El largo camino hacia una película
Terence Davies (Liverpool, 1945) es uno de esos cineastas que, con poco, supimos que sería muy importante. Sus primeras películas ─The Terence Davies Film Trilogy (Children, Madonna and Child, Death and Transfiguration) (1976-83), Voces distantes (Distant Voices, Still Lives, 1988), El largo día acaba (The Long Day Closes, 1992)─, que eran ya obras maestras, lo mostraron, por mucho que se empeñara cierta crítica perezosa, más cerca de un Erice o un Angelopulos que de cualquier director británico de su generación (Loach, Jarman, Greenaway, Leigh). Gracias al estreno en nuestro país de The Deep Blue Sea (2011), tuve la oportunidad de charlar con él no solo de su última película y la pieza de Terence Rattigan en la que se basa, sino también sobre las relaciones entre el cine y el teatro e, incluso, sobre las películas de otros, así como de dejarme sorprender por su memoria prodigiosa para los diálogos ajenos. De apariencia frágil e introvertida, una vez que Davies empieza a hablar su apocamiento se desvanece por completo. Y es que algo queda en él del aspirante a actor de sus primeros años. Genio y figura…
―The Deep Blue Sea es la primera de sus películas adaptada de una obra de teatro. Antes había utilizado novelas, en The Neon Bible (1992) y La casa de la alegría (House of Mirth, 2000), como punto de partida, pero jamás teatro, ¿cómo ha sido la experiencia?
―Adaptar un material ajeno, da igual que sea teatro o una novela, es, evidentemente, muy distinto a escribir tu propio guión… Un guión original en el que uno mismo es quien decide por dónde quiere ir, o a dónde quiere llegar. En el otro caso, y efectivamente esta es la primera vez que trabajo con una obra de teatro, esa es la fuente original y uno trata, sobre todo, de capturar su esencia. Se trata de traducirla en términos cinematográficos, es decir, hay que darle una forma totalmente distinta a cómo está concebida. Hay cosas de las que uno debe prescindir ─no puedes dejarlo todo, claro─, sobre todo cuando uno filma una novela. Hay que eliminar cosas… En La casa de la alegría, por ejemplo, hay un personaje, Bertha Dorset: si le hubiésemos dado toda la importancia, todo el desarrollo, que tiene en la novela, la película se habría ido por encima de las tres horas. Quiero decir, eso no es necesario: uno ha de extraer los aspectos que más le interesan y trabajar partiendo de esos fragmentos, que, a menudo, son de hecho pequeños trozos. El problema con una obra de teatro es que esta es un espectáculo basado principalmente en la palabra. Y, lo que tiene el cine, es que cuando uno muestra algo, con la imagen, entonces ya no necesitamos que alguien nos lo vuelva a contar todo, esta vez mediante las palabras. Todo el primer acto de The Deep Blue Sea no está en la película…
―Sí, básicamente, el primer acto de la obra de Rattigan no es más que una introducción de carácter informativo para que el público conozca a los personajes, sepa de dónde viene, lo que les ha sucedido, etc. Nada de eso es representado en escena sino que se nos cuenta. No hay acción, solo un recitado…
―Es verdad. Es Mrs. Elton quien nos lo cuenta todo. Y, ¿dónde está el interés de esto? Lo interesante es mostrar esa misma historia desde el punto de vista de Hester, si lo que queremos es poder comprender su drama, su situación. También, desde luego, se trata de convertir una determinada convención teatral, por ejemplo, en algo más real, más verdadero. Terence Rattigan jamás, ni por asomo, vivió en una casa de huéspedes. No lo hizo. Él fue un hombre de gran éxito que provenía de una familia muy rica y, francamente, la descripción de ese ambiente en la obra es bastante pobre. No tenía ni la más remota idea de cómo vivía la gente corriente, la gente de la calle. Ni idea. Sin embargo, lo que sí conocía, y eso es algo muy importante en su obra, es cómo era la gente de la clase alta. Él conoce muy bien esa clase y sabe lo que alguien perteneciente a ella, en este caso una mujer, hubiese hecho o no, en aquel tiempo. Lo que hace Hester, miembro de la alta burguesía, dejar a su marido, no lo habría hecho ninguna mujer de su clase. ¿Una mujer de clase baja? Tampoco; no hubiera tenido la independencia económica y sí muchos hijos que la ataran aún más a su esposo. Por eso el drama de Hester es tan fuerte: ella hace algo absolutamente impensable, muy bohemio: abandonar a su marido por una pasión sexual enorme, a la misma vez que descubre el verdadero amor de su vida. A cambio de eso, ella está dispuesta a arriesgar todo lo que tiene en la vida: posición, dinero, etc. Ese drama es lo que hay que extraer del texto. En él, hay párrafos de excelente literatura, a ratos; y también, en otros, de forma un tanto expositiva, se nos cuenta lo que está sucediendo. Si filmásemos todo, la película se convertiría en la grabación de una serie de sucesos narrados verbalmente, no tendría una forma estrictamente cinematográfica. Es algo muy sencillo. En la obra, por ejemplo, ¡tarda una vida en encender el gas! Al principio no se decide a hacerlo, le fallan las fuerzas… La escena se alarga en busca de un suspense: ¿lo hará o no lo hará? Pero si uno la alarga más y más, al final ésta acaba por no funcionar. No se me ocurre peor forma de ponerla en escena. Simplemente no funcionaría. Basta con un fundido y verlo ya encendido. Basta con transformarlo en una metáfora sin caer en un presunto realismo, forzado y barato. Ese es el tipo de cosas que uno tiene que dejar fuera. Hay que trabajar el subtexto de las cosas… Si no, si nos contentamos con recoger el texto, recitado, ¿por qué molestarse en filmarlo siquiera? Solo hay dos obras, que yo conozca, que merecen ser filmadas de esa manera… La importancia de llamarse Ernesto (The Importance of Being Ernest, 1951), que tenía un reparto maravilloso, pero que no es una película en modo alguno…
―Eso que solemos denominar peyorativamente “teatro filmado”…
―Sí, en el peor de los sentidos… Y El hombre que vino a cenar (The Man Who Came to Dinner, 1942), que era estupenda, pero que no era más que la propia obra registrada en película cinematográfica. No era una película. Las interpretaciones en ambos casos eran fantásticas, resultan muy divertidas, pero en ninguna de las dos encontramos ni una sola idea brillante en términos cinematográficos, nada visual. Los diálogos son extraordinarios también… Ese es el motivo por el cual las ve uno, por eso y por los actores… Ahora bien, si uno es capaz de conseguir un resultado cinematográfico a partir de una obra de teatro, eso le permite ser más sutil, creo. Uno puede ser mucho más elíptico. Contar lo mismo con menos. Eso es, al menos, lo que yo he tratado de hacer. Me gusta también intentar crear siempre una cierta ambigüedad, que las cosas puedan ser vistas de dos sentidos… Nunca más, porque si no, de otro modo, acabarían por resultar incomprensibles. Esa cierta ambigüedad de las cosas hace que sea impredecible, desde el punto de vista lógico, lo que va a suceder después, que uno no pueda decir: “Esto es lo que va a suceder ahora”. No, en mi caso, más que una lógica dramática, lo que busco es una emoción, que es lo que guía mis películas. Creo que eso resulta mucho más interesante. Volviendo a la obra de Rattigan, no sé si habrás caído alguna vez en ello, pero ¿cómo es que Mrs. Elton lo sabe todo? ¿Quién se lo ha contado? Hester jamás lo habría hecho. Así que, además de toda esa información hablada que se le da al espectador, en el primer acto hay algo que no concuerda, una falta de coherencia interna. Eso, por no hablar de que su forma de actuar [de Mrs. Elton] no concuerda con la de ninguna casera de aquella época. Lo sé bien, una de mis hermanas vivía en una pensión y es por tanto conozco bien el asunto. Ella le dice, en la obra, a Hester: «Me debe el alquiler de dos meses pero es usted mi huésped favorita, así qué no importa…» Y uno piensa: “¡Qué demonios, eso no habría sucedido jamás!”. Ella le diría algo así como «págueme mi dinero o lárguese». De modo que son ese tipo de cosas las que hay cambiar… El personaje de Mrs. Elton es un puro cliché. ¿De dónde saca toda esa información? La saca de Terence Rattigan, y no de ninguno de los personajes. Así que, al contrario que él, yo cuento la historia desde el punto de vista de Hester, lo que, además, simplifica muchísimo las cosas. No podemos dejar ninguna escena en la que ella no aparezca. No podemos. En mi opinión eso hace que la historia sea mucho más interesante para el espectador.
―¿Qué es lo que le llevó a elegir precisamente esta y no otra de las obras de Rattigan? La mayoría ─The Winslow Boy, The Browning Version, Separate Tables─ ya han sido filmadas, también ésta… ¿Qué le atraía de ella?
―Cuando me puse en contacto con las personas que gestionan los derechos de las obras de Rattigan, les dije que no quería hacer The Browning Version, porque creo que la adaptación que hizo Asquith de ella es sensacional, maravillosa. Y lo mismo ocurre con Separate Tables: la versión de 1959 es realmente buena. Como lo es también la interpretación de Burt Lancaster… ¡Estupenda! Les dije, “si hiciera cualquiera de las dos, no dejaría ni un minuto de pensar en las películas”. En el caso de The Winslow Boy, en cambio, no creo que funcione ni siquiera como obra de teatro. Lo más interesante de todo lo que cuenta sería, sin duda, el juicio, que es justo lo que no está en la obra. Precisamente es allí donde deberíamos estar: en el tribunal, en ningún otro lugar. Además de éstas, leí sus demás obras, y, al llegar a The Deep Blue Sea, pensé: “Estoy seguro de que podría hacer algo con ella”. Por eso la elegí finalmente. La primera vez que la leí, no estaba muy seguro: no tenía muy claro qué quería decir Rattigan con ella, cuál era el significado de su subtexto. La historia principal es obvia, pero, una vez me di cuenta de que realmente se trata de una historia de amor, de un amor no correspondido, en el caso de los tres personajes protagonista ─Hester, su marido William y Freddie Page─, todo fue mucho más fácil para mí. Por ejemplo, desde el principio no quise que ninguno de los tres fuesen personajes negativos: el malo de la historia, tampoco exactamente víctimas, desde luego. En la obra, el personaje del marido es muy desagradable, aburrido y estúpido, siempre dispuesto a montar una escena por la mayor tontería que a uno se le pueda ocurrir. Quise cambiar eso. Lo que nos preocupa es el motivo por el cual ella es capaz de hacer lo que hace, y aquello que no tenga que ver con ello, pues, simplemente, no tiene cabida en mi película. Uno tiene que llegar a comprender porqué ella llega a eso, suicidarse, a causa de ese amor desconocido y extraordinario. Eso es lo que verdaderamente me interesaba del texto: ser capaz de explicarlo a través de las imágenes. La verdad es la gente encargada de los derechos se portó estupendamente con nosotros. Me dijeron: “Haz a Rattigan como te de la gana”. Y así lo hice.
―¿Ha visto la adaptación de la obra que hizo Anatole Litvak en 1955 con Vivien Leigh?
―Es realmente insoportable. Muy mala…
―Sí, el tono es tan solemne, tan dramático que acaba pareciendo una parodia. Tampoco entiendo muy bien la decisión de filmarla en Scope, porque, en vez de crear una atmósfera adecuada, de favorecer el drama interior, digamos, de Hester, parece convertirlo todo en un gran espectáculo, vacío y excesivo…
―Estoy totalmente de acuerdo, pero lo peor, para mí, es que filma la obra tal cual. No se molesta en adaptarla, en buscarle una traducción visual. Tenemos ese interior de casa pequeña, en la obra, me refiero, de la pensión, que en la película es gigantesca, casi un palacio… ¿Y el formato panorámico, qué sentido tiene? ¡Es una película realmente horrible!
―Ya que se refiere a la ambientación, muy elaborada, en cambio, en su versión, para capturar la esencia de la Inglaterra de los años 50, sobre todo estéticamente, ¿cómo ha trabajado la película? Me refiero, ¿se ha basado mucho en sus propios recuerdos?
―Bueno, yo crecí en los años 50, de modo que sé cómo eran, claro. No solo cómo eran sino su look, su estética. Sé cómo eran esas casas de huéspedes. Nada de dos habitaciones, uno tenía solo una que ni siquiera tenía baño individual. La iluminación no era eléctrica sino de gas… Así que, en efecto, sé muy bien cómo eran las cosas entonces, es un mundo que conozco de primera mano. Una de mis hermanas, al casarse, se fue a vivir a una casa así. Los muebles eran de principios de siglo, totalmente ennegrecidos. Era deprimente, todo de un tono grisáceo. ¡Qué horror! En fin, sé muy bien de lo que me hablo… Por ejemplo, he utilizado muchos elementos de la cultura popular de la época: los shows radiofónicos, las canciones de entonces, la gente cantándolas en los pubs… ¡Me crié con todas esas cosas alrededor! Por supuesto que entonces yo aún era muy joven para ir a los pubs, no me hubiesen dejado entrar, pero da igual, las conozco. Sé cómo eran, y juegan un papel importante para capturar el espíritu de la época. No espero que el público español vaya a saber que, cuando encendías entonces la radio, la BBC tenía tres programas distintos: The Home Service, The Light Programme y The Third Programme. The Home Service eran noticias y charlas. The Light Programme, música ligera y dramas radiofónicos para la clase media. Y, The Third Program, era sobre todo, música clásica, para un público bastante más intelectual. Uno puede no conocer eso, no saber nada al respecto, pero, no importa, le da veracidad al conjunto, una cierta atmósfera. Volviendo a la versión de 1955, en ella este tipo de cosas no parecen importar en absoluto. Dan exactamente lo mismo. Vivien Leigh se pasa la película llorando a moco tendido mientras Kenneth More sube y baja las escaleras, entrando y saliendo de la habitación… ¡No hay nada en la película que resulte ni siquiera un poquito interesante!
―En ese mismo sentido, de enraizar el drama, de hacerlo creíble, funcionan algunas secuencias cotidianas como la del pub…
―Esa es una escena que me he sacado de la manga, no estaba en la obra original. Quise que, en el pub, los dos amigos se burlasen de sus oficiales, de su forma de comportarse: son tan engreídos, tan presumidos, y todos ellos hablan así (fingiendo un acento afectado)… ¡Eran realmente así! Con esa forma de hablar como si tuvieran el labio paralizado… Lo normal sería ridiculizarlos, deliberadamente, así que, aunque nada de eso está en Rattigan, creo que esa escena funciona muy bien, le añade veracidad al conjunto. Freddie Page y su amigo lucharon juntos en la R.A.F., allí compartieron un montón de cosas, y lo normal es que bromeen juntos. Todos los amigos lo hacen, ¿no? Así que es absolutamente normal que ellos también lo hagan. Les humaniza, haciendo que los encontremos encantadores. Uno se da cuenta de que, en esencia, son buenos chicos… Lo que le pasa a Freddie es que no es capaz de dirigir su vida. Jackie Jackson, en cambio, sí lo es, y uno sabe que su vida con Elizabeth será feliz. Yo sé que ambos serán felices juntos. Se quieren y él ―algo que Freddie no ha sido capaz de hacer― ha dejado atrás la guerra. Ha podido olvidarla. Esa es la gran diferencia entre los dos.
―La escena, su ambientación, como la de muchas otras, parece sacada de algún clásico británico de finales de los 40 o de los 50, no sé, ¿ha utilizado algunas películas de la época como referentes visuales? Hay una plano, por ejemplo, en el que la cara de una mujer es oscurecida por la sombra de un tren que pasa, y, al verla, no pude evitar pensar: “¡Eso es Breve encuentro!”…
―Y tienes razón, porque de ahí es de donde lo tomé prestado… (Risas) En cualquier caso, no es tanto el que haya utilizado referentes directos como el que, a nivel inconsciente, esas imágenes están ya dentro de nosotros, son parte de nuestro subconsciente. Los planos que abren y cierran el film están “robados” de Siempre tú y yo (Young at Heart, 1954), una película que vi cuando tenía once años y, claro, me enamoré instantáneamente de Doris Day. La verdad es que robo bastante. Sí, señor, sí que lo hago… No puedo evitarlo. Es imposible no hacerlo porque, aunque la memoria visual de uno parezca en determinado momento no estar alerta, al final es algo inconsciente, no es premeditado. Y, bueno, la verdad es que robo a menudo, aunque no quiera hacerlo. Siempre me ha gustado Breve encuentro ─¡me emociona tanto el final!─, pero hay cosas en ella que me parecen muy falsas: los acentos, por ejemplo. Creo que la película es realmente emocionante, sobre todo la escena final, pero, de repente, te encuentras a Dolly Messiter diciendo cosas como: «Estuve de compras hasta que ya no me tenía en pie» (Imitándola) ¡Qué estúpida! ¡Te dan ganas de darle un puñetazo en la cara! (Se ríe) O «Después de todo, cada uno tiene sus propias reglas, ¿no es cierto?» ¡Vete a la mierda! Los niños son también odiosos, ¿verdad? Y, sin embargo, el aspecto visual de la película es maravilloso. Es sensacional, de verás. Algo en lo que Coward es insuperable es en cómo trabaja los detalles. Los trenes, por ejemplo, saliendo de la estación a las dos y siete minutos o a y veintiuno… Esa precisión es magnífica, muy hermosa. Y es auténtica, de verdad que lo es. Coward tenía un don para este tipo de cosas. Algunas partes del diálogo, bueno, cuando uno las escucha hoy, piensa: “¡Dios mío!”… Resultan un poco anticuadas. Y, aún así, la película consigue seguir resultando muy emocionante. Lean logra emocionarnos por cómo la filma, a pesar de todo ese diálogo afectado. Hay una escena estupenda, al principio, cuando Trevor Howard está hablando de enfermedades respiratorias, y la cámara se acerca en un travelling a ella, que dice: «¿Qué es lo que son?» (Imitándola). ¡Oh, se te rompe el corazón! ¡Ella está tan enamorada! O, al final… Jamás puedo evitar llorar cuando él le dice: «Gracias por volver a mí». ¡Sublime!
―Hablando de diálogos, hay una frase en la película que me parece que, de alguna manera, la define bastante bien. Hester dice, refiriéndose a su situación, que “quizás sea triste, pero en ningún caso Sófocles”…
―Verás, estoy muy orgulloso de esa frase. Es una de mis favoritas de la película. Me emociona que te guste…
―¿Y no tiene algo que ver con el hecho de que, frente a la obra de Rattigan, o la versión de Litvak, que subrayan el lado trágico de la historia, usted la aborde de una forma más controlada, triste, sí, pero en ningún caso una tragedia…?
―Sinceramente creo que así resulta mucho más interesante. No tiene color. Cualquier drama, cuanto menos forzado, mejor. Te pondré un ejemplo. ¿Has visto una película que se titula Víctima (Victim, 1961)…?
─Sí, el protagonista, interpretado por Dirk Bogarde, un homosexual casado que lleva una doble vida, es extorsionado por un chantajista que tiene unas fotos de él con su amante…
―Exactamente. Es una película muy importante porque trata la homosexualidad desde un punto de vista sorprendente para la época, 1960, antes de que cambiasen las leyes. De hecho, fue la primera película inglesa en la que se utilizó la palabra “homosexual”. Una película estupenda. La interpretación de Bogarde, muy contenida, es perfecta. Cómo logra expresar sentimientos muy profundos, como el dolor, cuando ve por primera vez las fotos, solo con su cara. ¡Absolutamente maravilloso! Al final del film, una vez más un gran ejemplo de underplay, Farr, el protagonista, llama a su secretario y le dice: «William, creo que hay algo que debo contarte», y le enseña la fotografía. Y William le responde, «No hay nada en esta fotografía que resulte comprometedor o que sea un crimen». «Lo sé, William ─le dice él─, pero pensé que, al menos, habría algo que querrías preguntarme…» Y William contesta: «He trabajado para usted durante diez años, Sr. Farr, y siempre he creído en su forma de ser, no veo porqué voy a tener que dudar de ella ahora». Y Farr le dice, emocionado: «Gracias, William». ¡Se te rompe el corazón! Y lo hace, precisamente, por la forma contenida en la que la interpretan ambos, por la manera controlada, sutil en la que está filmada la escena (y el resto de la película). No se me ocurre mejor ejemplo de lo que has dicho. Me gusta llevar a mis actores por ese camino y creo que, a menudo, este tipo de interpretación más contenida resulta mucho más eficaz emocionalmente de cara al espectador, a que se identifique con los personajes.
─Bueno, no solo se trata de underplay sino también, como ha mencionado antes, de que los actores trabajen con el subtexto. Un buen ejemplo de esto sería la escena del té con la madre de William…
―Bueno, es una de mis favoritas. La escena del té tampoco está en la obra de Rattigan. Con ella quería mostrar el tipo de ambiente del que proviene William [Collyer]. Él es un hombre de cincuenta años que sigue llamando “mamá” a su madre. Y, cuando está con ella, se comporta como un niño. Simon [Russell Beale] captura eso estupendamente. Cosas como «¿Puedo tomar otro trozo de pastel, mamá?». O, cuando en la cena, la madre, que está siendo muy maleducada con Hester, le dice: «Eso es casi un insulto». Y él, tratando de defenderla, le contesta «Estoy seguro de que Hester no quiso ser grosera, mamá», en vez de decirle «¿Por qué le hablas así a mi mujer?». Nada de eso está en la obra y, de verdad, para mí fue un auténtico placer escribir todas y cada una de esas escenas. Me divirtió mucho hacerlo. Barbara Jefford está maravillosa interpretando el papel de la madre, y, en la escena del té, está genial: «¡Oh!, ¿le pones primero la leche?». ¡Vaya bruja! ¿Cómo se puede ser tan anticuada? ¡Qué horror! La verdad es que no solo ella, Rachel [Weisz], Tom [Hiddleston], Simon…, todos están estupendos. Me siento muy orgulloso de haber podido trabajar con todos y cada uno de ellos. En cierta ocasión, recuerdo que Rachel me dijo: “Sé que puedo llegar a ser muy pesada”. Yo le contesté, “No sabes lo que dices, no te imaginas lo agradecido que estoy por poder trabajar contigo. Me siento realmente orgulloso de tu trabajo”. Ella ha hecho un papel extraordinario, arriesgando mucho…
―En mi opinión, este es el papel que más le ha exigido de cuantos la he visto interpretar. ¿Cómo llegó a ella para hacer de Hester? ¿La había visto en alguna película?
―No, no, que va. No voy nunca al cine… No la había visto en ninguna película, pero cuando llegué a ella y le mandé el guión, le dije: “Sin ti no hay película. No puedo imaginarme ya a ninguna otra actriz haciendo de Hester”. Y, afortunadamente, aceptó. Yo también creo que está absolutamente estupenda en la película. Ha sido un verdadero placer trabajar a su lado. Una experiencia maravillosa.
―En otra réplica fabulosa, ella le dice, a alguien que, viéndola tan afectada, tan desesperada, le pregunta que qué es lo que le ha pasado, le dice: «El amor, solo eso». El amor como arma de destrucción masiva; ¿tiene esto algo que ver con su propia visión del amor?
―No, en absoluto. No tiene nada que ver. Creo que el amor es algo en lo que, a menudo, uno no se puede fiar del todo, desde luego, pero lo que Hester encuentra al final del camino es el verdadero amor. El amor verdadero es cuando uno mira a los ojos al otro y sabe si es o no feliz con él. Y, si no lo es, pues se acabó. No hay más. Creo que lo que ella es capaz de hacer, por amor, es algo heroico. Y demuestra una gran valentía de su parte. En el amor nunca hay una garantía de nada. ¡Jamás! Uno simplemente se arriesga. Por eso, creo que es el sentimiento ─humano, porque somos la única especie en sentirlo─, más extraordinario de todos. Podemos decirle a alguien, que no necesariamente ha de pertenecer a nuestra familia, a nuestro círculo más cercano: “Te quiero”. Y esto no significa que tenga que haber algo sexual detrás, es solo amor, cariño o como queramos llamarlo… Es algo extraordinario. Realmente emocionante. Es lo más admirable que posé el ser humano. Claro que puede resultar muy destructivo, por supuesto, muy hiriente, a veces, pero también enormemente ennoblecedor. En cuanto uno se da cuenta de que quiere a alguien, de que lo quiere de verdad, ese amor le hace ser desinteresado, generoso. Con esto no quiero decir, claro, que no exista un amor posesivo. Por supuesto que no. Pero, desde luego, creo en el poder enaltecedor del amor. La primera vez que yo lo experimenté fue cuando murió mi madre. Ella es el amor de mi vida. La última vez que la vi, estaba muriéndose. A pesar de que estaba maravillosa, yo sabía que no le quedaba mucho. La cogí la mano, le dije lo mucho que la quería, y ella me contestó lo mismo, y, entonces, pensé que daría cualquier cosa con tal de no perderla. Hubiese dado cualquier cosa por alargar su vida solo un minuto más. Y me dije: “No, eso es muy egoísta de mi parte, porque ella quiere morir, ahora”. Lo vi en sus ojos. Y pensé que mis sentimientos eran lo de menos. Ella deseaba morir. Esa fue realmente la primera ocasión en la que experimenté un amor verdaderamente profundo. Claro que cada día me digo lo mucho que la echo de menos, que pienso en lo mucho que la quise, que me lo repito, pero, aún así, creo que no se lo dije a ella tanto como debí hacerlo. Por supuesto que fue muy duro para mí recoger todas sus cosas, cuando murió… pero me enseñó un montón sobre mí, sobre la vida, sobre el amor.
─Para terminar, he visto en IMDB y en varias revistas que ya estás preparando una nueva película, Sunset Song, con Peter Mullan, ¿puedes contarme algo sobre el proyecto?
―Bueno, estoy preparando dos películas a la vez: una, que es a la que te refieres, Sunset Song, es una adaptación de la novela de Lewis Grassic Gibbon que llevaba queriendo hacer desde hace ya algún tiempo. Es un libro muy difícil de leer porque está escrito en Mid Northern, el dialecto del escocés que se habla en Aberdeen. Es una gran novela… Todo el mundo en Escocia la conoce, es algo así como un clásico escocés, pero, desgraciadamente, nadie más la conoce en ningún sitio. Ahora mismo estoy terminando de encontrar la financiación. De hecho, viajo esta misma semana al Festival de Toronto para reunirme con unos posibles co-productores… El otro proyecto en el que también estoy trabajando es un guión original sobre la vida de Emily Dickinson, que creo que es una de las mejores escritoras en lengua inglesa de todos los tiempos. En este momento estoy aún documentándome, leyendo varias biografías sobre ella y ese tipo de cosas. Junto a ella, a su lado, hay dos mujeres que jugaron un papel decisivo en su vida, Susan Gilbert, una antigua compañera de colegio que se casó con su hermano, y Lavinia, su hermana menor y confesora. He leído muchas, pero hay una anécdota acerca de ella que me resulta encantadora: un nuevo pastor se había instalado en Amherst, donde Emily vivía con su padre. Un día, en la iglesia, estaban todos rezando con la cabeza agachada menos Emily, y el párroco le preguntó: “¿No tienes miedo al infierno, Emily?” y ella le respondió: “Lo soportaré si es necesario, lo evitaré si puedo”. Y, apenas un instante más tarde, añadió: “No, nadie me obligará a temerlo”. ¡Fantástico! En cierta ocasión, en una comida, trató a una de las criadas de la familia de forma muy maleducada y su padre le dijo: “Has de pedirle disculpas. Ellos no son esclavos nuestros, son solo empleados”. Así que ella bajó a la cocina y le dijo a la chica que lo sentía mucho y que, por favor, la perdonase. Ella le responde: “No se preocupe, Miss Emily, no pasa nada, es que acabábamos de volver de la feria del pueblo y su pan se nos pasó un poquito en el horno”. Y Emily: “¡Ah, con que tenía razón…!” (Risas) La suya es una historia tan triste… Una gran historia.