Red State

Terror y terrorismo

Lo de los autores. Tantas veces discutido, tantas veces transcrito en lo que pensamos que creemos o en lo que creemos que pensamos. El tiovivo de la puesta en escena, la montaña rusa de la consideración. Los modos y/o las modas. Cuando yo empezaba a escribir Kevin Smith molaba porque los que queríamos ser críticos de cine aún no teníamos Internet y nos encantaba encontrar sorpresas en cintas grabadas con 3 películas o 4. Éramos cinéfilos hechos a nosotros mismos entre videoclubes profundos, cables que conectaban dos tesoros a ellos mismos o madrugones en la segunda cadena de nuestra vida y nuestro corazón. Ahora que la cinefilia está más que nunca compuesta por personas que lo tienen todo hecho (a la hora de conseguir y a la hora de analizar), es normal que el cine pijo y andergraun de Wes Anderson lo pete como lo peta. Los de las cintas de vídeo comenzamos también a odiar a Kevin Smith cuando empezó a tenerlo todo hecho. Su cine era pastel de nada si le quitábamos la mala leche y los dos huevos.

De todo eso va sobrado en Red State, mitad slasher mezclado con torture porn, mitad sátira social de acerada crítica política, un filme resolutivo, libre y enajenado que transita y se crece dentro de unos parámetros que va fabricando a golpe de narrativa y sequedad: no hay tiempos muertos entre muerte y muerte, no hay engolamiento, relajo o remisión. Smith no los necesita ni los quiere, construir un discurso que huye de los medios tiempos no necesita ninguna de las tres cosas. Por eso utiliza la frescura, la intensidad y la inmisericordia de una película que dispara balas contra la sociedad que dispara las mismas balas contra las balas que se les dispara (un juego de espejos donde los vampiros se reflejan y al final víctimas y verdugos son sinónimos) Balas contra nosotros mismos, contra nuestros espíritus y nuestros fantasmas, contra nuestras creencias más absolutas y contra nuestras dudas más ínfimas. Terror y terrorismo que decía el bueno de Julio Caro Baroja a la hora de justificar cada una de nuestras batallas.

Kevin Smith edifica todo ese entramado con la única obsesión de dinamitarlo en cuanto pueda. Allí convive una estética entre lo mainstream y una serie de HBO, la nueva comedia americana disfrazada de ese sexo tan puritano (Apatow y secuaces) como rutinario y ritual y el american gothic tradicional donde graneros y sótanos encierran los planos definitivos del universo redneck, el subgénero de acción vigoroso y estilizado que exhibe descaradamente lo que pretende esconder y el cine de tesis donde lo expuesto y lo contemplado tienen fronteras escurridizas y nutritivas. Smith no es Jonathan Swift ni Preston Sturges, pero las aristas de su sátira no son fruto de la casualidad sino de un planteamiento serio y de una puesta en escena de una potencia y un potencial ocultos en el de New Jersey desde sus principios (cinematográficos y morales, que los tiene)

Y eso no quiere decir que estemos ante un nuevo Aldrich, pero si ante una versión mejorada y resmasterizada de un autor con cosas que decir sin tener que convertirse en personaje y cruz de su propia narrativa. Red State es la prueba de que aún queda mucho camino, con sus defectos sobre todo en la estructura, deslavazada y atropellada a ratos, y con sus préstamos conscientes o inconscientes. Pero a su vez es un cine que resurge desde adentro hacia fuera cada vez que lo convencional o lo “genérico” amenazan con llevar hacia otro puerto la grácil deriva de sus presupuestos. De anticlímax en anticlímax, incomodando a ratos al espectador que no sabe muy bien por donde van los tiros en un lugar donde hay más armas que almas.