Buda. El gran viaje

El aprendizaje de la vida

La obra de Osamu Tezuka siempre ha estado atravesada por su preocupada visión de la condición humana. Tanto en sus trabajos en formato cortometraje como en su faceta de mangaka, Tezuka destacaba por abordar las relaciones entre el hombre, la Historia, el poder y la vida. Así, en obras como Cuadros de una exposición (Tenrankai no e, 1966) o Historias de una calle (Arumachkado no monogatari, 1962) describía breves episodios de la humanidad en los que el auge del poder —el fascismo, principalmente— determinaba el sentido y el destino de la vida. A través de pequeños detalles, como los carteles y anuncios de una calle o los arquetipos y clichés de la sociedad reunidos en las salas de un museo, Tezuka narraba la colonización de la violencia, el afán de dominio y de subordinación de una parte de la humanidad sobre la otra, y la forma en que la vida aceptaba resignada su evolución.

Tras su muerte, el anime no ha dejado de revisar y preservar el legado de Tezuka. Cineastas como Katsuhiro Ôtomo y Rintaro se encargaron de reanimar Metrópolis (Metoroporisu, 2001), la epopeya íntima que aunaba, como si se tratasen de vasos comunicantes, la disección de los entresijos de la vida de Tezuka y el gusto por el colapso de la sociedad y la posibilidad del segundo origen de Ôtomo. Ahora es Kozo Morishita, veterano productor y animador, el encargado de llevar a la pantalla una narración-río tan desbordante como Buda, publicada entre 1972 y 1983. La enorme densidad de la historia hace de Buda. El gran viaje (Budda: Akai sabaku yo! Utsukushiku, 2011) el primer jalón de una futura trilogía. Así, en el cuerpo de la película convergen dos líneas temporales paralelas que, apenas unidas por un breve encuentro, explican el destino de los dos personajes del filme: Siddhartha y Chapra.

Uno de los elementos del relato épico consiste en la ambición de sus protagonistas por encontrar su lugar en el mundo e inscribir su identidad en las raíces de ese gran árbol de la Historia. Buda. El gran viaje se construye alrededor de la épica de dos pueblos enfrentados por el poder y la vanidad de la fuerza. Kosala y Shakya, reinos de la India, pugnan con violencia entre ellos mientras descuidan —y alimentan— las desigualdades de sus sociedades basadas en castas y jerarquías. Las vidas minúsculas de las comunidades rurales son mostradas desde la miseria y la subordinación a un régimen que pulveriza las libertades y los derechos de sus súbditos. De tal manera que las instantáneas de esas agrupaciones de marginados y enfermos son dibujadas como si se tratasen de muertos vivientes que contrastan con la fuerza y opulencia de las clases dirigentes.

El contraste entre las dos líneas narrativas es uno de los mecanismos que utiliza Buda para desarrollar su reflexión. A partir de su protagonista inicial, Chapra, un niño plebeyo que malvive en las zonas pobres de Kosala, el filme despliega el lazo entre la vida y nuestro instinto de supervivencia. Así, Chapra salva la vida de su madre esclava y acepta borrar su identidad, convirtiéndose en hijo del General, para alcanzar un estatus social que en el futuro le permita retomar una vida con su madre que su condición le impide. A través de este fragmento breve del filme, Buda introduce dos conceptos que tendrán un papel importante en la narración: la piedad y el sacrificio. La piedad —infantil e inocente— de Chapra le conduce a salvar la vida del violento general Budai, cuyo afán expansionista le lleva a destruir pueblos a su paso, y a aceptar el sacrificio (de una identidad, de sí mismo) como único camino para preservar la integridad de su familia.

En el otro extremo, el Rey de Shakya conoce a su primogénito, Siddhartha, cuya especial sensibilidad choca una y otra vez con todos los preceptos de la educación de aquellos tiempos: iniciación a las artes marciales, visión clasista de la sociedad y necesidad de establecer nuestra identidad como reino a partir de la fuerza. Aunque su origen sea el palacio del reino, Siddhartha, como Chapra, pertenece al eslabón más débil de la sociedad. De ahí que el filme trate con especial dureza su aprendizaje emocional, que contiene el rechazo paterno al amor que su hijo tiene por una plebeya —que terminará torturada y cegada por un hierro ardiente— y la obligación de ir a la guerra como único camino para la vida de un príncipe. Así, mientras Chapra abraza una vida violenta para salvar de la muerte aquello que más quiere (la madre que le recuerda un origen que el poder y la fuerza no pueden borrar), Siddhartha se ve abocado a ella como elemento para preservar sus raíces.

Fiel al espíritu de Tezuka, Buda conecta a sus dos protagonistas a través de esos primeros rasgos que cuajarán en la doctrina budista: la búsqueda de un camino de la vida y el nacimiento de una serie de emociones morales que definen a la condición humana. Insertos en un mundo de terror y poder, sus personajes luchan por no perder la esencia de lo que entendemos por vida. A su manera, esta primera parte de la trilogía es un aprendizaje del dolor, la aceptación de que existen fuerzas incontrolables en la naturaleza humana que constantemente ponen en peligro las pequeñas cosas, las emociones más delicadas, que dibujan nuestro entorno más familiar. La angustia de Siddhartha, que observa cómo el mundo se resquebraja y se convierte en un campo de cadáveres y destrucción, se complementa con la angustia de Chapra, cuyo aprendizaje en la violencia parece alejarle cada vez más de aquella madre a la que nunca se resignó a perder y a la que solo podrá volver sacrificándose a sí mismo.

El primer episodio de Buda concluye durante la calma después de la batalla. Ante el horror de los muertos, Siddhartha busca ese refugio interior cuyo poder se extienda a todas las capas de la sociedad. Tras observar la capacidad destructora de la condición humana, resulta necesario elegir un camino que restablezca un equilibrio; que construya un dique en el cual la piedad y la conmiseración tengan su lugar en el mundo. Ante el dolor de los demás, Siddhartha realiza su primera oración y emprende un nuevo rumbo en busca de ese origen espiritual del que también nace la esencia del hombre. La imagen del inmenso árbol cuyas raíces sobresalen de la tierra nos recuerda la importancia de esa otra vida, minúscula y silenciosa como la de aquellas comunidades rurales, en cuyo seno se inscribe nuestra identidad emocional. Buda es, pues, el prólogo de esa búsqueda sin término: el aprendizaje de la vida.