Nosotros somos los pájaros que se quedan
Cada fin de semana salgo a pasear un rato con mi madre. Caminamos por una de las zonas ajardinadas de la ciudad y hablamos de los cambios urbanísticos que cada cierto tiempo remodelan nuestros espacios familiares, esto es, aquellos lugares en los que hemos depositado un poco de nuestra vida. A veces sacamos un pequeño álbum de fotos y comparamos la transición entre lo que hubo y lo que hay, los sonidos y los olores —cómo olvidar aquella panadería donde siempre olíamos la mantequilla de sus pasteles al acercarnos a la puerta—, nuestro antes y, en fin, nuestro ahora. Una de esas mañanas le explico que tengo que escribir un texto sobre Amor (Amour, Michael Haneke, 2012), es más, le explico que me he planteado escribirlo para elaborar mi propia reflexión sobre lo que significa envejecer. Ella me recuerda que vio la película antes de que yo mismo lo hiciese y que, de hecho, pensaba que no iba a ser capaz de verla.
Mientras paseamos, le cuento que el cine de Haneke me genera incomodidad. No dejo de advertir que en su manera de observar una realidad microscópica —una familia, un matrimonio, una comunidad o una condición social— siempre hay rastros de moralidad. Con los años, este cineasta austriaco se ha ido acercando, siquiera sutilmente, a las criaturas que pueblan sus historias. La época de El séptimo continente (Der siebente kontinent, 1989) retrata cómo un entorno se apodera de la vida de sus personajes, los ahoga en su propio vacío interior. La rutina mecanizada es la prolongación de una existencia emocional que se extingue lentamente sin que podamos evitarlo. Le explico que me conmueve el grito inútil de la hija en un pasaje del filme, porque en él reconozco esa falta de resignación ante la que sus padres han sucumbido. Haneke, pienso, aún está interesado en la sociedad y no en sus productos, en el ambiente y no en el cultivo.
Ante Amor, le digo, me preocupa que Haneke se acerque demasiado a sus personajes, que apenas les deje respirar porque noten su mirada escrutadora tras cada amago de colapso de sus vidas minúsculas; que la cámara se deje sentir en el dolor de cada brecha abierta en esa realidad. Me aterra cómo su discurso puede acelerar el proceso de descomposición de un matrimonio anciano y hacer cada vez más palpable esa ausencia de palabras, de mundo, de todo. El fin. Habrá un momento en el que Anne olvide el tacto basto de las manos de Georges sobre sus mejillas; en el que sus lágrimas no resbalen hasta la barbilla y se apalanquen ante la mirada exhausta de su marido. Le explico que lo terrible de Amor es que siempre parece haber un momento para describir esos pequeños fracasos contra el tiempo. Al final, la resignación puede con la revuelta.
En las paredes del apartamento parisino resuena el lamento de Anne, la tristeza infinita de Georges, que ni siquiera puede vivir su vejez porque ha delegado todos sus esfuerzos en evitar la de su esposa. Parapetado tras el gesto cansado de Trintignant, Haneke expresa el amor como una resistencia incondicional a dejar escapar el tiempo que nos pertenece. El tiempo, sí, pero también las imágenes. Ahí está el horror de Georges a medida que contempla la pérdida de Anne, extraviada primero en una silla de ruedas y más tarde en los surcos de una boca que ya no puede verbalizar más que balbuceos de dolor. La exposición de ese dolor irreprimible es atroz, porque nos recuerda que no hay marcha atrás. Los cuidados y la pensión —el entorno, la sociedad— no pueden evitar el deterioro de la imagen.
¿Qué es, entonces, el amor?, me pregunta. Qué difícil es responder a eso, quizá tanto como terminar con la vida de Anne cuando todavía queda algún rastro de su identidad escondido en su cuerpo marchito. Le explico que, tal vez, el amor es justo todo lo que la puesta en escena del filme es incapaz de aprehender, de envejecer paulatinamente. Es el temblor en la boca, la lágrima que no resbala, la piel agrietada de las manos, el tacto áspero de las sábanas viejas, el ruido del parquet, el primer acorde de una pieza de Schubert, el calor de una gabardina, el agua caliente del grifo mientras lavas los platos, el pájaro que entra por la ventana del patio interior… Los pequeños gestos, las pequeñas virtudes. Cada episodio que vivimos en ese momento, ni antes ni después, que el tiempo no sabe cómo embalsamar y que en nuestra memoria no ha cristalizado en melancolía. El único sentimiento que la cámara no puede envejecer, porque nos acostumbramos a pensarlo como algo que nos está sucediendo, que vivimos, no como algo que acabará abandonándonos.
Algún día, ese dolor, le comento, será el mío. Envejecer siempre implica aceptar nuestro eventual extrañamiento del mundo, como le sucede a este matrimonio francés cuyo núcleo se apaga ante nuestra mirada. Aceptar que no hay lugar para las imágenes de nuestro pasado, que el tiempo ha consumido para poder hacer espacio para las nuevas. Por eso, le contesto, hay que bucear en el filme de Haneke para encontrar aquellas imágenes donde el tiempo no conoce lugar, porque es allí donde reside el amor, su expresión eternizadora y el último motor que interrumpe el drama de Georges y Anne. El dolor no está en morir, en la descomposición, sino en continuar viviendo en ese pequeño rescoldo cuya luz nunca sabemos cuándo se apagará. Continuar. Ese es el sentimiento que vibra tras las imágenes de Amor. La búsqueda del único espacio en el que estos dos ancianos conservan su identidad.