subyacen tras la empresa; Mitch cambia casi todo su modo de vida —llega a engañar a su mujer— y, cuando se da cuenta de en lo que está inmerso, trata de destaparlo. Siendo interesante, sin duda, la parábola (quizá demasiado moralista) sobre la sospecha que debe generar el dinero fácil, hay algo en este filme que me resulta mucho más interesante: cuando, al principio del relato, todo va viento en popa, la carrera del joven abogado parece prometer lo máximo y la pareja vive lo que parece un sueño, Abby no solo no cuestiona en ningún momento la situación, sino que únicamente tiene palabras de elogio para Mitch; cuando se empiezan a sufrir las consecuencias de su inicial complicidad y posterior rebeldía, ella es la primera en echarle en cara que no es ese tipo de vida el que quiere. Magnífica manera de expresar, hace veinte años, el ensimismamiento de toda una sociedad que no ha preguntado de dónde venía el maná del crédito, pero que se muestra ahora indignada ante lo que parece una estafa en toda regla.
Estos personajes retratados en la treintena por Pollack al comienzo de los noventa bien podrían ser, curiosamente, algunos de los guionistas y directores que, justo veinte años después, y por tanto instalados ya en la cincuentena, nos ofrecen a su vez retratos de personajes más o menos jóvenes que se enfrentan a situaciones de raíz semejante pero de naturaleza y evolución diversas. Así ocurre en La red social (The Social Network; EE.UU., 2010), Moneyball. Rompiendo las reglas (Moneyball; EE.UU., 2011), Margin Call (EE.UU., 2011), Los idus de marzo (The Ides of March; EE.UU., 2011) o, en el ámbito español, Grupo 7 (España, 2012), dirigidas, respectivamente, por David Fincher (50 años), Bennet Miller (46), J.C. Chandor (39), George Clooney (51) y Alberto Rodríguez (41).
La red social está basada en la novela Multimillonarios por accidente: el nacimiento de Facebook. Una historia de sexo, dinero, talento y traición, escrita por Ben Mezrich con 41 años, que cuenta la historia —apócrifa— de Mark Zuckerberg, enfant terrible de Internet al crear Facebook en 2003 con 19 años; hoy, nueve años después, es poseedor de una fortuna de 17.500 millones de dólares, y la compañía saldrá a bolsa en breve por un valor de 83.500 millones. El título de la novela y la frase publicitaria del filme (No se hacen 500 millones de amigos sin hacer unos cuantos enemigos) dan pistas de por dónde va el filme, que no constituye otra cosa que un intento —fallido, a mi modo de ver, pero útil bajo ciertas perspectivas— de poner de manifiesto la enorme potencia y gran fragilidad que hay tras el éxito y el enriquecimiento rápidos. Según el filme, Facebook nace de la necesidad de notoriedad de un joven acomplejado, precisamente, por su incapacidad social; lástima que la película se convierta demasiado pronto en la mera exhibición de su talento, para acabar volviendo demasiado tarde al hilo del éxito social frente a la fragilidad personal. Pero de esa mixtura temática nace una subtrama interesante, y es que a pesar de que en su motivación inicial no se encuentra el dinero, cuando el joven Zuckerberg descubre el potencial económico, también queda deslumbrado y, de hecho, es entonces cuando traiciona al compañero con el que inició la aventura. La imagen de su soledad, al final del filme, mientras todos los demás celebran el éxito, no solo nos acerca ecos de La tapadera, sino que se convierte en una poderosa imagen (quizá lo mejor del filme) que metaforiza la enorme inestabilidad sobre la que se encuentra asentado el sistema económico que nos gobierna.
En Moneyball. Rompiendo las reglas se nos muestra la otra cara de la moneda, aunque con elementos comunes. Billy Beane es el gerente del Atlético de Oakland, un equipo de beisbol que se encuentra ante la encrucijada de desprenderse de sus tres estrellas, y su presupuesto no puede competir con el de otros grandes equipos. Beane, que tiene a su disposición un amplio equipo de asesores, comprende enseguida que no pueden utilizar la misma estrategia que los equipos con presupuesto amplio; conoce por casualidad a un economista que basa su forma de ver el beisbol en variables estadísticas y decide contratarle para cambiar el rumbo. Basada en hechos reales, la película cuenta la historia de un personaje obsesionado con el éxito por razones parecidas a las de Zuckerberg, aunque asociadas más a sucesos de la infancia; a sus casi 50 años (el personaje pretende tener la misma edad que el actor), ganar el campeonato se convierte casi en un modo de no dar por perdida toda una carrera. En este caso el dinero es secundario y, de hecho, el filme transcurre en la orilla contraria a la del resto de películas tratadas aquí, es decir, el lugar donde el dinero no puede ser el elemento primordial. El resultado discursivo, por tanto, coloca al personaje en las antípodas de Zuckerberg, es decir, no tratando de integrarse en el sistema por una vía alternativa sino tratando de emplear un sistema nuevo para salvaguardar su singularidad y demostrar, así, que otro de modo de ser y de actuar es posible. No olvidemos la diferencia generacional entre ambos personajes (19 años el primero, en torno a 50 el segundo), porque es un elemento fundamental en la globalidad del análisis.
Margin Call es la película con director más joven de todas las que tratamos aquí y, curiosamente, es la que nos muestra un abanico de edades más amplio al describir a todos los personajes, desde los 64 años de Jeremy Irons hasta los 35 de Zachary Quinto, pasando por los 53 de Kevin Spacey y los 43 de Simon Baker; diríase que el reparto fue escogido con minuciosidad para que estuviesen representadas todas las generaciones, desde la que construyó la sociedad de principios de los noventa (entonces en torno a la cuarentena) pasando por los que están construyendo la sociedad actual, hasta llegar a los que constituyen el futuro. En esta excelente película se narra la historia del derrumbe en un día de una gran corporación de servicios financieros —la referencia podría ser la caída de Lehman Brothers desde 2007—, y lo que ocurre entre sus principales ejecutivos durante esas 24 horas. Lo primero destacable es que el síntoma del desastre es descubierto por Peter Sullivan (Zachary Quinto), uno de los operadores financieros más jóvenes, tras haber recibido el trabajo hecho por un compañero veterano al que despiden ese mismo día; desde el primer momento, Peter queda impresionado por las posibles consecuencias de lo que tiene entre manos, y sabe que si lo gestiona bien podrá servirle para prosperar dentro de la empresa. Una de las cuestiones en la que el filme insiste con mayor asiduidad es en dejar clara la cadena de mando: el jefe de Peter es Will Emerson (Paul Bettany), el superior de Will es Sam Rogers (Kevin Spacey), el jefe de Sam es Jared Cohen (Simon Baker) y, finalmente, el mando superior pertenece a John Tuld (Jeremy Irons). La importancia de la jerarquía proviene de dos factores: el primero es que a medida que vamos conociendo a los personajes (en escala ascendente de poder), nos damos cuenta de que cada uno sabe menos que el anterior sobre el funcionamiento real de la corporación y los servicios financieros —una de las causas del desastre—, de modo que cuando llegamos a John es evidente que su único conocimiento consiste en saber cómo maximizar beneficio sin considerar las consecuencias; el segundo factor es que queda clara la relación entre la jerarquía y la edad, lo que evidencia que si cada uno hace lo que debe hacer en el ámbito de la empresa, cabrá siempre la posibilidad de que siga ascendiendo. A este respecto, es muy interesante la conversación de Peter con Will, hablando de Jared: «¡¡Jesús, joder!!¿Quién es ese tío?/El jefe de Sam/Su jefe… pero si aparenta quince años/Tiene cuarenta/¿Cómo es posible?/Pasa continuamente. Excepto a mí. Es un cabrón con suerte». Esa conversación, en el corazón mismo de la película, pone de manifiesto cómo los objetivos finales de la organización en la que están inmersos los personajes acaban siendo los objetivos personales de esos mismos personajes; inmejorable ejemplo de la simbiosis entre sistema e individuos.
En Los idus de marzo —protagonizada por Stephen (Ryan Gosling), el joven (32) director de comunicación de un prometedor candidato demócrata, Mike Morris (George Clooney)—, el elemento desequilibrante no es el dinero (aunque permanece siempre implícito), sino el poder. Lo más significativo de este notable relato sobre lo que sucede entre las bambalinas de una campaña electoral estadounidense es que parecen mayores los escrúpulos del propio candidato (51 años), que los de su agresivo director de comunicación: Stephen acabará olvidando sus principios, incluso más allá de lo que el propio candidato hubiera demandado. Esta cuestión, además de dejar de manifiesto el interesante tema de hasta qué punto los líderes políticos pueden llegar a ser marionetas de su entorno (paradigmática, en este sentido, El escritor, de Roman Polanski), nos devuelve, de nuevo, la imagen de las generaciones en torno a la treintena completamente abducidas por el nada discreto encanto del capitalismo.
El ejemplo de Grupo 7 tiene como objetivo dejar claro que todo esto en absoluto es algo privativo de Estados Unidos. El síntoma aparece en casi todas las cinematografías occidentales, también en la española y especialmente en la última década, como puede deducirse fácilmente del análisis de Smoking Room (Roger Gual y Julio D. Wallovits, 2002), El método (Marcelo Piñeyro; Argentina-España-Italia, 2005) o Casual Day (Max Lemcke, 2007), por citar los ejemplos más representativos. La singularidad de Grupo 7 es que se centra más en un solo personaje, Ángel (Mario Casas), y lo contrapone generacionalmente a otro, Rafael (Antonio de la Torre). Ángel es un policía que vive felizmente con su mujer (esta parte del argumento recuerda a La tapadera) hasta que su ambición por ascender en el cuerpo le lleva a cometer ciertos excesos en los procesos de investigación sobre los grupos organizados de la droga en Sevilla durante 1992; además de una poco soterrada crítica política, el filme expresa a las claras, una vez más, que el fin justifica los medios cuando de lo que se trata es de la lucha por el poder (y el dinero, pues un ascenso supone un incremento salarial). El final del filme, en el que, efectivamente, Ángel es ascendido a inspector, coincide con el de Margin Call (Peter también es premiado por su colaboración en la ocultación de la estafa financiera) en poner de manifiesto que el sistema capitalista sabe corresponder la lealtad de quienes superponen sus principios básicos (el dinero y el poder, aunque ambas ideas suelen fusionarse en la primera) ante cualesquiera otros.
Los cachorros del capitalismo son más fieros que sus fundadores. Muy simplificada, esta es la idea que subyace entre los fotogramas que hemos transitado. Las generaciones que construirán el futuro están determinadas, qué duda cabe, por el poder omnímodo de los medios de comunicación en complacencia con el poder político, y los modelos que esos medios transmiten —también el cine— no tienen otro objetivo que la reproducción del propio sistema. Algunas de las películas comentadas, unas desde una perspectiva más crítica que otras, tratan de alertarnos sobre el fin de un orden mundial sin recambio. Algo que no suena nada bien, qué duda cabe.
Así pues, La tapadera y Los idus de marzo son notables y Margin call es excelente. Sin embargo, Pozos de ambición la consideradas sobrevalorada y La red social es fallida, según tú la ves, pero útil, vista de otro modo.
Resulta hasta divertido ver lo mucho que te cuidas de diferenciar tu posicionamiento solo cuando hablas de las pelis de Anderson y Fincher. ¿Y las demás? ¿No merecen tal consideración? ¿O es que todo el mundo coincide en que Los idus de marzo no es ni más ni menos que notable? ¿Y acaso nadie le pone estrellitas, ni siquiera tú, a Moneyball o Grupo 7?
Está realmente muy bien traído, por cierto, lo último que comentas acerca de La tapadera. A mi modo de ver, claro. Bajo otras perspectivas, ya no sabría decirte.
No hay duda de que todo sistema es perfectible; y tampoco de que los excesos son propios de la condición humana que es, en última instancia, la que articula y mueve esos sistemas. En este sentido, la corrupción y la estafa, inherente, una vez más, al hombre se da en todas circunstancias. Pero en unos sistemas se pueden denunciar los abusos del sistema y en otros no, en unos se puede escribir libremente en una página web sobre las limitaciones del sistema o incluso poner de manifiesto que uno está radicalmente en contra del sistema, y en otros no, pero lo cierto es que esto solo es posible en un régimen de libertades.
Denunciemos la transgresión y no al sistema que permite la actividad libre de los hombres. Y dejémonos de sofismas y cinismos. El problema con el que se encuentra comunmente el público es que algunos tiralevitas y/o ideólogos nos vendan un discurso con el que luego no comulgan. Seamos serios, por favor. Si citamos a Michael Moore o a Al Gore (representantes del alarmismo antisistema) por su encomiable denuncia del capitalismo y obviamos que estos señores se han «forrado» literalmente de billetes aprovechando los mecanismos capitalistas, somos unos sucios fariseos. Si, por ejemplo, el «pedagogo» Chomski tanto odia al capitalismo americano ¿por qué no se ha largado aún a Cuba, donde, señor Pérez Romero, allí sí existe «recambio» al sistema?
¿Chomski en Cuba? JAJAJA. No sólo estás mal informado (pues este filósofo norteamericano es una de las personas que más ha atacado el capitalismo de Estado a la soviética, lo que él denomina «marxismo de derechas», y a su total falta de libertades), sino que, además, estás haciendo apología de algo terrible, como es el exilio político por falta de consonancia con la línea dominante.
Lo has dicho correctamente, aunque creo que te ha traicionado algo el subconsciente: «El sistema que PERMITE la actividad libre de los hombres». Nadie tiene que «permitir» el ejercicio de la libertad, sino que es un derecho inapelable. Al menos, claro, de momento, poque incluso esto lo tenemos en peligro: si no, atiende a las manifestaciones de responsables políticos como Felip Puig (Conseller d’Interior de la Generalitat de Catalunya), Mª. Dolores Carrión (anterior Delegada del Gobierno en Madrid) o el actual Ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, todos ellos pidiendo «drásticas limitaciones» al tránsito de información libre en Internet. Como en el Egipto de hasta hace un año, nosotros también tenemos a nuestros propios «Mubarak». Afortunadamente, aún se nos «permite» el tipo de exposiciones y de intercambio de opiniones que aquí estamos teniendo. Pero con que una sola persona se pregunte «¿Hasta dónde y hasta cuándo?», es que la cosa está en peligro.
Lo que todas estas películas exponen y analizan, y que es lo que Enrique Pérez destaca, es ese sistema dentro del sistema, ese coto cerrado especulativo que está implantando la «economía del miedo» (parafraseando el título del último libro de Joaquín Estefanía, totalmente recomendable), donde unos pocos se han forrado (y lo siguen haciendo), empobreciendo(nos) a la mayoría. Hay que reconocer que han sido más listos que nosotros (que, cuanto menos, hemos «dejado hacer»), y que nos la han metido doblada. Pero nos hemos dado cuenta y tenemos el deber de denunciarlo. De eso va el artículo.
Que a cada uno de estos ejemplos cinematográficos se les ponga alguna etiqueta («fallido», «sobrevalorado», «magnífico», etc.) me preocupa bastante poco. Son un reflejo de las inquietudes y de la preocupación en el seno de un gran parte de la sociedad, y que logran escapar al espíritu represivo del poder. Sea éste político o económico.
Un sistema tan seguro de sí mismo que permite que se le critique abiertamente. Al fin y al cabo la crítica – en cualquiera de sus formatos- forma parte de la superestructura cultural que, en última instancia, depende (o está subordinada) de la estructura (modo de producción). El paso de un modo productivo ( en este caso el capitalismo) solo es posible cuando hay una crisis sistémica – elemento objetivo- y social – en el sentido de que la gran mayoría de la población esté dispuesta, porque no le quede otro remedio, a crear otro sistema de producción-organización al precio que sea-. Lo segundo está muy lejos de generarse, por más que algunos grupos y personas en todo el mundo trabajen por hacer abrir los ojos individualistas. El recambio, esa es la cuestión. El Séptimo Arte refleja la realidad, en general para reforzarla y a veces para combatirla.
Muy buen artículo el de Enrique Pérez.
Bueno, dejemos las discusiones políticas al margen; y a ser posible la metodología marxista para analizar una determinada obra literaria o cinematográfica, pues de tan desfasada huele. Bien, Feli, eso de que el «Séptimo Arte» refleja la realidad es matizable. En todo caso será a veces, pero en la mayoría de ocasiones lo que hace el cine es lo contrario: distorsionar la realidad. Seguro que no es necesario que te ponga ejemplos, pero estudia primero la historia del Tercer Reich y después empápate de unas cuantas películas sobre los nazis. Hollywood es una industria capaz de hacer maravillas, de crear obras sublimes y producciones basura, y sobre todo con una capacidad desconocida para modelar conciencias.