Todos tenemos un plan

Desterrados de Oz

Hace ya muchos años que desde Latinoamérica se comenzó a renovar la literatura y la lengua española, con multitud de autores de diferentes países que nos mostraron, demostraron y enseñaron, y algunos tratamos de entender y aprender, que se podía hacer buena, excelente literatura, emparentada con aquellas corrientes y aquellos personajes señeros de mitad del siglo XX (muchos de ellos ignorados en nuestro propio país por circunstancias bien conocidas y razones obvias) que marcaban tendencia y han seguido influyendo inevitablemente, sin necesidad de perder un ápice de localismo; más aún, vertebrándolo dentro de cada historia convirtiéndolo en eterno punto de partida y referencia. Sin haber pertenecido a una decadente familia sureña recolectora de algodón, sin rondar los cafés del Barrio Latino fumando sin parar cigarrillos negros y sin habitar los estrechos círculos del hampa y la violencia de las grandes ciudades con rascacielos, pudimos comprobar que se podía escribir tan bien como Faulkner, hacer magnífica novela existencialista en castellano y articular los modos de la novela más negra hasta hacerlos propios.

Y ahora, de la misma manera, asistimos, en el plano cinematográfico, a una forma de narrar y rodar film noir que nada o poco tiene que ver con el escandinavo ni el surcoreano, tan en boga actualmente, y de la que son perfectas muestras El secreto de sus ojos (Juan José Campanella, 2009) y Carancho (Pablo Trapero, 2010). La premisa de Todos tenemos un plan (Ana Piterbarg, 2012) es sencilla: un hombre superado por las circunstancias de su penosa aunque cómoda existencia aprovecha la visita y muerte de su hermano gemelo para adoptar su equívoca y peligrosa identidad, y escapar así de su asfixiante mundo pequeñoburgués. A partir de aquí todo se complica y precipita en un pozo de miseria, corruptelas, violencia, traición y venganza.

El neoyorquino Viggo Mortensen compone dos personajes que bien podrían ser el mismo, porque además de rostro comparten esencialmente recuerdos de infancia, lecturas descarnadas y miedos respectivos. No es casual, por muchos y evidentes motivos, que ambos tengan idéntico ejemplar en rústica de la editorial Losada del conjunto de cuentos Los desterrados, escrito por el uruguayo Horacio Quiroga en 1926, autor que puso fin a su vida en un hospital bonaerense al saberse afectado de un cáncer de próstata. Y también es un cáncer, aunque quizá de pulmón, el que arrastra al gemelo hampón a la desesperación de una petición de eutanasia fraternal. Una vez asumida la identidad maldita, el superviviente empieza a descubrir el mundo hostil pero satisfactorio de la selva, con la precariedad de la vida (viviendo entre cuatro tablas y bebiendo ginebra y aguardiente casero, del mismo tipo que le quita la vida al exhombre y químico Rivet en el cuento de Quiroga), la austeridad de sentimientos (con una única mujer o niña de por medio para saciar varios, distintos apetitos) y la indiferencia de la naturaleza. También descubrirá la trama de secuestros express en la que andaba metido su hermano, cómplice y encubridor de los tejemanejes del padrino Adrián, sórdido compañero de juegos y pillerías de infancia, personaje impecablemente interpretado por Daniel Fanego.

Y este mismo personaje crucial es quien sospecha cada vez más que el hermano presente no es el hermano correcto, forzando la situación hasta arrastrar a todos los personajes, principalmente los cuatro que habitan esa misteriosa y nebulosa región en el delta de un río, hacia el límite de sus posibilidades. Y este mismo personaje es también quien los define a todos y delimita la dimensión de su tragedia, calificando a Rosa de basura, a Agustín de cagón, a su ahijado de pelotudo y a él mismo de rompeculos; y constatando que hay poco margen para el cambio.

Y como si los cuatro fueran en busca de su propio mago de Oz, cada cual tratará de remediar ese destino contra el que es muy difícil luchar; y acabarán descubriendo que todo, como las aguas del río en que se mueven, es irreversible; y que la única manera de rebelarse contra el destino pasa por la violencia y la muerte, también por la soledad.