I
Hacía ya demasiado tiempo que la vida de Sebastián se había instalado en la rutina más absoluta, convertida en una sucesión de tediosas obligaciones que llevaba a cabo por mero impulso vital, porque las personas tendemos a sobrevivir aunque no tengamos especiales motivos para ello. Tal vez a fuerza de no pensarlo, de dejarse arrastrar sin más por la monótona sucesión de segundos que marcaba, con constancia digna de mejor causa, el vetusto reloj de cuerda del saloncito, seguía levantándose de la cama a la misma hora día tras día, tomándose las medicinas prescritas, comiendo cuando tocaba. Al principio de esta soledad a medias buscada, a medias encontrada aún se preguntaba como había llegado a esta situación, pero eso fue al principio; con el paso de los años dejo de planteárselo siquiera, limitándose a arrastrar su maltrecho cuerpo por las estancias de un incómodo apartamento que ya solo le contenía, a recorrer maquinalmente las calles de un barrio tan ajeno a sus ojos como todo lo demás.
Pero aquella mañana era diferente; desde el mismo instante en que se incorporó trabajosamente del lecho, tras otra noche de mal dormir, le asaltó de nuevo el pensamiento que llevaba semanas rondándole en la cabeza, desde que se enterara de la noticia, no por previsible menos dolorosa, que había alterado completamente la aburrida sucesión de estaciones de paso en que se había convertido su existencia. Tras la incredulidad inicial vino la rabia ciega, una emoción que consideraba desterrada de su vida pero que experimentó con una paradójica mezcla de congoja y alegría, aliviado en parte ante la certeza de ser capaz, aún, de alterarse por algo. Desgraciadamente el espejismo duró poco, y la amarga desesperanza se apoderó de todo su ser arrastrándole a otros tiempos que creía, iluso de él, olvidados. Así estuvo, agarrotado por la melancolía un día sí otro también hasta que esa mañana de viernes levantó de un tirón la persiana y el luminoso sol de primavera se coló en su dormitorio iluminándole el rostro, que es el espejo del alma. A la manera del reo de muerte que, en la víspera de su ejecución, asume dócilmente su aciago destino y se prepara para lo inevitable, Sebastián se observó a si mismo sonriendo frente al espejo, y el desánimo desapareció por completo.
Contagiado de un nuevo espíritu que le insuflaba fuerzas renovadas, se dirigió raudo al baño para arreglarse con esmero, tras lo cual preparó un desayuno contundente, devorando con fruición generosas cantidades de aquellos alimentos prohibidos que sucesivos médicos de pulcras maneras y rostros intercambiables le habían recomendado, con el irritante didactismo con que se reprende a un niño, que no comiera nunca más. Total, ¿Qué importaba a estas alturas? Reforzado por tamaña osadía, fue a su dormitorio pensando qué ropa ponerse para la ocasión, optando por tirar de la poca decente que le quedaba y, eso sí, estrenar una camisa que tenía sin abrir, regalo si no recordaba mal de un pasado cumpleaños. Una vez vestido con esmero, bien peinado y bañado en colonia, el beneplácito del espejo le devolvió que era el momento de respirar hondo, coger el bastón por si le fallaban las fuerzas y marchar sin dilación a la calle. Una sombra oscura nubló su mente por un instante al cerrar la puerta tras salir, pero duró sólo un segundo. Él no permitió, seguro como estaba de hacer lo correcto, que oscureciera su resolución.
Tuvo que hacer acopio de fuerzas para bajar los cuatro pisos de escaleras, pues el ascensor, que llevaba años a la espera de ser renovado, estaba para variar estropeado. Este hecho, que hubiera sido motivo sobrado para volver a su casa entre maldiciones, le arrancó esta vez una sonrisa de suficiencia, que se mantuvo franca en su arrugada faz cuando, una vez recuperado el resuello, cruzó el umbral del portal para poner un pie en la calle. Su calle de siempre; tratando de atisbar el tibio aire de la mañana que atenuaban las excrecencias de los tubos de escape, comenzó a vagabundear sin rumbo fijo, esquivando a los transeúntes que a esas horas recorrían la acera con la mirada fija en otro sitio, vete tú a saber donde. Sintiéndose poco menos que invisible, Sebastián optó por dirigirse hacia el bar en el que acostumbraba a tomarse un chato o dos, aunque ni recordara cuánto había pasado de la última vez. Por el camino no pudo evitar fijarse en lo destartaladas que estaban las fachadas de los pocos edificios antiguos que aguantaban milagrosamente en pie, ajados por el paso del tiempo pero aún no derrotados por la insaciable piqueta. Como él.
II
Le costó lo suyo dar con el lugar, desorientado por la sucesión de tiendas, todas iguales, que habían ido abriendo tras cerrar uno tras otro los comercios donde el vecindario comprara ultramarinos, bobinas de hilo, útiles de limpieza y lo que hiciera falta, parándose a charlar sin mirar la hora con el dependiente. Suspiró con amargura, y un peatón a la carrera se volvió a mirarle con perplejidad, sin aminorar el paso. Sobreponiéndose al empuje de la tristeza, indeseada compañera, apretó con fuerza su bastón y avanzó unos cuantos metros más en dirección a una esquina tras la cual, esperaba, encontraría refugio ante este acceso de pesadumbre. ¡Allí estaba! A Dios gracias, nada más entrar se encontró con algunos rostros familiares, parroquianos habituales, que se alegraron enormemente de verle de nuevo por allí, después de tanto tiempo. Gracias a ellos, a su cariño sincero, la aflicción se esfumó de golpe, y entre vinos y risas las horas fueron pasando, vivazmente, hablando del pasado, de cómo habían cambiado sus vidas, de la puñetera crisis y todo lo que se había llevado por delante.
Incluido el cine del barrio, claro, que al igual que el mercado viejo a principios de año, cerraba sus puertas hoy mismo para convertirse en unos grandes almacenes. La mención hizo sobresaltarse a Sebastián, que mirando abruptamente su reloj vio que no podía demorarse más, o llegaría tarde. Despidiéndose efusivamente de sus compañeros de barra, deseándoles suerte y felicidad, se encaminó con paso decidido, ayudado por ese dulce enturbiamiento de los sentidos que dan bebida y buena compañía, hacia ese santuario de su memoria que conocía tan bien. Por el camino, que hubiese podido recorrer con los ojos cerrados de no temer tropezarse con alguna baldosa en mal estado, todo fueron embriagadoras ensoñaciones: los recuerdos de su niñez, de camino al cine. Las vivencias con sus amigos, de camino al cine. Los amores y desamores, del camino al cine… que se encontraba por fin frente a él, mostrándose a sus ojos como la ventana abierta hacia un mundo maravilloso que siempre había sido, pese al evidente abandono. Fuera por los desconchones y pintadas que mancillaban la antaño magnífica fachada, fuera por lo que su mera presencia significaba, Sebastián no pudo contener las lágrimas. Y lloró, lloró sin amargura.
No sin dificultades logró sobreponerse a la emoción que le embargaba, pues no era cosa de llegar a un funeral en ese estado. Pese al creciente temblor de sus piernas, avanzó con paso firme hacia la taquilla, adquiriendo su entrada para un programa triple de los de antes: La fiera de mi niña, Casablanca, Gilda. Irrepetible; tras intercambiar unas palabras cómplices con el taquillero, se dirigió a la sala principal, no sin antes pasar por el baño para aliviar su apremiante vejiga. Por nada del mundo, pensó para sí mismo, se levantaría una vez comenzada la proyección. El fundido en negro le sorprendió tratando de encontrar la localidad asignada, así que se sentó en la que encontró más a mano. Ni por un instante dudó que la sala permanecería tan desierta como estaba en ese mismo momento; así era y así debía ser, pues él y solamente él sería el protagonista de esta celebración amarga, homenaje postrero a épocas más felices que ese paréntesis monocorde en que había derivado su vida, la misma que llegaba a su fin ese viernes por la tarde.
El fantasma que llevaba semanas acosándole, desde que supo por boca de un vecino que cerraban el cine, su cine de siempre, se le aparecía ahora con total claridad, trasmutados temor y congoja en paz y serenidad ante la inminencia de lo inevitable. Arrebatándole cruelmente lo último que le quedaba los artífices de tamaño crimen le privaban de su única razón para seguir viviendo. Si ese era el signo de los tiempos, mejor despedirse a lo grande y, precedido de Cary y Katherine, flanqueado por Humphrey e Ingrid, seguido por Glenn y Rita, traspasar la pantalla grande para ser, ahora y siempre, alma de celuloide. Pero para eso aún faltaban unas seis horas. Como amante del cine y hombre cultivado, Sebastián esperaba hasta el final de los títulos de crédito para marcharse, y esta vez no iba a ser diferente.
Triste y real a partes iguales…