¡Feliz cumpleaños, 007!
Cumplir 50 años en la brecha es un hito merecedor de todos los elogios, incontestable triunfo de la convicción, férreamente mantenida en el tiempo, de un puñado de hombres y mujeres de cine, con Albert R. Broccoli y Harry Saltzman a la cabeza, que recién inaugurada la década de los sesenta supieron calibrar la rentabilidad derivada de llevar a la gran pantalla las aventuras de un hosco y desabrido agente secreto, con licencia para matar a la par que soliviantar al bloque soviético agazapado tras el Telón de Acero, parido de la pluma —macerada en mujeres y alcohol— del escritor británico Ian Fleming. Esa confianza en el empeño fue la que cristalizó en el estreno, el 5 de Octubre de 1962, de Agente 007 contra el Doctor No (Dr. No. Terence Young), la misma que, pese a los inevitables vaivenes y las sucesivas reinvenciones, ha posibilitado que muchos esperemos expectantes el estreno internacional de Skyfall (íd., Sam Mendes, 2012), la entrega que en unos días cerrará un ciclo para abrir, sin solución de continuidad, otro nuevo. Supongo que de lo escrito anteriormente quedará claro que soy un fan declarado de la Serie Bond; la pregunta que yo me hago, sin acritud, es la siguiente: ¿Puede alguien que se declare amante de la bendita evasión cinematográfica no serlo, en mayor o menor medida?
Y es que las deudas contraídas por gran parte de las producciones surgidas con posterioridad al establecimiento del canon bondiano, y no sólo entre las nacidas con la sanísima intención de entretener al espectador medio, son tan evidentes que no tiene mucho sentido detenerse en ellas; concluyamos que el blockbuster como lo entendemos hoy en día no sería tal cual es sin el fenómeno de alcance global que eclosiona en James Bond contra Goldfinger (Goldfinger. Guy Hamilton, 1964) y deriva con maestría hacia terrenos inequívocamente sci-fi en La espía que me amo (The Spy Who Loved Me. Lewis Gilbert, 1977), principales listones de la llamada bondmania; concepto de indudable interés sociológico que explica a las mil maravillas la pervivencia del mito: la marca 007 ha devenido con el tiempo icono cultural imprescindible del siglo XX, trascendiendo ampliamente las márgenes de lo cinematográfico para instalarse en el acervo colectivo mundial. Y a la vista de los doce años que llevamos de siglo XXI extender su égida hasta nuestros días, un éxito debido, ante todo, a la permeabilidad —proverbial en la saga— hacia el zeitgeist imperante en cada década, de los ruidosos Beatles a los trajes entallados de Tom Ford pasando por los nuevos roles de género.
Visionar con detenimiento las 22 películas oficiales de la serie —una considerable inversión de tiempo 100% rentabilizable desde el primer minuto de metraje— supone a este respecto un enriquecedor periplo en el que toda unidad de análisis tiene cabida, inclusive las más espinosas: de la evolución en el tratamiento de la violencia a los vaivenes geopolíticos mundiales pasando, como no, por la incendiaria entente cordial entre villanía, poder y psicopatología. El hecho de que todas y cada una de las películas de James Bond sean hijas de su tiempo, sin rehuir salvo honrosas excepciones las convenciones temático-estéticas más asentadas, contribuye a ofrecer una imbatible visión de conjunto en la medida que les resta entidad individual, inevitable peaje a pagar; algo por lo demás característico del propio concepto de saga, otra constante en el cine de nuestro tiempo y que, de nuevo, a buen seguro no gozaría de la popularidad actual sin la contribución de nuestro agente secreto favorito. Por más que a los que acunamos nuestra cinefilia en la década de los ochenta se nos humedezcan los ojos al mencionar a Luke Skywalker, Indiana Jones o John McClane, tendremos que convenir que el mayor nivel de escapismo que caracteriza a los títulos por ellos protagonizados —lejanas galaxias, tiempos evocados— sumado al menor arco temporal abarcado devienen deméritos considerables respecto a la principal contribución socio-histórica de su predecesora: ese estatus de ventana abierta de par en par hacia un tiempo pasado sin el cual no seríamos quienes somos.
Si dejamos de lado la frialdad de la síntesis, llegamos a la calidez de la memoria emocional, que termina de delimitar la magnitud del evento al que dedicamos estas líneas. Cientos de millones de personas, quizá miles (de millones) han vivido alguna experiencia inolvidable con 007 al otro lado de la pantalla, escuchando repetidas veces algunas de sus canciones más emblemáticas o jugueteando con el variado merchandising; una parte importante del total habrá fabulado con recorrer los mismos exóticos parajes, compartiendo lecho con bellezones vestidos para matar y disfrutando en el interín de lujosos hoteles y carísimas viandas. Y bastantes menos, pero no por ello despreciables, habrán reproducido en su tierna niñez las adrenalíticas peleas, réplicas memorables y, en general, aquellos rasgos más identificativos de su héroe de cabecera, incorporándolos a su bagaje personal. Si ya desde el estreno de James Bond contra Goldfinger —recordemos, 1964— podemos hablar de la aparición del Bond way of life, consolidado entrega tras entrega, convendremos que a la onomástica celebrada en estos días estamos invitados, de una manera u otra, (casi) todos nosotros.
My name´s Bond, James Bond
Se ha hablado —y escrito— hasta la saciedad de la condición de películas de productor de la serie Bond, achacándole por añadidura sus principales defectos, siempre desde la defensa a ultranza de ese Santo Grial que para cierto sector de la crítica especializada constituye la autoría —privativa del director/creador, por descontado— per se. Y lo cierto es que, si dejamos prejuiciosos lugares comunes de lado, un resultado igualmente meritorio también es alcanzable mediante la agregación de esfuerzos individuales, cada uno en su apartado correspondiente; acudiendo a la socorrida metáfora musical, el tipo de producto cinematográfico que representan las Bond movies sería equiparable a una gran sinfonía orquestada mediante la convergencia de decenas de talentos, mientras que ese otro cine solipsista estaría más cerca, con las excepciones que a todos nos vienen a la cabeza, de un intimista concierto para piano. Así las cosas, primar sin atisbo de cuestionamiento lo segundo sobre lo primero supone ante todo ningunear la (muy) meritoria contribución que decenas de profesionales han venido ofreciendo durante varias décadas al hilo conductor establecido —y preservado— por Albert R. Broccoli y Harry Saltzman inicialmente, Barbara Broccoli y Michael G. Wilson después: llámense Sean Connery (actor), Lewis Gilbert (director), John Barry (compositor). O Richard Maibaum (guionista), Ken Adam (diseñador de producción), Claude Renoir (director de fotografía), entre otros muchos creadores.
Igualando la labor de dirección al nivel del resto de engranajes de la producción, pese a dejar ciertos resquicios que han sabido ser aprovechados por los cineastas más inquietos, era lógico que lo que terminara aflorando como elemento más reconocible fuera el hombre detrás del agente secreto, convertido en sinécdoque aglutinadora de una tupida red de significantes a los que no resulta en absoluto ajeno, como vimos más arriba, el contexto socio-cultural imperante. Derivado de ello otro de los lugares comunes más unánimemente aceptado, aquel que considera a Sean Connery como el James Bond verdadero, y a los posteriores meros sosías carentes de entidad propia, se rebela como un apriorismo sin sentido: el espléndido intérprete escocés encarnó con éxito a un personaje tan apegado a su precedente literario como representativo de los gustos y deseos del espectador de los sesenta, por no hablar de que su ciclo incluye James Bond contra Goldfinger y Operación Trueno (Thunderball. Terence young, 1965) —entregas más emblemáticas de la saga, con las que el grueso de sus continuadoras presentan más deudas contraídas—, pero su evidente hartazgo con 007 obligó —tras el efímero paréntesis que supuso George Lazenby en Al servicio secreto de su Majestad (On Her´s Majesty Secret Service. Peter Hunt, 1969)— a buscar un nuevo rostro no tanto para continuar con la serie tal cual sino para reubicarla en una nueva década donde sus rasgos distintivos resultaban ciertamente demodés: apelando a esta premisa, la elección de Roger Moore para encarnar al Bond de los setenta no pudo resaltar más pertinente.
De esta manera, si los seis filmes protagonizados por Connery configuran la etapa clásica, los siete de Moore serían la manierista —por no decir barroca—, lo que no constituyó un impedimento para que su particular aportación, progresivamente más autoparódica y abierta a todo tipo de referentes ajenos, deviniera igual de exitosa. De hecho, tanto La espía que me amó como, en menor medida, Sólo para tus ojos (For Your Eyes Only. John Glen, 1981) han resultado con el tiempo tan representativas del canon bondiano como los títulos citados en el párrafo anterior, sintetizando a la perfección esa elaborada mixtura de elementos añejos y coyunturales característica del nuevo ciclo. El gran problema es que el encasillamiento del actor inglés llevó a que su participación se extendiera bastante más allá de lo sensato, rodando Panorama para matar (A View to a Kill. John Glen, 1985) al borde de la sesentena. La (imprescindible) operación de rejuvenecimiento orquestada alrededor de Timothy Dalton en 007: Alta tensión (The Living Daylights. John Glen, 1987) pretendía recuperar la faceta más dura e introspectiva del héroe en línea con las nueva sensibilidad surgida en los ochenta, pero desafortunadamente no tuvo la recepción esperada, tal vez porque el gran público echaba de menos el escapismo amable de antaño. Así, tras un limbo de seis años que a punto estuvo de finiquitar la saga, Goldeneye (íd. Martin Campbell, 1995) surge de nuevo como reacción a su precedente, con un elegante y expeditivo 007 interpretado por Pierce Brosnan y maneras heredadas, en calculada síntesis, de sus dos mitificados precursores.
Una operación de marketing y reciclaje tan apegada a su tiempo —los revisionistas noventa— sólo podía saldarse con el éxito, y las cuatro películas que conforman la etapa Brosnan vieron respaldada su apuesta progresivamente más mainstream y ensimismada con sonados triunfos en la taquilla, pese a lo cual la deriva hacia el revisionismo autocomplaciente de Muere otro día (Die Another Day. Lee Tamahori, 2002) aconsejaba el enésimo giro de timón; que nos conduce al Craig, Daniel Craig de nuestros días, encargado de traer a James Bond a un nuevo siglo donde abunda la competencia —de Ethan Hunt a Jason Bourne, sin ir más lejos— y la realidad ha terminado por suplantar a la ficción. Abundando en la óptica hiperrealista demandada por las nuevas audiencias, el reboot en toda regla que supone Casino Royale (íd. Martin Campbell, 2006) encuentra su alma en los orígenes literarios del agente secreto para, de manera rabiosamente contemporánea, acometer la primera misión de un bisoño 00 que, pese a (o precisamente por) ello, mata, ama y sufre con una intensidad, y credibilidad, ciertamente memorables. Haciendo gala de un equilibrio envidiable entre las espectaculares secuencias de acción marca de la casa y una modélica progresión narrativa —que posibilita un complejo abordaje psico-emocional inédito hasta entonces—, Casino Royale y su derivativo contraplano, la terminal —e incomprendida— Quantum of Solace (íd. Marc Forster, 2008) constituyen los dos primeros capítulos de esta suerte de trilogía fundacional que concluye con Skyfall.
Licencia para sobrevivir
Todas las películas que integran la serie Bond pueden encuadrarse en cuatro grandes categorías, representadas en cada uno de los ciclos respectivos en función de su vigencia: las que presentan al protagonista de turno —Vive y deja morir (Live and Let Die. Guy Hamilton, 1973)—, las que codifican sus rasgos más definitorios alcanzando por lo general el éxito masivo —El mundo nunca es suficiente (The World is Not Enough. Michael Apted, 1999)—, las que viven de las rentas de estas —Moonraker (íd. Lewis Gilbert, 1979)— y, por último, las que rompen con los estándares asumidos férreamente por todas las demás, resultando más o menos innovadoras —Licencia para matar (Licence to Kill. John Glen, 1989—. En base a esta categorización, los dos primeros títulos de la etapa Craig aúnan a su condición introductoria una mirada distintiva sobre el personaje, más humano y menos arquetípico, lo que les acerca a aquellos atípicos precedentes que nos han mostrado un 007 dominado antes por sus emociones que por el sentido del deber; cerrado el circulo de la pérdida tras Quantum of Solace, (aparentemente) superado el duelo amoroso, el trasfondo emocional que desarrolla espléndidamente Skyfall alude a la toma de conciencia ante el fracaso y la madurez que ello conlleva, la diferencia entre ser un agente secreto y no una irreflexiva máquina de matar.
Con un James Bond menos visceral y considerablemente más introspectivo, regresado de entre los muertos sin que nadie parezca haberle echado en falta, la lucha por la supervivencia del M.I.6. se constituye en telón de fondo para que un herido y minusvalorado 007 acometa la defensa a ultranza de su más significativa filiación personal: la que le une a la jefa/madre en peligro por el acoso del agente renegado/hijo pródigo, trastornado por la sed de venganza. De esta manera, el inestable vínculo materno-filial establecido a sotto voce entre Bond (Craig) y M (Dench) en los dos filmes anteriores alcanza aquí la primacía como hilo conductor de la trama, al que se pliegan de modo sorprendente el resto de componentes habituales de la Bond movie al uso, presentes a modo de reconocible background pero subordinados en todo momento al dramático enfrentamiento propiciado por el villano Silva (Javier Bardem), demencial alter ego con vocación de demiurgo que arrastrará a nuestro héroe a un telúrico cara a cara final, con ecos de tragedia griega, en el que el pasado y presente confluirán en la catarsis previa al renacimiento, esta vez sí, definitivo.
Sam Mendes consigue salir más que airoso del difícil reto de dotar de personalidad propia a la entrega del 50 aniversario, poniendo en valor sus contrastadas dotes en la dirección de actores sin por ello renunciar a una riqueza formal que emana armónicamente de la narración. Valiéndose de la mayor conjunción de talentos con que haya contado la saga, las set pieces —el vibrante pre-genérico en Estambul— excelentemente filmadas y montadas constituyen un prodigio de tensión y dinamismo, pero no se suceden arbitrariamente, como en tantas y tantas action movies; al contrario, presentan una finalidad expositiva y/o dramática que enriquece el devenir de la historia, contribuyendo además a rebajar la densidad de los constantes diálogos explicativos. Es más, en los escasos pasajes en que la trama se vuelve hacia el legado —las sensacionales secuencias nocturnas ambientadas en Shanghai y Macao— este se recrea con una estimulante mezcla de abstracción visual y elegancia estética, trasladando al plano de la imagen el mismo hálito renovador que impregna guión y caracterizaciones. En las antípodas del revisionismo facilón, el equipo artístico y técnico de Skyfall —con su director a la cabeza— ha aunado esfuerzos para convertirla, aparte de una espléndida película en si misma considerada, en memorable punto y aparte tras cincuenta años de singladura.
A la espera del veredicto de la taquilla, del que dependerá en último termino que esta se convierta en merecido cenit de la etapa Craig junto a otras ilustres terceras entregas —James Bond contra Goldfinger (Connery), La espía que me amó (Moore) y El Mundo no es suficiente (Brosnan)—, Skyfall se salda con un indiscutible triunfo creativo, que eleva la apuesta por el cine comercial de calidad hasta límites insospechados hace unos años, señalando por añadidura el camino a seguir para el James Bond del siglo XXI: definitivamente superado el escapismo trasnochado y los entretenimientos estandarizados, la más rabiosa contemporaneidad demanda un 007 con matices, humano y a ras de suelo, que sepa disfrutar de los placeres mundanos —¿Por qué no?— pero también fracase, asuma sus errores, pierda a sus seres queridos. Y que sin renegar de su glorioso pasado, sepa encarar el futuro sin descuidar este presente multiforme y desconcertante que nos ha tocado vivir, más bien padecer. Por el momento tiene el gesto ceñudo de Daniel Craig, que esperemos retenga muchos años. Después, ya se verá; ventajas de tener licencia para perdurar.