Terraferma

Reflujos

Más allá del producto de consumo que pueda generar la tan ansiada diversión, el cine alcanza su grandeza cuando, por comparación, logra enseñarnos qué es lo que fuimos ayer y qué es lo que somos hoy. Su función archivística es indudable, logrando crear un banco de recuerdos que consiga mantener la memoria viva. Es un proceso activo que retoma imágenes del pasado para entrelazar con nuestro presente aquellas notas pretéritas de interés, enunciando de esta manera el cambio de comportamiento.

Para abordar un film como Terraferma (Id., Emanuele Crialese, 2011) es imprescindible remitirse a la Italia meridional de hace casi setenta años, aquella que retrató Luchino Visconti en La Terra Trema (La terra trema: Episodio del mare, 1948). Allí, el director italiano, aristócrata y comunista, situó a unos pescadores pobres y vulnerables dentro de un relato plagado de carabinieri, baronesas, curas y patrones cuyo único objetivo era el de joder a tan miserables jornaleros de la mar. Aquella sociedad de posguerra, vencida y en proceso de modernización, arrastraba aún modos heredados del recientemente abandonado fascismo mussoliniano. Frente a ello, Visconti —tomando para sí el libro de Giovanni Verga— recetaba su medicina socialista: unión y lucha de clase. Era una época en la que dicho purgante todavía era posible y se celebraba la existencia de tales cirujanos.

La distancia entre las películas que hemos mencionado es la misma que existe entre aquella Europa y la de nuestros días, y su comparación resulta ser un certero diagnóstico de nuestras virtudes y, sobre todo, de nuestros defectos. El mismo paisaje aislado de las islas del sur de Italia sirve a Crialese para certificar la muerte de una sociedad y anunciar el establecimiento de otra que comparte con aquella parte de sus problemas, con el añadido de nuevos condicionantes. Y es que las ansias de libertad que supone la prosperidad son los motores vitales de las familias de ambas películas —allí los Valastro, concretando el drama; aquí sin apellido, haciendo el relato más universal—, buscando una salida al estancamiento de una sociedad condicionada por el mar, elemento que con sus aguas bendice y maldice, separa y conecta, da la vida y la muerte, todo ello a partes iguales.

Lo que un día se consideró una tierra floreciente y honrada con una climatología benigna, capaz de generar los cimientos de la civilización grecolatina, hoy en día es una cárcel para sus habitantes. El sur de Europa se ha convertido en ocasional referente turístico, y los mediterráneos deben subsistir en la temporalidad laboral, alternando la subsistencia de la pesca con la servicial recepción de veraneantes en la época estival. Con este panorama, los protagonistas de Terraferma se dividen entre el arraigo a la costa de los ancianos y la necesidad de otra vida de sus jóvenes, una situación ya vivida en los fotogramas viscontianos y que, como entonces, forja el irreversible e irremediable conflicto generacional: los más veteranos, incapacitados para asumir el reciclaje, se escudan en el apoyo mutuo y la solidaridad intrínseca para salir adelante; los más jóvenes objetan la necesidad del individuo de alcanzar mejores cuotas de bienestar, sin tener la necesidad de ofrecer sus vidas a un caprichoso mar que hace tiempo es incapaz siquiera de alimentarles.

La inserción de dos embarcaciones que arriban a las costas del pueblo sirven al espectador para calibrar en su justa medida lo que la isla significa: una tierra de paso, un trampolín que, para cada ser humano, supone algo diferente, correspondiendo a sus necesidades. Crialese establece una comparativa entre los turistas del ferry y los inmigrantes de la patera a través de unos mismos elementos para, en sus similitudes gestuales exteriores, establecer una terrible diferencia interior y unas certezas ya conocidas: los turistas son recibidos con los brazos abiertos por paisanos y policías, mientras los inmigrantes son detenidos para su expulsión; los turistas bailan sobre la cubierta de un yate, agitando sus brazos, mientras los inmigrantes hacen lo mismo para pedir auxilio; los turistas nadan en el mar para escapar de sus monótonas vidas, mientras los inmigrantes luchan por no morir ahogados. Sin embargo, todos ellos darán a los habitantes de la isla un mismo mensaje: nadie desea quedarse allí, por muy idílicas que desde fuera se vean sus vidas.

Y es que Europa parece haberse convertido en una tierra de perpetuo reciclaje industrial, un proceso de nunca acabar donde lo que prima es la competitividad tecnológica acompañada de precariedad laboral. Terraferma es una crónica plenamente viscontiana en este sentido, pues sus personajes se encuentran en plena vorágine de cambio, constatando la necesidad del reciclaje para no sumirse en un edénico pasado que jamás volverá. La forma de abordarlo estará en relación a las posibilidades de reaprovechamiento de cada individuo —los jóvenes arrancan el papel de las paredes para transformar sus casas en albergues para los visitantes peninsulares, mientras los ancianos repintarán sus embarcaciones una y otra vez con la esperanza de que el mar algún día les pague todo lo que les debe—, pero todos ellos saben que la tan temida reconversión industrial es algo superior a ellos y que, por mucho empeño que le pongan al asunto, no pueden dominar.

La globalización es algo que impregna hasta el más remoto rincón del mundo, pero en muchas ocasiones no ofrece su cara más amable. Hoy en día, como efecto directo de la rapiña imperialista colonizadora, el Mediterráneo no deja de vomitar despojos humanos. Ya no es necesario que las fábricas se trasladen a la periferia, sino que la mano de obra barata acude a la llamada de la explotación, jugándose la vida en un periplo de miles de kilómetros por tierra y por mar.

Situación antaño invisible por la distancia, hoy en día los de aquí podemos sentir de primera mano la miseria de los de allí al entrar en relación directa con ellos. Así, podemos observar que, en los aspectos más importantes, no somos tan diferentes, pues nuestras motivaciones son las mismas: la lucha por la supervivencia se convierte en un lazo que nos hermana, y el contacto hace que, por un mágico proceso de ósmosis, algo de cada uno quede en el otro.

Al final, cabe preguntarse por nuestra responsabilidad en los dramas ajenos, si por acción u omisión no habremos caído en una flagrante hipocresía por la cual declaramos nuestra cultura heredera de los más nobles valores cristianos, mientras éstos se conculcan en nombre de la prosperidad. Los ancianos de la película tratan de recuperar la ley del mar, solidaria a través de la empatía, para que su conciencia no naufrague con más ahogados inocentes. ¿No estarán hablando, en definitiva, de esa humanidad y ese sentido común que, con el paso del tiempo, hemos acabado perdiendo?