El sentido común en la educación
Hay unas palabras dichas por el director Philippe Falardeau en el preestreno en Madrid, en donde indicaba que le gustaba el título en español de su película Profesor Lazhar, a diferencia del título original Monsieur Lazhar. Vista la película, resulta más apropiado, porque el espacio en que se desarrolla es, casi en su totalidad, el de un colegio, en donde conviven un grupo de alumnos de diversas procedencias, traumatizados por el suicidio de una profesora, Martine, en el mismo aula y visto por dos de ellos, Simon primero, después Alice.
Ese suceso condiciona las relaciones entre profesores y alumnos, entre los mismos profesores y entre padres e hijos. El suicidio de Martine le permite a su director mostrar las costuras de una sociedad que huye del dolor ante cualquier acontecimiento, que trata de pasar página inmediatamente sin permitir que aflore ese proceso necesario y cuyo tiempo es personal, llamado duelo.
Canadá pasa por ser una sociedad ejemplarmente tolerante, incluso respetuosa de las identidades culturales, impuesta por el mosaico cultural de su composición inmigrante, como bien vemos en el aula donde se desarrolla parte de la película. A la vez, especialmente en su zona francófona, es un modelo de educación abierta, participativa y humanista. Profesor Lazhar rompe todos estos mitos sin piedad aunque sin violencia, no busca destruir ese modelo sino avisar de su formalidad muchas veces vacía. La crisis que suscita la muerte de Martine quiere ser cerrada rápidamente y se contrata a un profesor Bachir Lazhar, que se presenta sin apenas referencias, que llega para salvarles del vacío y detener el impacto sufrido en la vida de los preadolescentes y de los otros profesores, que deberían suplir la ausencia de Martine con clases extra. El sistema debe continuar: en armonía, sin sufrimiento para el alumnado o profesorado, sin alarma que inquiete a los padres o madres ¡hay que cerrar la crisis! Como si nada hubiera pasado. Pero los menores siempre sienten culpabilidad por lo que hacen los mayores que les educan y esos sentimientos chocan con la sociedad indolora que debe ser —o parecer— armónica y feliz, cueste lo que cueste.
Bachir demuestra pronto que no proviene de la nueva pedagogía: coloca los pupitres en línea, rompiendo el semicírculo pretendidamente freiriano, exige respeto al profesor, orden en el aula, selecciona lecturas que abordan el dolor y la muerte, indaga en los sentimientos del alumnado, reprime el acoso escolar habitual, especialmente sobre un niño gordito chileno y llega al extremo de dar una colleja a otro alumno. Sus métodos inquietan a la dirección de la escuela, incluso unos padres le exigen sobre su hijo “enséñele, no le eduque”, mientras la directora le advierte que no puede tocar a sus alumnos, ni una caricia consoladora, aunque estén sufriendo, aunque estén desolados y perdidos. Al parecer la difunta fue expedientada por abrazar a un alumno que luego la denunció.
El sistema educativo arremete contra el nuevo profesor porque no se ajusta al programa y línea pedagógica del centro pero el ataque se centra cobardemente en cierto problema burocrático en su documentación, lo que muestra que la tolerancia a la inmigración tiene también en Canadá sus fronteras.
La presencia de un personaje principal que parece de otra época —el físico, su vestimenta, sus modales, que parecen anticuados, sin ser el término para nada despectivo—, permite aflorar las disonancias de un sistema educativo que pretende introducir a su alumnado en una burbuja.
Bachir Lazhar no es un héroe, ni un profesor innovador que pretenda introducir una nueva pedagogía, que se enfrente con profesores, padres y madres para que su método sea reconocido por su utilidad. No, Bachir es un argelino con sentido común que busca refugio en Canadá. Solo ciertos detalles nos permiten componer primero y luego comprenderle: su apartamento es modesto, sus modales le hacen parecer un profesor como “de otra época”; sufre de insomnio pero afirma no necesitar un psicólogo para poder dormir, como igualmente siente que la solución para que todos (alumnos, profesores, padres) superen la muerte de Martine no está en delegar en la psicóloga del centro educativo.
“Mis padres me están volviendo loca” afirma uno de los niños al comienzo de la película. Esa obsesión de unos padres porque sus hijos puedan quedar traumatizados por la muerte de Martine, me hizo recordar esa frase que pronunciaba Lillian Gish en la inmortal La noche del cazador (The Night of the Hunter, Charles Laughton, 1955): “Los niños son firmes, saben aguantar”. Son más fuertes que los adultos y esta película lo muestra.
Conviene reseñar la habilidad del director para que apenas dos aulas, un pasillo, un despacho y un patio sean más que suficientes para crear un colegio, un microcosmos. Otro apoyo es la naturalidad con la que los niños hacen creíbles sus personajes sin exageraciones, habitando y dando vida a ese aula y ese pasillo, Sobresale, sin duda, la modélica interpretación del actor argelino Fellag, quien consigue que Lazhar evolucione desde un personaje frío, lleno de interrogantes, a un personaje de una calidez y humanidad enorme, una especie de monsieur Hulot al que todos nos gustaría tener cerca.
Profesor Lazhar nos hace reflexionar sobre la falta de profundidad del sistema educativo que pretendiendo proteger al menor, le abandona a la soledad de su contexto, silencia las preguntas ácidas que su entrada en la vida social le suscita, separa los mundos externos como si la Escuela pudiera ser quirúrgicamente aséptica, como si la educación estorbara en el aprendizaje ¿aprendizaje de qué? ¿de competencias técnicas para el mercado?. Acaso será posible enseñar y transmitir sin impregnar esa transmisión del entorno de sus vidas, la de profesorado y el alumnado? ¿Y para qué sirve? ¿Qué resultados? La película, el guión de Philippe Falardeau, seguramente la obra de teatro de Evelyne de la Chenelière muestran que silenciar el dolor y la muerte, al igual que silenciar el acoso escolar, el abuso, la explotación o la discriminación de cualquier tipo, no puede ser sano para el desarrollo juvenil. Y desde luego no es freiriano; Paulo Freire (1921-1997) llamaba a esto la enseñanza alienante y no cambia por poner las sillas en corro si las bocas y los corazones están condenados al silencio y la soledad en la etapa más social de la vida.