La delicadeza

La discreción de una anémona

Hay historias que no se pueden contar a través de grandes momentos. Porque son tan íntimas, tan personales, que sólo pueden transmitirse en susurros, con cierta discreción. Por eso, cuando Hollywood ha intentado hablar del proceso de reconstrucción sentimental de alguien que ha perdido de forma demasiado temprana al gran amor de su vida, como ocurre en Historia de Oliver (Oliver’s Story; John Korty, 1978), El compromiso (Moonlight Mile; Brad Silberling, 2002) o El mejor (The Greatest; Shana Feste, 2009), el resultado acostumbra a ser demasiado melodramático, excesivamente lacrimógeno, por esa obsesión tan americana de darle a los guiones una férrea estructura en tres actos. Algo que los hermanos David y Stéphane Foenkinos han intentado evitar, de ahí que hayan concebido su primer largometraje, La delicadeza (La délicatesse, 2011), como un puñado de pequeños instantes, de breves momentos mágicos, dentro de la historia personal de sus protagonistas. Por eso no la han imaginado como el camino hacia un determinado clímax argumental, sino hacia un (íntimo) instante de autodescubrimiento y de reconciliación con la vida. Entre las imágenes que dan forma al filme hay, de hecho, una muy hermosa que resume, con una elegancia extraordinaria, ese renacimiento que el filme nos quiere narrar: la de los ojos de Sophie (Joséphine de Meaux) llenándose de lágrimas al observar a su amiga Nathalie (Audrey Tatou), después de años sumida en el duelo y en la negación de su propias necesidades sentimentales, dejándose llevar en una pista de baile, abrazando la sensación de felicidad de ese instante.

La presencia de Tatou puede retrotraenos, equivocadamente, a Amélie (Le fabuleux destin d’Amélie Poulain, 2001), pero si bien es cierto que los Foenkinos también están narrando, en este caso, un cuento de hadas, la poética a la que recurren para desarrollar la historia de amor entre la actriz y François Damiens no tiene nada que ver con la ingenuidad surrealista de Jean-Pierre Jeunet. La suya es mucho más cotidiana, si se quiere más banal, pero también más cercana, mucho más reconocible, incluso cuando desarrolla, en los primeros minutos de metraje, la relación enloquecida y pasional entre el personaje de Tatou y su primer marido, François (Pio Marmaï), torrente sentimental necesario, de hecho, para crear un contraste con el proceso de conocimiento que centra, en realidad, la mayor parte del argumento del largometraje. Y es que el romanticismo de la relación que se establece entre Nathalie y Markus no está precisamente en lo arrebatado de ésta, sino en que, como indica el propio título –y después de todo, como acostumbra a ocurrir en la vida real: conozco muy pocos casos de historias sentimentales que no se hayan edificado con el tiempo, con paciencia y mucho esfuerzo por parte de sus participantes–, avanza muy poco a poco, a veces casi por casualidad, sin que sus protagonistas lo pretendan… Pero sobre todo con el cuidado que requieren dos personas heridas por la vida en circunstancias muy diferentes, para sanarse a través de lo curativo de la ilusión, de la complicidad, de la ternura, de haber tenido la suerte de encontrarse.

Se le podría reprochar a David y Stéphane Foenkinos que no se atrevan a romper los límites del relato como sí lo hicieron comedias sobre el amor contemporáneo tan refrescantes e innovadoras como ¡Olvídate de mí! (Eternal Sunshine of the Spotless Mind; Michel Gondry 2004) o (500) días juntos –(500) Days of Summer; Marc Webb, 2009– y prefieran, en su lugar, narrar la historia con un lenguaje más bien clásico, poco intrusivo –más allá de que, en general, prefieran rodar cámara al hombro en lugar de montarla sobre trípode, lo que le da una cierta cualidad espontánea a determinados momentos–. Pero, ¿hasta qué punto no encaja ese concepto, si se quiere, modesto de la puesta en escena con la propia historia que nos están contando? ¿Acaso esa forma de contárnosla no se adapta a la perfección al modo discreto, no especialmente espectacular, en el que va surgiendo la relación amorosa entre los personajes de Tatou y Damiens? Y precisamente en esta sociedad nuestra, que tiende a lo histérico, y en la que todo el mundo parece estar deseando llamar la atención para alcanzar esos quince minutos de gloria de los que hablaba Warhol –y multiplicarlos al máximo, sobre todo en televisión, para llenarse los bolsillos sin hacer el más mínimo esfuerzo–, se agradece que una película casi tímida, sin pretensiones, como La delicadeza, se atreva a reinvindicar las historias tiernas, afables, que no van a revolucionar el medio cinematográfico pero, al menos, ni insultan el sentido del ridículo de nadie, ni intentan ser más cínicos de lo que es necesario.