Esperando un milagro
1 El 1 de enero de 2007, casi un año después del más prioritario traslado a Barcelona de los papeles del Archivo de Salamanca, entró en vigor en España la Ley de Dependencia, aprobada meses atrás en el Congreso con el apoyo de los dos partidos mayoritarios. La norma social por antonomasia del gobierno de Zapatero pretendía establecer un sistema de ayudas a las personas impedidas por la vejez o por una enfermedad grave. Apenas una legislatura después, se constató el fracaso de una iniciativa torpedeada por la falta de provisión de fondos por parte del Ejecutivo y las CC.AA., la desidia administrativa y la picaresca que vertebra la nación desde tiempo inmemorial, de África a los sueños con embajadas eléctricas a pie de los Pirineos.
Irónicamente, la escasa voluntad política en la aplicación de esta normativa —frente al éxito de otros cambios meramente administrativos como el matrimonio homosexual— constituye un reflejo del problema que trata de solucionar: la imposibilidad de conciliar la asistencia hacia los miembros más necesitados de la familia y los objetivos personales de los restantes. Entre otros factores, el horizonte de prosperidad abierto por la economía de mercado circunscribe tales metas a círculos parentales cada vez más reducidos, en tanto nos acercamos al abismo bíblico que, ahora sí, concurre con las Indias y sus míseros costes de producción. El modelo evolucionado desde nuestros ancestros cazadores y recolectores ha fracasado en la asignación de roles fuera de dichos círculos, como bien saben abuelos, padres divorciados y madres de familias (en plural). Aunque aparentemente se mantiene la estructura, las dinámicas familiares se hallan sumidas en una crisis de funcionalidad a escala planetaria. Desaparecen figuras simbólicas y todo se reduce a una cuestión de en qué medida cada miembro —no solo las personas dependientes— perturba el flujo de inputs sociales y outputs económicos que definen nuestra posición en el villorrio global.
2 El caso de Japón no es muy diferente, con el agravante de que presenta un mayor desfase entre la transformación socioeconómica sufrida y sus formas de organización tradicionales. Desde mediados de la era Meiji (1868-1912) hasta la IIGM predominó el modelo familiar de ie o familia extendida, un árbol con una línea patriarcal principal (honke) y otras secundarias (bunke) cuyo cabeza de familia honraba la continuidad con los antepasados por consanguinidad (primogenitura) o por adopción (el caso de hogares sin hijos varones). La desigualdad en derechos entre hombre y mujer no se correspondía con la elevada responsabilidad de ambos; en particular, se esperaba que la esposa administrase el patrimonio familiar, cuidase de los hijos o, llegado el momento, aleccionase a su nuera para asegurar la pervivencia del ie. Con el cambio al modelo nuclear de familia y la incorporación de la mujer al mercado laboral, ésta retuvo muchas de sus cargas: a la supervisión de la educación de los hijos en un entorno de gran competitividad se le añadía el cuidado de mayores con elevada esperanza de vida, tareas difíciles de compatibilizar con una carrera profesional ambiciosa. Semejantes inercias no han hallado una traslación efectiva a la esfera pública, donde apenas se contemplan ayudas económicas que eran innecesarias en el modelo anterior.
La crisis de lo simbólico y lo funcional está dando lugar, conforme se disipan los roles heredados de las generaciones precedentes, a no-lugares en el seno de la familia japonesa moderna. El descenso de la tasa de divorcio respecto al modelo tradicional, que desde determinada óptica conservadora se consideraría un dato positivo, apunta más bien a una inoperancia adaptativa ante los problemas contemporáneos. De hecho, según el diario Yomiuri Shimbun, el censo de 2011 registró un aumento de los hogares unipersonales, llegando a superar la tasa de matrimonios con hijos. A esta tendencia se suman fenómenos como los niños boomerang —jóvenes en paro que regresan a casa de sus padres— o la fuerte demanda de adopciones registrada después del desastre de Tóhoku, a semejanza de lo que ocurrió tras el terremoto de 1923 en la región de Kantô. Por otro lado, algunos analistas constatan en las generaciones más jóvenes un deseo creciente de casarse y tener descendencia, aspiración que, a tenor de las estadísticas anteriores, parece encontrar dificultades para materializarse.
Un panorama de relaciones humanas tan abundante en vínculos disfuncionales o nonatos, ¿podría explicarse por el ánimo de las personas de constituirse en sociedad frente a cualquier obstáculo?
3 Atendiendo a su vocación documental, el cine de Hirokazu Koreeda constituye en su conjunto un extenso planteamiento de esta pregunta, antes que una respuesta coherente. Ya la seminal Maborosi (Maboroshi no hikari, 1995) nos presenta a una heroína marcada por dos traumas en su desarrollo vital: la desaparición de su abuela —a quien todavía ve en sueños partir hacia la muerte— y el suicidio de su marido sin señal alguna que lo presagiara. La película supone una declaración de principios sobre el punto de vista que gobernará la mayor parte de filmografía. Ajenos a las simpatías en la escena indie por contextos alienígenas respecto a la realidad del espectador, los filmes de Koreeda se sostienen sobre personajes con una perspectiva de futuro razonable. Frente a ellos (Yumiko), otros (los familiares ausentes) representan la brecha abierta en el tejido de lo consensuado, el hueco del puzzle que atrapa la mirada frente a las piezas ordenadas.
El interés del director por estos huecos queda particularmente explicitado en Distance (2001). El título anticipa lo que sucede entre los integrantes de una secta, autores de un horrendo crimen al que sigue un suicidio colectivo, y los seres queridos incapaces de retenerlos en su esfera afectiva. El culto representa una opción incomprensible para los extraños, como denotan los flashbacks de discusiones entre ambas partes o el encuentro con Sakata (Tadanobu Asano), un ex-adepto con mayor afinidad con sus correligionarios que los familiares que los lloran. La impronta documental se traduce en la dilatación de los planos y un montaje equitativo con los personajes, lo cual sitúa a todos en un mismo mundo hecho jirones a raíz de los actos de fallecidos y su esotérica sociedad alternativa.
Tanto After Life (Wandâfuru raifu, 1998) —inspirada por la progresiva senilidad de su abuelo— como Hana (Hana yori mo naho, 2006) subrayan idéntica necesidad de crear nuevos lazos o reinterpretar los ya existentes, con miras a la felicidad en el más allá o en comunidades desentendidas del orden establecido, respectivamente. Asimismo es significativo que la película más pesimista de Koreeda, Air Doll (Kûki ningyô, 2009), aborde la negación a su protagonista de cualquier vínculo encaminado a la construcción grupal; retomando la metáfora del puzzle, la muñeca Nozomi (Bae Doo-na) no encuentra siquiera una segunda pieza que pueda complementar su identidad. Toda una sociedad de seres distantes discurre al margen de ella.
4 Para aproximarnos al papel de los niños en la obra de Koreeda resulta útil comparar su función con la de otros personajes-hueco, como hace precisamente Still Walking (Aruitemo Aruitemo, 2008). El filme cuenta la historia de una familia que se reúne en el aniversario de la muerte de su primogénito, Junpei. Los lamentos por la pérdida del heredero contrastan con el desprecio del aún cabeza de familia por el hijo segundón, Ryo (Hiroshi Abe), empeñado en no seguir los pasos de su padre. Las interacciones entre los reunidos acontecen en el marco del fracaso de la relación padre-hijo, desde recuerdos tergiversados a reuniones en apariencia alegres al mostrar a la familia unida, hasta que nos percatamos de la ausencia del encuadre de Ryo y su rama.
Con él se amplía la lista de desarraigados de Koreeda, esta vez para entroncar con la típica problemática hogareña de la cinematografía japonesa, desde Ozu (Primavera tardía, 1949) a Yôji Yamada (Kabei: nuestra madre, 2008), pasando, por qué no, por los ninkyo eiga de Ken Takakura y su honor incontenible por las redes del matrimonio. Sin embargo, la discontinuidad de su presente se ve matizada por la noción de futuro introducida con su hijo, el pequeño Atsushi. El reconocimiento del chico por parte de su abuelo abre una dialéctica entre la estructura familiar en decadencia y su probable transformación: a diferencia de la sociedad outsider de Distance, la que venga con Atsushi habrá de establecer puentes con la que sustituye.
Para comprobar que la visión del autor va más allá de la manida identificación de los niños con la esperanza, podemos remitirnos a Nadie sabe (Daremo shiranai, 2004). Con toda crudeza narra el abandono de unos menores por su madre (You) condenándolos a la miseria, no sin antes compartir con el mayor de ellos, Akira (Yûya Yagira), las mentiras e hipocresía que dirigen su patética vida. El día a día de los críos se relata en tomas largas y encuadres asfixiantes, como si contemplásemos unas flores marchitándose. A pesar de todo, se relacionan con otros chicos con problemas (de nuevo la idea de grupo alternativo) y comparten sueños modestos, como montar en el monorraíl para ver volar los aviones del aeropuerto de Haneda. Hay un ambiente de promesa con una nota trágica —no muy alejado de la posterior Alpha Dog (íd., Nick Cassavettes, 2006)— y, sobre todo, una menor voluntad por parte de Koreeda de definir un destino para los niños, nuevamente influido por su veta documental. Salvando el pesimismo puntual de esta obra en concreto, la mirada del director se asemeja a la de Kyohei hacia su nieto en Still Walking, capaz de vislumbrar un potencial que otros personajes ya han desperdiciado en la madurez. Solo ellos pueden abrir huecos en la sociedad de segundones en que se ha convertido Japón (y el mundo entero, por extensión), por lo que debemos seguirles con atención ¡aunque lleven un cadáver en la maleta!
5 Pero en Kiseki (2011), el último filme de Koreeda, no hay nada pudriéndose en las cercanías. La historia tampoco invita a ello: dos hermanos (también en la vida real, Koki y Oushirô Maeda) depositan su esperanza en que a partir de un cruce de trenes se obre el milagro de volver a vivir juntos con sus padres separados. A lo largo de una primera mitad episódica conocemos los sinsabores que conlleva para Kôichi y el pequeño Ryûnosuke vivir apartados el uno del otro, apenas compensados por los cuidados de una madre inestable y un padre inmaduro, respectivamente. En el fondo más realista que sus mayores, Kôichi parece intuir la importancia de la excursión para superar la melancolía permanente que la situación familiar le provoca. Como veremos, esta conciencia terminará por engullir el relato y expulsará las dicotomías entre lo viejo y lo nuevo presentes hasta entonces en la filmografía del autor.
Aunque el contexto puede ser representativo de un fenómeno social contemporáneo, Koreeda simplifica el tratamiento de la familia respecto a Still Walking, relegándola a mero componente del imaginario infantil. Al igual que ese volcán que expele continuamente cenizas a la espera de un gran estallido, no importa el motivo de la separación en tanto ésta contribuye al trasfondo necesario para colmar de sentido la esperada conjunción ferroviaria. Como el purgatorio de After Life, el universo de Kiseki parece una maquinaria dispuesta a dotar de significado trascendente unos hechos concretos porque así está dispuesto. Más que en cualquier otra de sus películas, se da una confusión entre cambiar el mundo y entenderlo, entre aceptación y comprensión del orden que rige nuestras vidas en sociedad. La insólita colaboración de los adultos con los niños en su aventura destierra la dialéctica entre la infancia y la crisis de valores; como en Hana, se da un voluntarismo colectivo que hace las veces de deus ex máchina, diluyendo la responsabilidad de padres e hijos en la armonía social. Si se me disculpa la inferencia, la reciente paternidad del director puede tener algo que ver con ello.
En la víspera de ejecutar el plan asesino de la secta de Distance, Sakata propone a su compañera desertar con él, ya que cree que haber llegado hasta ese punto es una meta suficiente. Durante la última media hora de Kiseki, el director consigue embarcarnos en la expedición de los niños merced al ágil montaje y a la vitalidad que desprenden sus encuadres de los pequeños aventureros, consciente además del capital de empatía con que cuentan por parte del espectador. Y como los demás adultos que participan en la aventura, al cabo también se nos invita a desertar. Koreeda no tiene ningún plan excepto la posibilidad de una isla, del archipiélago global, y le basta con mantener el maboroshi, la ilusión. Porque sabemos que tras el milagro de Kiseki viene la decepción de Kikujiro.