Un bufón entre nosotros
Se cuenta que en las cortes europeas de la Edad Media y la Edad Moderna el único que podía dejar en ridículo al rey era el bufón. Esta figura, precedente del payaso de circo, mostraba al poderoso su condición humana a través del ingenio y la burla. Y es que, como dijo el gran Billy Wilder, “si quieres decirle a la gente la verdad, sé divertido o te matarán”.
Hoy en día, en las sociedades democráticas, el poder está en el pueblo… aunque muchas veces nos cueste creerlo. Y, por lo tanto, nosotros debemos recibir las bofetadas de los truhanes en forma de ácidos comentarios sobre nuestras contradicciones e hipocresías. La labor del cómico de hoy en día es la de hacernos reír, entretenernos y hacernos disfrutar con su talento. Pero también, como a los monarcas de antaño, su máximo deber es el de poner en solfa nuestra infinita capacidad de creernos mejores de lo que somos, colocando así las cosas en su sitio.
Sacha Baron Cohen (Londres, 1971) es, sin duda, uno de los máximos representantes actuales de esa tradición bufonesca que reivindica esa faceta provocativa del humor. Lo suyo no es la labor profesional, sino la puramente vocacional. Su paso por algún colegio privado y por la Universidad de Cambridge —donde elaboró una tesis en torno a la participación judía en los movimientos de derechos civiles— nos acerca a un tipo preparado en su dimensión académica, con los conocimientos necesarios para justificar sus pullas, portando la suficiente solvencia para poder afirmar aquello que dice a través de la parodia.
Y es que, a pesar de que su metro noventa y su buena percha que le alejan de aquellas cohortes de enanos y deformes que pululaban en torno al trono, ha sabido recoger toda la subversión de su profesión a través del arte del disfraz. Los gorros con cascabeles y los trajes de arlequín han dado paso al chándal de rapero, la estética sado-maso, el triquini masculino o el uniforme de dictador militar. Lo suyo es la caricatura, la exageración de determinados rasgos que definen a prototipos significantes, cuya condición externa supera para realizar un retrato que moleste, un reflejo deformado que se parece demasiado a cómo son los que en él se miran. Mucho mejor si llega a herir en lo más profundo de la conciencia.
Porque Baron Cohen es una verdadera mosca cojonera para todos. Su actitud se parece más a la de un guerrillero, un partisano de la Resistencia que lucha contra un invasor que, como en las películas con parásito alienígena, se ha instalado en la mentalidad de todo un pueblo. Su labor es la del terrorista que agita conciencias, con sus bombas en forma de mordacidad, desparpajo y mucha cara dura. No para hasta que la sangre aparece en la mirada, hasta producir una profunda herida que saque el pus que infecta a la civilización y sus convencionalismos culturales. Y lo hace ampliando los límites de lo tolerable, estirando al máximo aquellas apariencias con las que se rige la sociedad, demostrando que la frontera entre lo establecido y las pulsiones más profundas —y, por ello, más hediondas— sólo se respeta hasta que el individuo se siente amenazado. Entonces, no hay convivencia que valga. Es el momento en el que emerge la xenofobia, la homofobia, el racismo… Es decir, cuando surge toda esa intolerancia asociada al fascismo.
Muchas veces nos preguntamos por qué hay tantos cómicos judíos. Tomarse con humor miles de años de desgracias puede ser una buena terapia. O quizás todo se deba a que la diáspora que han tenido que padecer durante toda su historia les haya puesto en contacto con tantas culturas y civilizaciones que, a base de compartir su vida con los demás, sean los que mejor conocen la esencia del ser humano. Baron Cohen no es una excepción a todo esto, y a su condición de judío se le ha añadido la no menos valiosa de heredero de la comedia británica, con toda su acidez y causticidad. Y es que, cuando los ingleses se desmelenan, ya puede pararse el mundo. La desvergüenza a la hora de utilizar los recursos más extremos hace sacar los colores a la sociedad bienpensante.
Baron Cohen es y no es Ali G, Borat, Brüno o el almirante-general Aladeen. Es todos ellos y ninguno. Él es Gepetto y sus personajes son sus pinochos. Y, como tales, todos en principio mienten, y todos al final acaban diciendo la verdad. Su carácter camaleónico le permite mimetizarse con el entorno, insertando a sus personajes en un contexto que no les pertenece para que, poco a poco, se desvanezca la mascarada y aparezca el diagnóstico. Baron Cohen pone el capote, y los demás embisten por su propia voluntad. Baron Cohen señala hacia arriba y dice «¡Mira, la luna!»… y el tonto mira al dedo. Lo suyo es una incitación provocadora en toda regla.
Sus películas son telemaratones bizarros, donde bajo el maquillaje de la frivolidad se esconde una brutal crítica a la moral establecida y dominante. Como bien dijo en su día Jorge-Mauro de Pedro al respecto de Borat (Id., Larry Charles, 2006), es una «mezcla de Bowling for Columbine con Jackass». Y es que es de destacar que en Baron Cohen se entremezclen dos estilos tan radicales como son la comedia y el falso documental —aunque, a la espera de una etiqueta mejor, debiéramos decir cine de no-ficción—. Es en este último género donde sus guiones ganan enteros pues, como el propio de Pedro señalaba, «recordemos la base del principio aristotélico: dejar que los otros hablen, pretender que escuchamos y hacernos un poquito los tontos».
No hay nada mejor que los necios se dejen en evidencia a sí mismos, pues muy fina es la línea divisoria entre el dogma y el ridículo más espantoso. Cómo no recordar momentos cumbres de su filmografía: el político que, embriagado de populismo, trata de sacar el mayor rédito electoral de su asociación con Ali G; el patriota que abuchea a Borat porque canta el himno de Kazajistán con la música del Barras y estrellas, cuando todos los himnos nacionales exaltan lo propio y desprecian lo ajeno; o los espectadores de un combate lucha libre, cuando pasan de la viril euforia a las lágrimas del espectáculo sodomita. ¿Quién puede resistirse entonces a reírse de sus descolocados caretos?