Reflejos oscuros
3 horas de distancia, de una secta rural en las montañas Catskills a un chalet de lujo en Connecticut. Dos mundos, dos universos, no tan lejanos como parecen y sobre los cuales se expande con igual morbo la sombra de una duda. De los frondosos rincones de una América remota pero íntimamente ligada a la alma de ese país a la luminosidad de una sociedad que parece ser un puro espejismo, a los ojos de la protagonista y a los de todos nosotros. Por ello todas las encarnaciones de esta mujer observada en los pliegues de su vida por Sean Durkin no muestran un quiebro entre ellas sino que carecen de solución de continuidad. Tanto la recuperada Martha como la poseída Marcy May o su alter ego Marlene producen escalofríos en esta desasosegante película sobre una sociedad enferma de soledad y egoísmo. No obstante la opción que Sean Durkin adopta para su película rehúye el tono de denuncia social que sería esperable en una cinta típica y tópica de la factoría Sundance. Pese a la similitud de algunos escenarios y a compartir uno de los protagonistas (John Hawkes) poco tiene que ver con Winter’s Bone (D. Granik, 2010), otra escabrosa cinta orientada hacia el drama rural. No deja de ser interesante la evolución de algunos autores hacia la búsqueda de formas propias del cine de terror para utilizarlas en la descripción de lo malsano, de la distorsión social. La historia de Martha no es la historia de una joven ingenua abducida por una secta sino que consiste en la contemplación de sus múltiples ecos, sus Marcy May, sus Marlene, encarnaciones vacías al servicio de un gurú sexual. Marcy May es el resultado de la sociedad en la que habita, un reflejo de una comunicación personal y social resquebrajadas, como el Curtis de Take Shelter (íd., J. Nichols, 2011), otro producto Sundance, lo es de la suya. Son personajes perdidos y aislados, que precisan que alguien les lance un cabo para sacarles del pozo en que se hunden. En este sentido Curtis, padre y esposo, parece tener más oportunidades pese al estigma que carga. Martha, sin embargo, con una relación harto evanescente con su hermana, su familiar más inmediato, tiene escasas posibilidades de anclaje en un mundo más estable.
Durkin trabaja por ello una estructura plenamente coherente mediante la alternancia de los dos tramos de la historia. Por una parte, la estancia de Martha en la secta (se ignora el proceso de abducción aunque se explicita que es debido a su soledad) que tiende progresivamente a lo escabroso y violento a partir de una iniciación sexual basada en una violación efectuada bajo los efectos de una droga. Por otra, el refugio en casa de su hermana y cuñado dónde el aislamiento interior todavía es más intenso ante una situación que le es esquiva y ante unas actitudes que le son hostiles, por pasiva o por activa. Así Durkin va evolucionando de unas imágenes incómodas a otras absolutamente perturbadoras. En los Catskills, dónde se inicia la película, con la imagen de un grupo de mujeres agazapadas, esperando a que los machos acaben de devorar su comida para dejarles las migajas. En Connecticut, con la sensación persistente de aislamiento en la gran casa junto al lago. En la profundidad de los bosques, dónde la secta puede introducirse con nocturnidad, como espectros, en viviendas ajenas, para recorrer las habitaciones y acabar acuchillando por la espalda a los propietarios, casi con desgana, con gélida indiferencia (recordándonos a los asesinos de Funny Games (íd. M. Haneke, 1997). En un ambiente plácido, en una fiesta de sociedad, a la que los espectros del pasado acuden como oscuros reflejos a plena luz del día, sin que la calidez de la fotografía ni el amor fraternal sirvan para evitarlo. Brillante puesta en escena, la secuencia dónde Durkin enfrenta a la protagonista con alguien a quien vemos sólo en escorzo. La posibilidad de que haya sido seguida hasta allí parece materializarse, causando tanta zozobra en ella como en el espectador. Sin embargo no llegaremos a ver el rostro del personaje que está frente a ella y en su lugar veremos claramente a Martha ante su propia imagen reflejada en el cristal. Algo más tarde, durante un baño en el lago, parece identificar en la orilla cómo otro miembro de la secta la observa en silencio. El espectador quedará con la duda de sí es o no así. Finalmente la pesadilla de los Catskills alcanzará en Connecticut a una Martha en forma de un vehículo que sigue sospechosamente al de su hermana. No obstante, el rostro de la protagonista parece revelar una dubitativa resignación, menos temerosa de lo esperable, dando a entender que las sucesivas presencias que cree identificar no son tanto fantasmas del pasado de los que huir como deseos soterrados de regresar a una falsa liberación.
Durkin subvierte así la narrativa de terror, invirtiendo el camino de la protagonista que identifica la misma frialdad de la secta en la espaciosa mansión de su hermana. Una casa demasiado vacía, demasiado hostil («¿no vive nadie más aquí?», se pregunta) y dónde no se le permite la supuesta libertad de la que gozaba en las montañas. El reconocimiento del desequilibrio permanente de Martha, alentado por la relación distante con su hermana, resultará más incómodo para el espectador que no logra la identificación deseada con un personaje positivo al que apoyar en su desgracia sino que permite reconocer un atisbo de libertad y felicidad en un seno de maldad. Mientras Martha parece liberarse de sus angustias, el malestar, el desasosiego, se transmite de ella a su hermana y, por gracia y obra del director, al mismo espectador.