La parte de los ángeles

La parte de Harry

The angels´ share es una expresión que se utiliza en la cata de whisky para designar el pequeño porcentaje que se pierde en el proceso de destilación, que se regala por arte de magia a los agraciados “ángeles”. Este líquido se ha venido asociando al glamour de James Bond, Rick Blaine, e incluso al estilo propio de Bill Murray en Lost in Translation; pero Loach lo ha des-glamourizado al modo fordiano, acercándolo a la clase baja: en esta ocasión presentándonos a un grupo de chavales sin futuro que verán una cierta esperanza en el mundo de los sumilleres de la malta fermentada. Loach dibuja, una vez más, el constante gris y desolado Glasgow: sus gentes, la clase obrera y la post-obrera, la parada, y el terrible problema del desempleo en Europa en la actualidad. Y en concreto el de los jóvenes, ya que a Loach siempre le ha preocupado la adolescencia y su falta de futuro: «Esta historia me interesó porque a finales del año pasado, en Inglaterra, el número de jóvenes en paro superó por primera vez el millón», explica Loach. «Quería hablar de esta generación de jóvenes, muchos de los cuales no tienen perspectiva alguna de futuro. Están casi seguros de que nunca encontrarán trabajo, un trabajo fijo y estable. ¿Qué efecto puede tener eso sobre los jóvenes y la imagen que tienen de sí mismos?»: los que están “atrapados en la misma mierda”, como se queja su protagonista Robbie.

Comienza presentándonos la escena más divertida de toda la película: un altavoz en una estación de tren apremia a un obtuso borracho de los peligros de acercarse a la vía. Tras este suceso, se alza la voz de un pretencioso juez fallando los juicios de varios chavales tras cometer unos delitos menores, en lo que supone, sin duda, lo mejor y más irónico de la película. Están sentenciados a realizar varias horas de trabajo para la comunidad, en orden a cumplir el castigo que la sociedad les impone por sus “peligrosas violaciones de la ley”: una joven cleptómana, Mo, es castigada por realizar pequeños robos, otro por mofarse de los poderes públicos —un antisistema contra el orden público muy sui generis (Rhino)—, el estúpido Albert, por protagonizar la inconsciente pero divertida escena del tren, y el personaje principal (Robbie), por participar en una pelea en la que se defiende con saña: son los eternos desfavorecidos. Y esta sempiterna lucha por salir de la espiral de desempleo-pobreza-delincuencia en Glasgow es un tema que viene ya tratando Loach desde Riff-Raff. Así, Robbie (personaje que guarda un gran paralelismo al del actor que lo interpreta, Paul Brannigan) —un ex matón de barrio— va a poder resarcirse de su antigua vida gracias al apoyo sentimental de su novia, su ilusión por su próxima paternidad, y al fundamental apoyo de Harry (John Henshaw), el trabajador social encargado de que cumplan sus horas para la comunidad. Gracias a él empezará a creer en sí mismo, ya que alguien primero ha creído en él. Y esto es justo lo que necesita, sentirse partícipe de un grupo que le da una segunda oportunidad, porque en su etapa pasada la confusión, el alcohol, y las drogas le llevaron por el mal camino. Sus personajes necesitan de una cuadrilla por encima de todo (siempre presente en el cine de Loach) para luchar frente a la adversidad por un fin concreto y posible, sea éste constituir un equipo de fútbol (Mi nombre es Joe), sacar a una madre de la cárcel  (como el chaval de Sweet Sixteen), montar una discoteca (Solo un beso), o como en este caso, sacar un hijo adelante.

Pero parece como si Ken Loach quisiera desdramatizar la situación actual haciendo una comedia, porque este problema del desempleo y la falta de esperanza en conseguirlo, no podría tratarse sin un hálito de humor, humor que nunca debe faltar a los más marginados de la sociedad, porque, en palabras del propio realizador: «La pobreza suscita el humor. El lenguaje de la clase obrera es muy rico, muy expresivo, idiomático, dialectal. Es una lenguaje mucho más rico que la lengua refinada de la clase dominante». E idea una estratagema en la que los personajes imitan a las comedias amables de la Ealing, como Whisky Galore!,  porque aquí de lo que se trata es de entretener, de pasar un buen rato y, Loach, lejos de sus cintas más dramáticas como Ladybird, Pan y Rosas, El viento que agita la cebada, Tierra y Libertad o La canción de Carla, donde realiza un cine militante y aleccionador (y esto no debe entenderse de forma despectiva, pues el cine militante es necesario para abrir conciencias), se acerca más a sus otras comedias como Lloviendo piedras, Sweet Sixteen o La cuadrilla. La pena es que no alcance las cotas de aquellas, porque estamos ante una obra pueril en algunos momentos, y demsiado ligera (como Full Monty) en otros. Además encalla en cierta inverosimilitud de la historia por su excesivo happy-ending (¡el chaval consigue un trabajo!). Y, al mismo tiempo, pese a su aparente optimismo a la hora de realizar una comedia, plantea que la única posibilidad de salir del fango para la clase social baja pasa por la delincuencia, primero porque es lo que se espera de ellos pero, sobre todo, porque es el único resquicio que les permite la sociedad. Por otra parte estas películas, que antes se veían como reflejo de la clase obrera y sus eternos problemas de paro, inestabilidad laboral y precariedad, tiene connotaciones aterradoras, ya que vemos como esto mismo le está ocurriendo también a una gran parte de la población (ya que atañe a los empleados públicos, los licenciados, a toda la gran masa que antes componía la clase media y que ve como inexorablemente baja su estatus social).

La cinta posee también, de forma subrepticia, una metáfora menos obvia sobre la figura del ángel, al estilo de ¡Qué bello es vivir!  ¡Ojalá hubiera siempre un ángel en la vida de cada uno, que nos guiara, que nos salvase del camino equivocado!, en este caso, a Robbie, que quiere empezar de nuevo y en un principio no puede porque lo que le rodea se lo impide pero que, apoyado en su fuerte voluntad, luchará por su redención, tras el arrepentimiento inicial. Y así Loach, como buen socialista, entronca con cierto misticismo cristiano al estilo de Redención (2011), de Peter Mullan (claro deudor loachiano), y de gratitud hacia su ángel. Y ese ángel, Harry, también se lleva su parte.