La ciencia-ficción según Ridley Scott (y II)

Scott-Dick, antes de BR

Volviendo sobre nuestros pasos, nos encontramos con que la presencia de PKD en la obra de Scott va más allá de la cesión de los derechos de su obra ¿Sueñan los androides…? para su adaptación a la gran pantalla. Lo primero que hallamos es un precedente indirecto, pues el guionista de Alien no fue otro que Dan O’Bannon, un confeso admirador de la obra dickiana que se daría años más tarde el gusto de adaptar Podemos recordarlo por usted al por mayor (1966) bajo el título de Desafío total (Total Recall, Paul Verhoeven, 1990).

Las bodegas de la Nostromo ya transportaban, por tanto, algo de Dick en ellas, haciendo que el tránsito de Alien a BR por parte de Scott fuera tan natural como poco traumático. Sólo así se explica que elementos de novelas de Dick, como la fuerte presencia japonesa en la Costa Oeste norteamericana de El hombre en el castillo (1962)—que dieron lugar a ese maravilloso torrente de neones y anuncios-edificio de la LA del 2019, verdadera invasión socioeconómica de la cultura oriental— o la obsolescencia de los robots para su perpetua renovación consumista de su relato La niñera (1955) —y que sería el principal conflicto dramático de los Nexus-6 y sus cuatro años de vida— pudieran aparecer tan explícitamente en BR.

Un cambio de perspectiva

De hecho, y a poco que nos fijemos, el drama argumental de Alien y BR son tremendamente parecidos, cambiando únicamente un aspecto: el punto de vista desde el que está contada la historia. En efecto, en ambas se cuenta una persecución derivada de la autodefensa, de la conservación de la vida, tanto de los cazadores como de los cazados, intercambiándose estos roles de tal manera que hay un momento en el que no se sabe quién persigue a quién. En Alien, la mirada es caleidoscópica, coral, repartiéndose entre los siete tripulantes de la Nostromo. En BR, sin embargo, el objetivo de la cámara sigue principalmente a Rick Deckard (Harrison Ford). De la visión de las presas pasamos a la del depredador. De la de las víctimas, a la del verdugo. ¿Puede existir mayor salto ideológico que éste en tan poco tiempo, con tan poca distancia en la filmografía de un director?

El brinco es tan espectacular que merece la pena que nos detengamos en él para su análisis pues, desde este punto de vista, los replicantes que van apareciendo en pantalla como implacables asesinos no son más que las víctimas de un sistema impuesto, un orden establecido e injusto que manda en su acoso a un auténtico monstruo para terminar con ellos. La profesión de Deckard, llamada blade runner, no lo es tanto por su carácter de retirar a esos elementos molestos y díscolos, perturbadores de una falsa paz social —que, a tenor por las imágenes a pie de calle, está formada por ciudadanos sumisos y acríticos, incapaces de trascender su miseria vital—. El término blade runner tiene que ver a la vez tanto con su doble condición de humano y androide —un ser cibernético— como con las expeditivas técnicas de purga social, de eliminar a todos esos elementos desafectos al régimen totalitario, caminando literalmente por ese filo de la navaja que separa la legalidad de lo ética/moralmente deseable.

Deckard, si se mira fríamente, es un asesino de mujeres —los únicos replicantes que logra abatir son dos androides femeninos, disparando a una de ellas por la espalda, para más inri—, pero también es un infanticida, pues no deja de matar a seres que tienen menos de cuatro años de vida, manteniendo alguno de ellos —como el nexus Leon Kowalski (Brion James)— una actitud de intensa y pueril curiosidad durante su corta estancia en la Tierra. Todas estas percepciones hacen que los replicantes pasen a lo largo de la película de ser los vengativos androides del principio —que era como originalmente PKD les había ideado; de hecho, el escritor llegó a declarar: “Rutger Hauer es el perfecto Batty: frío, ario, sin defectos”— hasta justo ese momento final de redención como especie superior, donde Batty, con su gesto de perdón y reconciliación, es capaz de darnos una lección de humanidad desde un ser que no lo es.

¿Es, por lo tanto, Rick Deckard un héroe… o más bien un villano? Sin duda alguna, y al cambiar el punto de vista de Alien a BR, es un monstruo tan repulsivo como la criatura alienígena que acosaba a la teniente Ripley  (Sigourney Weaver). O incluso peor, puesto que en aquella el ser alienígena luchaba por su supervivencia —y hay que llamar la atención sobre un aspecto: con sus propias manos, que armas más naturales no puede haber; algo que lo emparenta románticamente con el replicante Roy Batty—, mientras que las motivaciones de Deckard no acaban de estar bien claras, apareciendo su actividad más bien como la de un mercenario a sueldo que como la de alguien comprometido con su sociedad. Lo suyo es la supeditación al poder y al orden establecido que hacen de él un ser patético, sin personalidad propia ni emociones definidas —o más bien habría que decir poco empáticas, sobre todo a tenor de la violenta contundencia con la que corteja a una Rachel (Sean Young) con cara de acojone mientras repite telegráficamente «te quiero», «te deseo», «bésame»—. Vaya, el replicante que algunas de las versiones de la película exponen de forma nada velada.

Los inicios del cyberpunk

Si por algo ha pasado BR a los anales de la Historia cinematográfica es por la novedosa concepción de un futuro oscuro y tormentoso —la perpetua presencia de la noche y de la lluvia, no sólo como elemento referencial del cine negro que en principio se pretendía homenajear, sino además como alegoría del espíritu atormentado de una sociedad que ha perdido lo que de humanidad le quedaba—, donde esa ciudad de Los Angeles del 2019 —fecha que suponemos se corregirá en el que será el penúltimo e hipotético montaje por llegar— adquiere la presencia de un personaje más.

Todo ello coincide con los primeros coletazos de esa tendencia estética, artística y literaria conocida como el cyberpunk. Movimiento muy de su época —pues sus autores se enfrentaban abiertamente al sistema de valores impuesto por la estructura de poder de la Era Reagan— resultó ser un inmejorable vehículo para Ridley Scott, pues su rápido estilo a base de ráfagas sensoriales, su capacidad para bombardear con información hasta desbordar el entendimiento y su permisividad a la hora de incorporar nuevos términos científicos, técnicos y culturales, le permitió al director forjar la verosimilitud necesaria a un mundo aún por llegar, en plena sintonía con lo ofrecido por un comic muy valorado por él, como era la revista Heavy Metal, auténtico paradigma en su género.

Por su parte, los diseños conceptuales del ya mencionado Syd Mead reutilizaron aquellos elementos de Moebius que tanto habían sorprendido en Alien —un aspecto a mitad de camino entre lo orgánico y lo industrial—, añadiendo los suyos propios: la superposición de texturas, la verosimilitud de lo mostrado y el ultrarrealismo basado en el llamado retrofitting —la retroutilización de elementos de desecho ante la carencia de elementos materiales en el seno de una sociedad ecológicamente agotada— que hacen creíble ese colapso social representado en la gran acumulación de basura que se aprecia tanto en las calles como en el interior de los edificios. Esto permitió a Scott aplicar su propia técnica, el layering —o densa acumulación de detalles que saturan el fotograma, de importante información visual cuidadosamente meditada—, lo cual le llevó en alguna ocasión a declarar que “para mí, una película es como un pastel de setecientas capas”.

Scott optó, pues, por una verosimilitud paranoide en relación al diseño de producción para conseguir que toda esa apariencia —por la cual también el propio Trumbull estaba preocupado, declarando que uno de sus objetivos era “conseguir esa cualidad sucia, muy realista, casi documental que tanto admiré en Alien”— motivase a los actores a ponerse en situación, dando entidad a un contexto inexistente. Todo ello resultaría vital, pues su acabado final serviría de patrón para las posteriores películas del género que deseasen trascender el aire infantil de, por poner un ejemplo de su mismo año de estreno, E.T. El extraterrestre (E.T.: The Extra-Terrestrial, Steven Spielberg, 1982).

La nueva Metrópolis

La labor de Mead fue más allá de una concepción visual genial y rompedora, y nos trae de nuevo el concepto de lucha de clases antes abordado. Y esto es debido a que a la hora de planificar el aspecto de la futurista LA, tanto él como el supervisor de efectos especiales David Dryer tuvieron muy presente el diseño urbanístico desarrollado en Metrópolis (Metropolis, Fritz Lang, 1927), perversa historia de pacificación social que en BR se le da la vuelta. De hecho, las connotaciones de Metrópolis con BR ya fueron analizadas por David Desser en el libro colectivo Retrofitting Blade Runner: Issues in Ridley Scott’s “Blade Runner and Philip K. Dick’s “Do Androids Dream of Electric Sheep?” (Bowling Green State University Popular Press, 1991), en el capítulo titulado Race, Space and Class: The Politics of the SF Film from Metropolis to Blade Runner. Algún tiempo después de la aparición de esta obra trascendió que Ridley Scott preparaba su propia versión del clásico de Fritz Lang —proyecto que, a tenor de los resultados, a la vista está que se abandonó en el fondo de algún cajón—.

Los ecos de aquella terrible época de finales de los años veinte, donde ya se atisbaban las nefastas consecuencias del nazismo, se observan en BR a través de ciertos detalles en sus decorados: una arquitectura megalómana, con las pirámides de la Tyrell Co. como máximo exponente, en cuya cúspide se encuentra el despacho de su máximo artífice, un espacio que conscientemente se diseñó con un “cierto aire neofascista” —como declaró Lawrence G. Paull, director de producción—. Un concepto refrendado por el propio Scott, al definir el mundo que había plasmado con términos como “patriarcal”, “machista” o “fascista” —como se puede observar en la entrevista que aparece en el libro de Sammon, Apéndice A—.

La repercusión en cuanto a la adopción de sus rascacielos neogóticos va mucho más allá de su propio carácter seminal en el seno del posterior cine futurista, puesto que al conocerse que en principio esa ciudad iba a ser una urbe imaginaria llamada Gotham… tenemos así que uno de los productos subsidiarios de BR lo encontramos en el diseño artístico de los Batman que Tim Burton llevaría a la gran pantalla a finales de los ochenta y principios de los noventa. Una de tantas referencias y homenajes que se han ido observando hasta nuestros días. Aunque, de entre todas, destacar aquella que se realizó en el episodio diecinueve de la cuarta temporada de Fringe (Al límite) (Fringe, J.J. Abrams & Alex Kurtzman & Roberto Orci, 2008-…), titulado Letters of Transit, y que, entre otras cosas, clona la forma en la que se presenta la historia en BR. Si destacamos esta serie es por haber puesto de actualidad ese concepto ya mencionado sobre la siniestra labor de las corporaciones empresariales en la sociedad actual, elemento indispensable en la obra sci-fi de Ridley Scott.

¿30 años apartado de la ciencia-ficción?

La vigencia artística de un film como BR es indudable. Mucho más si se tiene en cuenta que en el momento de su estreno fue una película vapuleada de forma general tanto por la crítica —salvo honrosas y visionarias excepciones, entre las que podemos destacar en España la de José María Latorre (Dirigido por, nº. 97, octubre 1982)— como por el público. Su recuperación una década después —tras los exitosos pases en varios cines de San Francisco— inició un proceso de mitificación del film, movimiento alentado por el propio Ridley Scott y sus sucesivos proyectos de montaje.

Y es que a día de hoy se conocen hasta ocho versiones de BR: copias de trabajo, copias provisionales, esporádicos montajes emitidos una sola vez por televisión, montajes del director, montajes finales, montajes definitivos, etc. ¿Cuánto BR existen? La verdad es que tantos como versiones diferentes se puedan encontrar, pues parece mentira que un solo film pueda variar tan radicalmente su significado al añadir o eliminar una voz en over, agregar o excluir un escueto plano sobre la cabalgada de un unicornio, o escoger entre un final y otro. La ambigüedad que mostraba en sus relatos Philip K. Dick parece haber poseído a este hijo suyo —alternativamente repudiado y querido por el autor hasta el momento de su repentina muerte, pocos meses antes del estreno del film—. Pero lo más importante es que, con cada nuevo montaje, Ridley Scott ha conseguido —consciente o inconscientemente— reflejar cada vez más certeramente la conciencia colectiva de cada década que ha seguido al estreno de la película allá por 1982.

La vigencia de BR como relato de anticipación puede que quede en entredicho a cada año que pasa, pues, a pocos años de la llegada de ese 2019 en el que se desarrolla la acción de la película, el mundo en poco o nada se parece estéticamente a lo aparecido en pantalla. Además, en 1982 se podían barajar como un futuro posible la aparición de coches voladores, las réplicas humanas, la criogenización o los viajes interestelares. Pero, sin embargo, la potencia de su denuncia no ha perdido ni un ápice de peso. Más bien al contrario, pues los avances técnico-científicos han configurado una nueva mentalidad que, a un mismo tiempo, responde y completa las cuestiones fundamentales expuestas en el argumento de BR.

Tomemos como ejemplo una conferencia dada en el año 2000 por Robert Alexy, el que quizás sea el representante de la filosofía del derecho alemán más influyente de las últimas décadas. En ella, su disertación versó en torno a un personaje que, a priori, parece poco dado a aparecer en un evento de dicho calado intelectual y técnico: Data, el entrañable androide de la serie Star Trek: La nueva generación (Star Trek: The Next Generation, Gene Roddenberry, 1987-1994), interpretado por Brent Spiner. La magnitud de sus conclusiones dio pie a Alfonso García Figueroa a realizar algunos años más tarde el estudio titulado Star Trek y los derechos humanos (Tirant lo Blanch, Valencia, 2007), donde este autor no sólo reflexionaba en general sobre el género de la ciencia-ficción, sino que además ampliaba parte de las conclusiones de su maestro. A saber: que los llamados derechos humanos no son sólo privativos de los humanos, sino también de todos aquellos seres con cualidades humanas, por lo que debería pasarse a hablar mejor de derechos de las personas. Esta nueva categoría resultaría ser más amplia, abarcando no sólo a seres humanos, sino también a animales, objetos —el androide antes mencionado— o, incluso, seres extraterrestres —como el señor Spock (Leonard Nimoy), personaje también aludido en el estudio—, pues todos ellos son dignos de contener personalidad, sentimientos y autoconsciencia. Al igual que cualquier humano.

Este cambio en la actual conciencia colectiva refleja aspectos positivos en cuanto a la tolerancia para con otros seres, rebajando el estatus que nos hemos autoaplicado los seres humanos. Debido a ello, con cada nuevo montaje de su película —y, por lo tanto, con cada nueva interpretación de su argumento, derivado de los sucesivos cambios, retoques y añadidos—, Ridley Scott ha ido reflejando estas incorporaciones a la mentalidad de nuestra civilización, potenciando el mensaje final de su obra. Con cada muerte de Roy Batty el ser humano se ha ido acercando cada vez más a su verdadera esencia.

Sólo así podemos llegar a afirmar que no sólo es una falacia que Ridley Scott no haya hecho nada relacionado con la ciencia-ficción en los últimos treinta años, sino que el realizador británico jamás ha permanecido ajeno a este mundo. Su atención ha estado siempre puesta sobre este género, atendiendo a sus variaciones y progresos para, con cada nuevo montaje de su fundamental BR, mostrarnos que su film posee el carácter inmortal de las obras que tienen la capacidad de adaptarse a las mentalidades de los tiempos venideros.