Somos la noche

¡Qué bello es morir!

Los años 90, cuando los bombardeos en los Balcanes y los suburbios iraquíes no reverberaban en nuestras calles y la economía global subía como la espuma de una caña mal tirada, constituyeron una época dorada para los romanticismos. En concreto, el de la tradición alemana y el del forro de las carpetas de adolescentes se encontraron gracias a hitos como Drácula de Bram Stoker (Bram Stoker’s Dracula, Francis Ford Coppola, 1992) o Entrevista con el vampiro (Interview with the Vampire, Neil Jordan, 1994); incluso Jude Law se postuló como icono erótico en La sabiduría de los cocodrilos (The Wisdom of Crocodiles, Po-Chih Leong, 1998), encarnando un no-muerto que nunca podría sostenerle la mirada (ni otras cosas) a Robert Downey Jr. como lo hace su Dr. Watson en las recientes entregas de Sherlock Holmes. Desde una perspectiva cinematográfica, este movimiento hormonal representaba la conversión al mainstream del canon vampírico que Christopher Lee compuso para la Hammer, feliz reunión del Eros y el Thanatos en la figura del chupasangres.

Como aquella nación que soñó con reconducir el lenocinio de sus vías públicas hacia Eurovegas, en los tiempos que corren el morbo sexual se ve sustituido por otros constructos ad hoc menos primarios, en tanto responden a la complejidad inabarcable de un mundo que ya nunca abandonamos desde nuestros terminales. Por esta razón, que Somos la noche sea una película de vampiras que se gustan no debería llevar a nadie a engaño, ya que no se pretende alternativa a Lesbian Vampire Killers (Phil Claydon, 2009) y demás cult movies de temática similar. En cambio, desde su premisa argumental —una ratera entra en un círculo de vampiras después de despertar el interés de una de ellas— podríamos ubicar a sus personajes femeninos en esa «búsqueda de una imagen libre de sí mismos» que identificaba Diego Salgado a propósito de la infravalorada Sin Rastro (Gone, Heithor Dalia, 2012): no falta una conciencia independiente de los hombres «ruidosos, avariciosos y estúpidos», ni el desdén por causas enarboladas por estructuras de poder ajenas. Sin embargo, Dennis Gansel renuncia a soltar su mano paternal de la joven Lena, menos atribulada por su transformación que por sus sentimientos hacia un policía amenazado por sus nuevas amigas, y al acompañarla se embriaga del ambiente en que se desenvuelve la élite vampírica. La vulgaridad de algunas soluciones fílmicas de La Ola (Die Welle, 2009) degenera aquí en una puesta en escena con arrebatos ibicencos de música electrónica, fotografía Instagram y atajos narrativos que recorren una superficie árida en valores sin atreverse a arañarla.

Siendo sinceros, tampoco es necesario. El foco del director sobre sus personajes es tan intenso que arroja suficiente luz sobre el territorio enajenado que habitan, más inquietante que el bucólico Forks de Crepúsculo. Se trata, una vez más, de Europa, nuestra madre Europa. Cuna de demonios que atrapan la inocencia (Heartless, Philip Ridley, 2009), se reúnen para bailar el tango de Satán (Satantango, Béla Tarr, 1994) o se consumen a fuego lento en las sombras de su existencia (Biutiful, Alejandro González Iñárritu, 2009) mientras suspiran por un renacer de cartón-piedra (Intocable, Olivier Nakache y Eric Toledano, 2012); un oasis para los jóvenes puteros de Hostel y los muy reales vampiros de subvenciones como Uwe Boll o Woody Allen, quienes comparten con nuestros monumentos turísticos un lugar privilegiado en la decadencia. Gansel otorga también a sus criaturas un espacio reservado, sumándose a la reedición en boga del vampirismo —y por extensión, lo sobrenatural— que lo degrada de poder oculto a simplemente inoperante, aislado de las ruinas del mundo (exterior y sobre todo interior) en una ensoñación dionisíaca. Las inercias a las que sucumben los personajes en su hastío armonizan con un tratamiento de la violencia gratuito y rutinario, lejos de la fascinación habitual del subgénero; igualmente, la voluntad de poder que caracterizaba al no-muerto deviene simple abuso del mismo para fines más terrenales. Como ven, muy europeo.

Y lo son asimismo las contradicciones en que incurre la cinta tras dibujar el panorama descrito. En todo momento se palpa la necesidad de Gansel de redimir como sea a unos personajes que han perdido el tren de sus vidas, con el resultado de que la historia llega a ir varios pasos por detrás de las inferencias del espectador, espoleadas por las limitaciones de un cineasta poco sutil. Su eficacia como narrador, bien explotada en establecer vínculos de simpatía entre los personajes —uno de los paralelismos más allá del argumento con Jóvenes y Brujas (The Craft, Andrew Fleming, 1996)—, se revela insuficiente para apuntalar un happy ending cuando las propias dinámicas del filme no admiten otra aspiración que la de una muerte sin ignominia. De nuevo Gansel se muestra hábil constructor de entornos cerrados de los que luego no sabe escapar, y como hiciera al retratar la escuela nazi de Napola (2004), opta por la fanfarria estética para dignificar salidas falsas como el suicidio o la huida. En Somos la noche este recurso entronca con la senda abierta por Blade II (Guillermo del Toro, 2002) y, sobre todo, Thirst (2009), en la que Park Chan-wook solucionaba el galimatías existencial planteado en un bello clímax de destrucción. Por el contrario, el alemán vacila a la hora de echar todo a la hoguera, dando a su película el mismo cierre insatisfactorio por el que se hubieran inclinado cineastas peores.

Ahora que la crisis está despertando a muchos, el inframundo autista de Somos la noche podría haberse cerrado cual doncella de hierro sobre el resto de durmientes, nuestras caducas instituciones y sus exégetas a sueldo. Después del fracaso de la épica de Merkel, Dennis Gansel se conforma, como Hollande, con salvar al viejo continente mediante la lírica del vampiro. Será que la sangre en chupitos entra mejor.