Magic Mike

Músculos y emociones

No me hagan mucho caso. Me gustan todas las películas que he visto de Steven Soderbergh excepto Traffic (Alemania-EE.UU., 2000), sin ninguna duda la más popular de todas, la mejor valorada por la mayoría de la crítica y del público, y por la que ganó su Oscar como Mejor director. Así que cuando les digo que me gusta Magic Mike no me hagan mucho caso.

De lo que sí estoy seguro es que Soderbergh es un cineasta todavía poco atendido. Hay estilemas de su modo de construir cine y temas concretos de su universo que todavía no tienen su análisis. Es uno de esos juguetes rotos de la crítica cinematográfica, que le lanzó a un precipitado estrellato con su ópera prima Sexo, mentiras y cintas de vídeo (Sex, Lies, and Videotape; EE.UU, 1989) —Palma de Oro y Premio FIPRESCI en el Festival de Cannes— y que luego le abandonó a su suerte tras sospechar que quizá no era capaz de ofrecer una obra maestra cada dos años. Una ópera prima, por cierto, repleta de interés, pero que quizá fue recibida con excesivo entusiasmo. A pesar de lo que lean, pues, no dejen de ver su cine: Soderbergh nunca ha dejado de hacer buenas películas.

Si nos tomáramos el tiempo de realizar un análisis exhaustivo de los campos semánticos que dominan Magic Mike —básicamente, el relato de la vida de dos strippers—, no sería el del sexo, ni mucho menos, el dominante, en contra de lo que cabría esperar. De lo que más se habla, y de lo que verdaderamente trata el filme, es de dinero; de dinero y de cómo los sueños que se persiguen, en ocasiones, caminan en una dirección diferente a la comodidad material, a pesar de lo que creemos. Y es que este, el choque entre los sueños y el capital, es uno de los temas relevantes del cine de Soderbergh en el que todavía no se ha profundizado. Resulta sorprendente, por ejemplo, lo poco que se ha hablado al respecto de ello sobre Erin Brockovich, Contagio y The Girlfriend Experience (su mejor película, en mi opinión) cuando, en todos los casos, se trata de un tema crucial.

Mike (Channing Tatum) sueña con poder montar su propia empresa de muebles por encargo; le apasiona fabricar muebles, sería lo primero que haría por las mañanas si pudiera realmente elegir aquello que le hace feliz. Para poder seguir ese camino, lleva años ahorrando gracias al trabajo precario que realiza temporalmente en algunas obras como retejador y, sobre todo, actuando como stripper en el espectáculo que regenta Dallas (Matthew McConaughey). Se ha introducido en todas las rutinas de ese universo (sexo y dinero fácil, vida nocturna y desorganizada, drogas…) pero nunca ha abandonado su sueño. Cuando conoce a Adam (Alex Pettyfer) en la obra decide ayudarle a introducirse en el espectáculo para que pueda ganar algo de dinero, pero lo más relevante es que conoce a su hermana Brooke (Cody Horn), y se enamora de ella. Eso hará que definitivamente se plantee abandonar su estilo de vida.

Además de la opresión que el dinero ejerce sobre el ser humano, las películas de Soderbergh contienen una interesante reflexión sobre un tema que me apasiona singularmente: cómo lo excepcional habita en lo convencional y cómo lo convencional subyace siempre bajo lo extraordinario. Si uno conociera a Mike en su trabajo nocturno jamás pensaría que en realidad aquella no es su vida y que, probablemente, sería feliz en una casa cerca de la playa, con su esposa y con su perro, diseñando muebles por encargo. Hay primeros planos de Magic Mike, tanto de Mike como de Adam, donde se adivina en sus rostros esa dualidad convencionalidad/excepcionalidad que el cine de Soderbergh sintetiza magníficamente y que, sin duda, forma parte de nuestras vidas. Y esta es una de las razones por las que sus películas, y la que nos ocupa no es una excepción, suelen ofrecernos universos muy particulares, donde nada es completamente cotidiano pero todo nos resulta enormemente familiar. Sus filmes son siempre experiencias intensas, en las que transitamos por territorios que nos descubren algunas realidades. Son obras climáticas, atmosféricas, emocionales, sugerentes… para entenderlo es inmejorable la escena en casa de Dallas, mientras fuera se desencadena un terrible huracán del que tenemos noticia por doble vía (a través de las ventanas de la casa y de las imágenes de los monitores repartidos por las estancias), mientras todos disfrutan de la fiesta antes de que el maestro de ceremonias anuncie la ampliación y traslado del negocio desde Tampa a Miami, en lo que será el principio de una nueva etapa en las vidas de Mike y de Adam.

Hay varios aspectos en los que este filme de Soderbergh se queda corto, quizá porque uno espera siempre de él que haga la «película definitiva sobre» mientras él trata, creo, de hacer simples películas sobre seres frágiles como barquichuelas en medio de una tormenta en alta mar. Se queda corto, muy corto, a la hora de acercarnos al universo de las clientas de espectáculos de striptease, un tabú que seguirá siéndolo por el momento; y se queda corto en el acercamiento a la temática sexual, que hubiera otorgado al perfil de los personajes y al contexto emocional una textura aún más intensa y sin duda más apropiada al entorno que se describe. Pero se queda largo, como le ocurre casi siempre, en la duración de la película; Soderbergh suele componer «argumentos de cámara» a los que dota de «estructura sinfónica», quizá para adaptarse a la duración estándar comercial (90-100 minutos), lo que le lleva a complementar sus películas con no pocas escenas perfectamente prescindibles o, al menos, sintetizables en una sola. También me gustaría preguntarle por qué utiliza durante casi todo el filme un espantoso filtro amarillo porque, honestamente, soy incapaz de encontrar una explicación coherente.

A pesar de todo, creo que Magic Mike obtiene varios logros de relevancia: ofrecer un retrato creíble y poco esquemático del universo de los strippers masculinos; trascender la musculatura de los dos personajes protagonistas para hurgar más allá de la superficie de sus emociones; obligarnos a reflexionar sobre la naturaleza de nuestros sueños, y sobre la relación que puedan tener con lo puramente material; y, en fin, empujarnos a mirar las realidades que nos rodean más allá de sus apariencias.