El sueño es vida
Después del éxito a todos los niveles de Gomorra (2008), se esperaba con impaciencia la nueva película del napolitano de adopción Matteo Garrone (1968). Cada vez es más frecuente que la filmografía de un cineasta, preferentemente europeo, se conozca solo parcialmente. A raíz de un gran éxito se rastrea la filmografía anterior para intentar completar lo que la cartelera, cada vez más uniforme, nos ha negado. En el caso de Garrone, sus dos anteriores películas nos ofrecen más pistas sobre Reality que la única estrenada en España, Gomorra. En L’imbalsamatore (2002), Peppini, un taxidermista de escasa estatura y cruel simpatía, en un momento de su vida, descubre que puede aspirar a algo más en su vida; en Primo amore (2004), un vulgar hombre, Vittorio (Vitaliano Trevisan), se siente en tan alta valoración que desea fabricar la mujer perfecta, que esté a la altura de sus ambiciones, expectativas. Ambos aportan mucho a Luciano, protagonista absoluto de Reality: la complacencia que tenemos hacia Peppini, esa amabilidad del embaucador que despierta en el espectador, y la patología de Vittorio, quien es, desde el principio, un maltratador psicológico.
El resultado es Reality una cruel fábula sobre la influencia de los medios de comunicación en las personas, a las que contamina sus sueños. El sujeto aquí no es pasivo, no son los protagonistas de La cabaña en el bosque (The Cabin in the Woods, Drew Goddard, 2011) o El show de Truman (Una vida en directo) (The Truman Show, Peter Weir, 1998), sino que es activo. Luciano es presentado como un figurín, alguien que, en su modesto trabajo como pescadero, siempre es el centro de atención. Una vez que se presenta a las pruebas de selección para concursar en el Gran Hermano, se siente observado, considerando que es el centro de atención de un espectáculo que va creando él mismo. Él no sufre, son los que viven a su alrededor los que ven como las costumbres cambian, se desmoronan, mientras crece el deseo de Luciano: cuanto más inaccesible es, más cerca cree que está. Luciano es una especie de Cenicienta, quien toda su vida es un don nadie y una noche, se despierta y cree que es el centro del universo.
Lo cotidiano
La última película de Matteo Garrone tiene algo de cuento, de esos que comienzan con un “Érase una vez… en algún lugar de Nápoles”. Curiosamente esas iniciales escenas cotidianas mostrarían la vida que no veíamos en Gomorra; me refiero a ese trapicheo mafioso relacionado con la compra-venta de robots para la cocina y que sirve para mostrar que la mafia también es parte de la cotidianidad en Nápoles, creando un cordón umbilical entre ambas películas.
Pero eso solo es el prólogo, porque la propuesta de Garrone va por otros derroteros. No busca la crítica directa sobre ciertos programas, o sobre los mass media, sino que decide construir un mundo alrededor de la imaginación de su personaje, una postura más psicológica, introspectiva, personal, y que de ahí crezca la crítica. Para ello ayuda la excelente interpretación de Aniello Arena, un actor, que por su condición de preso perpetuo, podría haber salido de la excelente película de los hermanos Taviani, César debe morir (2011). Aniello Arena construye un personaje con el punto de mira en Rupert Pupkin, al que dio rostro Robert de Niro en El rey de la comedia (The King of Comedy, Martin Scorsese, 1983). Con esos mimbres, el proceso de locura del protagonista es inverso al del protagonista de Primo amore. En ésta, al comienzo de la película, la esquizofrenia, ya estaba en su protagonista y acaba resultando un brutal sadismo psicológico; en Reality, asistimos a la construcción de la locura, de ese proceso en el que Luciano deja de percibir la realidad, cuando se cree vigilado, constantemente examinado desde esos espacios insospechados donde cree que se ubica una cámara. Resulta abrumador ese momento en que mira con detenimiento un grillo, razonando que ese insecto contiene una cámara.
La vida catódica
Contrasta la vida de Luciano con la de Michele, su ayudante en la pescadería. Luciano espera constantemente esa llamada que no llega de la televisión para entrar en la casa del Gran Hermano, y a partir de ese momento construye su propio reality, en donde le observan, lo miran, vigilan sus actos y ha de comportarse samaritanamente; es una cruel parábola, no demasiado profunda en relación a esa gran losa orwelliana: podemos vivir mientras abandonamos la idea de la contante vigilancia, pero cuando somos conscientes de la misma y no la abandonamos ya somos pasto de la locura. Sucede lo contrario que su ayudante en la pescadería Michele, personaje secundario, quien con apenas tres escenas —es despedido por Luciano y se le ve con una estatua de la virgen a cuestas; cuida a Luciano en su locura y lo acompaña a su iglesia donde conviven en el reparto de comida a personas sin hogar—, merecería toda una película. Este, con los pies en el suelo, marca su territorio y sabe cuales son sus necesidades y las de su prójimo.
Luciano vive de cara a la galería, hace acciones de caridad no porque lo desee sino porque sirve para que esas invisibles cámaras que lo vigilan le seleccionen para el ansiado programa, cruel paradoja con Plácido (Luis García Berlanga, 1961) y su “Ponga un pobre en su mesa”, y apunta también a las celebridades (reales o fingidas) que solo aparecen en la pantalla para la foto en el momento de la acción benéfica; por el contrario Michele, es quien se toma en serio el camino de la ayuda (podría ser un Nazarín galdosiano) y recrea sin quererlo el anonimato de muchos que ayudan a su prójimo sin beneficio alguno.
Como bien certifica Garrone, no somos más que una minúscula partícula, una célula del cuerpo humano, un planeta en el infinito universo. Y quien crea otra cosa… la caída en el abismo puede ser tremenda.