Diamond Flash

El gran puzzle cósmico

Tiene Diamond Flash una niebla que le acompaña durante todo el trayecto. Como el aura de un superhéroe o la corona de un santo, como la bomba de humo de un malo que huye, del pesado que se queda, del tiempo que nos consume y apabulla. Esa niebla que se te mete en los ojos del alma y que, como Unamuno dispuso, separa a nuestras creaciones de nosotros mismos. Nuestros actos de nuestros hechos. Nuestras luces de nuestras tinieblas. A Carlos Vermut le sale niebla de una cámara que ni juzga ni somete, sólo hace que los temores perduren, que la narración progrese y que los lugares comunes se hundan. Que una película extraña crezca dentro de nuestras vidas normales.

Diamond Flash contiene todos los ingredientes para empalagar o para dejarte una sensación adictiva en el paladar. Es brillante e inteligente, compleja, polimórfica, desvergonzada e imperfecta. Y tiene esa niebla que decíamos, que despista, que convoca al instinto y a la convicción en una misma mesa, a la necesidad de apostar a sabiendas de que el rojo y el negro (como barruntó Stendhal entre militares y curas, o Carlos Arévalo entre falangistas y anarquistas) sólo son hermanos separados por un salto natural que es separado por otro salto natural de su contrario. Como al villano de su archienemigo, como a un maltratador de un superhéroe justiciero.

Luego, la historia de un secuestro con la intrahistoria de todos los maltratos. Mujeres que sufren (por) ser mujeres y se rebelan o se conforman (según el día, es lo mismo) ante su situación quedándose quietas, infiltrándose en una organización secreta, secuestrando y amando a sus prójimas, dejando escapar aires (de poca grandeza) o pintando figuritas antiguas y bonitas. Son opciones y cada una tiene su importancia para Carlos Vermut, que las retrata con la misma frialdad y la misma pasión: de un disparo, con una viñeta, sin mover la cámara. La puesta en escena tiene esa personalidad de no necesitar llamar la atención para llevarla, sobria, inquietante, opresiva. Dantesca. Buñueliana.

Por esas cosas, el primer largometraje de Vermut es un rompecabezas donde no todas las piezas encajan ni tienen por qué encajar, un tetris en el que ganas cuando se llega arriba o sale una pieza trapezoidal, una bandada de pájaros que son sólo sombras de dinosaurios perdidos. El drama a través de la screwball comedy con más guasa que gracia, frontón de parejas que se odian cuando se aman y cosas por el estilo, cine de superhéroes hecho desde la perspectiva de un villano suplente, intensidad calmada, silencios que sueltan discursos, sombras que te agarran de la garganta (la escena del pasillo es puro cine, el clímax final, también). Un disparate requetepensado. Un gran puzzle con las piezas esparcidas en cada meteorito desbocado.

Una historia universal que no se entiende porque la llevamos por dentro. O porque hace niebla. O porque estamos acostumbrados a hacer la digestión antes de tomar los alimentos. Por eso ni nos fijamos en la taza con la que nos tomamos el café. Y a veces ni en el café. Ni en quien nos acompaña, ya sea un superhéroe o un hijo puta cabrón. O las dos cosas al unísono, que también se puede. Lo demuestra Carlos Vermut con una película que es tan imperfecta como impecable. Tan Diamond como Flash.