El estilo Gangnam

El estilo Gangnam o la experiencia viral

Hay algo perturbador tras los bailes en masa. Las coreografías salidas de un megahit a ritmo de un soniquete embobador hacen que, por algunos momentos, un grupo de personas que se acaban de conocer, y que en apariencia no tienen nada en común, reaccionen al unísono, haciéndose cómplices los unos de los otros en su afán por crear una cierta uniformización, desterrándose las diferencias que individualizan a cada uno de sus miembros. Desde dentro, el baile adquiere lo calculado de una secuencia digna del Simon, ese juego electrónico de luces y sonidos que demostraba el prodigio memorístico del jugador, reproduciendo patrones de luces y sonidos a velocidades vertiginosas, aumentando la satisfacción del único participante a la vez que la serie se complicaba y aceleraba. Desde fuera, el observador del baile tiende inevitablemente al sonrojo, quizás una forma de compensar un aislamiento producto de la falta de integración en una muchedumbre que reproduce un código desconocido para él, un ritual de iniciación del que voluntariamente se ha autoexcluido.

Sería factible desarrollar una cronología sobre la vergüenza ajena relacionada con estas manifestaciones populares instaladas en la sociedad de consumo. Su cadencia, como en el Simon, reproduciría el mismo nivel de aceleración, denotando que cada vez con mayor frecuencia la sociedad reclama y se deja engatusar de estos productos de entretenimiento. Los que andamos cerca de las cuarenta castañas seguramente ubiquemos nuestras primeras turbaciones al traer a la memoria los aciagos días de María Jesús y su acordeón, renegando de cualquier tipo de relación con unos progenitores moviendo la colita al ritmo de Los pajaritos. Una cruel forma de desvirgar la inocencia. Poco imaginaba nuestro himen social lo que quedaba por llegar, con el incombustible Georgie Dann como máximo exponente, quien desde hace tres décadas no ceja en su empeño por poner notas de un color cada vez más chillón a los veranos peninsulares.

Han sido muchos los personajes públicos que se han desmelenado de esta manera, abandonándose a ritmos pegajosos para mostrar su desparpajo y su comunión con el populacho. Quién no recuerda a Bill Clinton durante los Juegos Olímpicos de Atlanta, moviendo sus caderas al son que marcaban Los del Río —y eso que entonces no sabíamos lo mucho que el menda las movía con su macarena particular, la becaria Lewinsky—. O la ingente cantidad de famosos que en su día secundaron a Coyote Dax y su No rompas mi corazón — celebrando el estilo texano con el que George W. Bush comenzaba a hacer bailar al resto del planeta— o al año siguiente con el Aserejé de Las Ketchup —condenado por las autoridades religiosas del Islam como “satánico”, un apelativo que poca gracia hizo a heavies y góticos—. Incluso la Familia Real española tuvo su momento de gloria a este respecto, con la infanta Elena bailando el Waka-waka en plenas celebraciones por el Mundial de fútbol obtenido en Sudáfrica, ignorante ella del baile que su cuñado iba a emprender por los juzgados o del que su padre iba a comenzar por los quirófanos —agotadas sus caderas de tanto meneíto, tras décadas de intensa actividad pélvica—.

El último en apuntarse a dicha moda ha sido el mismísimo Obama, quien se ha hecho eco muy tarde de un acontecimiento que supera lo global, afectando seriamente a miembros del deporte, la música o la política. Unos insignes… y otros no tanto: Novak Djokovic, Britney Spears o Ban Ki-moon ya han hecho las delicias de los programas de zapping. El presidente de los Estados Unidos, después de ver el vídeo de Psy Gangnam Style y en plena campaña electoral, le ha prometido a Michelle un baile privado. Quizás los asesores de Barak ha estimado que hacerlo en público le puede hacer aparecer como un friki, pasándose de frenada en su afán por hacer sentir al pueblo americano que él es como ellos. Del pueblo, con el pueblo y para el pueblo, pero sin caer en el ridículo. Una cosa es cantar temas de Marvin Gaye y otra es el baile del caballo. Esas cosas se hacen en secreto. Como hablar catalán en la intimidad.

El carácter latino de los ejemplos a los que hasta ahora estábamos acostumbrados expresaba el carácter jovial de una cultura mediterránea —acompañada de esas coloridas notas surgidas de lo criollo en el seno de la América Latina— como centro desde el cual se expandía la desinhibición, forjando en lo festivo una forma de celebración por la vida. Un renovado gusto por lo grecolatino, germen de la cultura occidental, donde se reactiva un necesario culto solar que nos vincula a los habitantes del siglo XXI con nuestros ancestros, con aquellos orígenes donde la luz y el calor del astro rey condicionaban la prosperidad y, con ello, la alegría. Psy ha quebrado la rutina del monopolio hispánico, instalando su éxito en la periferia del Extremo Oriente y en un idioma inédito para tal fenómeno, mutando los obsoletos ritmos rumberos, flamencos y caribeños hacia bases electrónicas, cadencias sampleadas y letras rapeadas, realizando una experiencia mucho más reconocible y asimilable en el seno de la globalización. En sí mismo, Psy es un producto exótico, pero no tanto si atendemos al contexto en el que se produce.

Detrás de la canción Gangnam Style se esconde una profunda crítica social que se remonta a los años noventa, donde el acceso al crédito fácil en Corea del Sur fue el resultado de una política institucional para fomentar el consumo y propiciar el rápido crecimiento de una economía imbuida en un contexto de profunda recesión. Así, cada surcoreano disponía de una media de cinco tarjetas de crédito hasta hace un par de años, situando el nivel de endeudamiento privado en torno al 155% —muy por encima del norteamericano, que llegó a alcanzar el 138% en los meses anteriores al comienzo de la recesión—. Esto supuso que la economía de Corea del Sur fuera, en apariencia, una de las más fuertes de Asia, dependiendo de las nuevas tecnologías para la creación de su riqueza. Todo ello propició la aparición de zonas residenciales de alto poder adquisitivo, la más famosa de las cuales fue la del barrio de Gangnam, cuyo índice de ostentación de la riqueza podía ser comparable con Beverly Hills, Manhattan o Miami Beach. Este contexto social, producto de diferentes burbujas —la crediticia, la bursátil, la inmobiliaria, la financiera, etc.—, trajo consigo la aparición de los nuevos ricos, una clase endogámica y con tendencias al esnobismo, automarginándose del resto de la sociedad para no contaminarse con aquellos elementos de consumo más populares, conservando así su estatus y sus marcas de identidad: suntuosidad, occidentalización, desprecio por los individuos de estratos inferiores, etc. La llegada de la crisis económica redujo el poder adquisitivo de estos sujetos, que han seguido soportando el mismo tren de vida a pesar de que sus cuentas corrientes no se lo permitían. El tema de Psy reproduce al mismo tiempo esta denuncia y las ínfulas de integración hacia un sistema social unitario, donde la sobredimensión monetaria adquiere tintes de exclusión, permaneciendo indemnes las actitudes de representación vacías de contenido. Una situación que, a poco que se piense, no es exclusiva de dicho país asiático.

Psy habla sin tapujos de la trivialidad que supone juzgar por la fachada, por la apariencia externa. Mucho más evidente que el análisis socio-político ofrecido anteriormente, las imágenes de este célebre vídeo musical —no lo olvidemos, la clave de su éxito, puesto que la reproducción de la canción en emisoras de radio está siendo prácticamente residual— ofrecen un mensaje que se opone, más allá de conocer su letra, a la segregación clasista, poniendo su punto de mira en el concepto que cada cual tiene de sí mismo como única tabla de juicio.

Desde sus primeras imágenes, mostrando a un individuo poco agraciado tomando el sol en mitad del asfalto y que, poco a poco, va invistiendo su entorno con elementos que remiten al lujo —saunas, coches de gama alta, etc.—, Gangnam Style desarrolla en su mensaje el afán por desterrar aquellos parámetros económicos que, hasta la fecha, han marcado las relaciones emocionales en el seno de la sociedad coreana —y, por extensión, de la mundial—. La historia que alberga no sería muy diferente de otros argumentos ya conocidos —de Romeo y Julieta a La dama y el vagabundo—, flirteando con la posibilidad de que un hombrecillo corriente pueda encontrar el amor verdadero con alguien que en principio le desprecia, demostrando a su amada que la capacidad para asimilar la riqueza está en el interior, y que todo lo exterior no es más que mera fanfarria. El derrumbe de la economía a escala planetaria permite así un mayor y mejor flujo de intercambios entre individuos atenazados por la exclusión social.

Pero si las imágenes pueden llegar a provocar una cierta interpretación es por su carácter de consumo indiscriminado, alcanzando el estatus de bucle maldito. La potencia del gif —bendito seas por tu artículo, Roberto— no sólo está en su autogestión, en su generación imparable y predeterminada, sino en la contaminación que ha ejercido en cuanto a forma de consumo, exportando su carácter hasta el paroxismo, rellenando los huecos vitales que, por regla general, se perderían indefectiblemente con actos mucho más valiosos. La parcelación vital, forjada a través de brevísimos momentos de asueto, queda completada con la aparición de elementales formas de consumo, pequeñas píldoras fáciles de hallar y digerir, encontrando en pocas plataformas su centro neurálgico, la base de operaciones desde el que dirigir el asalto al aburrimiento: entrar en YouTube, mirar el listado de los vídeos más populares y engancharse al valor que más en alza esté, permitiendo que cada consumidor pueda decir con orgullo que está a la última moda. Esta forma de contagio es la explicación más plausible para poder atisbar el éxito de un producto como el Gangnam Style. Su establecimiento como elemento destacable no ha sido ni tan rápido ni tan fácil como se cree: casi tres meses desde su subida a YouTube el 15 de julio hasta el éxito arrollador, incluyendo un record Guiness. Lo viral también lleva su tempo de infección.

Y, sin embargo, puede que exista una nota destacable en cuanto al país de origen de este fenómeno mundial. Imágenes clavadas en el inconsciente colectivo que empujan a mirar a sus hermanos del Norte, pues la distancia que separa el baile del caballo y las coreografías de carácter oficial del régimen estalinista de Pyongyang puede que sea menor de lo que podamos llegar a pensar, a pesar de las connotaciones políticas de uno y otro. Al final, todo se reduce a una experiencia comunal, donde la uniformización —ya sea obligada o voluntaria— es la clave del fenómeno. ¿Y si Kim Jong-il en realidad no hubiera muerto? ¿Y si el líder comunista hubiera desertado a Corea del Sur, pasando de contrabando en el doble fondo de su ataúd esos bailes de masas tan propios de los totalitarismos? El parecido es más que razonable. ¿O es que acaso todos los orientales nos parecen iguales a los occidentales? El miedo a que en este punto surjan los fantasmas del racismo es demasiado grande.

Puede que esa línea roja que supone el paralelo 38° no sea tan delgada como queramos suponer. Puede que para llegar a Seúl tuviera que haber dado un rodeo, pasando por el reactor nº 2 de Fukushima. Puede que la radiación le haya investido con los poderes del superhéroe. Puede que su atuendo de colores brillantes sea su uniforme de camuflaje, un arma de despiste por el cual nadie pueda llegar a creerse que alguien tan hortera sea un peligro para la salud pública.

También puede ser que el Gangnam Style no sea uno de los síntomas del apocalipsis anunciado por los mayas. Puede que Fernando Arrabal no estuviera hablando de Psy al rodar como una peonza cósmica en aquella mítica intervención televisiva. Puede que la cosa no sea para tanto. Al fin y al cabo, Psy es el menor de los responsables en esta concatenación de pulsiones entrópicas. Su producto es inicuo per se. Su éxito es un reflejo del estado de la sociedad mundial de la globalización, la comunicación virtual y la sobreinformación. Es el triunfo de la demandada vacuidad en tiempos de crisis, donde la tabla de salvación parece haberse instalado en la sátira y, sobre todo, en la parodia.

Gangnam Style es un éxito en sí mismo, pero lo es también porque se acompaña de una infinidad de subproductos referenciales, cientos o miles de remakes, imitaciones, simulacros y caricaturas, reproduciendo hasta la saciedad los componentes más aparentemente fútiles del original, desbordando en algún caso concreto la capacidad para contener la carcajada. Cada variación resulta ser un producto en sí mismo, pero alarga la sombra del prototipo, resaltando aquellos elementos identificativos que pasaron por alto en su visionado inicial. ¿Quién es capaz de ver de la misma manera la efímera secuencia del ascensor, después de saber que algún otro internauta ha fabricado un montaje de de diez horas sobre él, forjando el mayor gif finito de la historia? El imitador, con su componente de homenaje o de desprecio, se ha convertido en el máximo altavoz del primer motor, ampliándose con cada representación la faceta mítica del original. Algo de fama recae en la variación, pero el grueso de la reputación deviene en patrimonio del ideólogo primigenio, capaz de infectar por doquier con su provocativa falta de gusto.