Paranoia Agent. Parte 1

A.P.: —Hola, Ignacio. Te confieso que no comienzo nuestra charla sobre Paranoia Agent en las mejores condiciones. Además del primer episodio, anoche revisioné la última película de Satoshi Kon, Paprika, y me costó conciliar el sueño. Pienso que ambas obras son la máxima expresión visual de ese «construir la realidad a partir de la ficción» al que alude directamente en la segunda —y nuestro compañero Óscar Brox en su emocionado recuerdo del director—, y aún estoy tratando de trasladar en palabras las emociones despertadas por tamaño festín de imágenes. Como si le faltara el tiempo (y tristemente así fue), Kon despliega su baraja sobre el tapete desde el comienzo de la serie, y presiento que los derroteros de nuestra discusión quedarán marcados por la primera carta que levantemos.

Después de darle vueltas, creo que el mismo opening es un punto de partida irrenunciable: desde Terciopelo Azul no recuerdo ningún arranque que anticipe las tesis de lo que viene de forma tan rotunda y concisa. Cuando veo a todos esos personajes riendo a mandíbula batiente entre desolación y ruinas, lo primero que me viene a la cabeza es la palabra «liberación». Liberación de una mentira, una tan grande que justifica el alegre apocalipsis que transmite la canción de Susumu Hirasawa. A la manera de Shounen Batto (el chico del bate), me dan ganas de arrojar al primero que pase la pregunta ¿es la bomba atómica una cuestión moral?

I.P.R.: —Revisando Paprika unos días atrás, terminé de ver la película con unas impresiones parecidas a las tuyas. Uno siente como si Satoshi Kon se viese impelido por un sentimiento de urgencia, queriendo condensar en apenas una hora y media de metraje un sistema conceptual tan sofisticado que resulta difícil no sentirse desbordado; más aún si tenemos en cuenta que su arsenal audiovisual apela antes a nuestras emociones que a nuestro intelecto. Sin embargo, y aunque se mueva en una dirección similar, Paranoia Agent parece partir (al margen de los resultados finales, ojo) de un deseo de desplegar ordenada, paciente y detalladamente —casi como si se  tratara de un trabajo de tesis— las ideas de Kon acerca de las interferencias entre realidad y ficción, lo que existe y lo que imaginamos.

Dices que el opening te hace pensar en la palabra «liberación», una idea clave en todo el trabajo del japonés. Sin embargo, a mí me remite a otro término que, según creo, adquiere una especial significación en su cine: «desenmascaramiento». En esta asunción festiva del Apocalipsis, cualquier signo de ensimismamiento, hermetismo o represión de los deseos ha sido abolido. Todos los personajes están unidos e integrados en una especie de catártico rito comunal que neutraliza las diferencias entre los sujetos por medio de un mismo gesto igualador: la risa. Parecerían haber sorteado, definitivamente, las trampas de la identidad. Y tal vez, al fin y al cabo —como les sucede a Mima en Perfect Blue, a Chiyoko Fujiwara en Millenium Actress y a Atsuko Chiba/ Paprika en Paprika— destruir la máscara de nuestra identidad oficializada no se trate de otra cosa que de asumir las múltiples caretas que integran lo que cada uno de nosotros es (y ha sido). Lo cual nos llevaría prácticamente al epílogo de la serie… Al final, tú y yo llegamos a una conclusión similar, Álvaro: desenmascararse es liberarse, y como toda catarsis, debe pasar por la destrucción. En ese sentido, me inquietan unos versos de la canción de Hirasawa, que aluden, con la misma falta de solemnidad que cierto plano del opening, a la bomba atómica: «Los niños perdidos son una seta espectacular en el cielo».

A.P.: —Efectivamente, en todas las obras de Satoshi Kon se aprecia una tensión entre la exposición de conceptos y la poética que le inspiran. Creo que tras Perfect Blue tomó plena conciencia del problema —recuerdo que en la entrevista incluida en el DVD español se le veía molesto con los espectadores que se quejaban por no entender la película—, y empezó a prestar atención a los recursos narrativos para hacer las historias más accesibles. En Paranoia Agent acierta al desarrollar la trama como una intriga policíaca, lo que le permite introducir ese orden al que aludes apoyándose en el punto de vista (falsamente) externo de los detectives cuando le conviene. Lo compararía con esa primera etapa de whodunit de Twin Peaks (Lynch nuevamente) que a tanta gente mantuvo enganchada, con la salvedad de que encuentro a Kon más estructurado, y por tanto más incisivo.

Gracias a esta precisión —sin duda has dado con una de las claves— consigue llevar a su terreno esa mezcla de derribo y catarsis colectiva que comentas. La idea no es ninguna novedad en el anime, ahí está la romántica destrucción de Tokyo en X de Rin Taro o el LCL unificador de Neon Genesis Evangelion. Lo que me sorprende es el ataque calculado desde el comienzo contra valores culturales muy concretos que, precisamente, perfilan esa identidad oficializada de cada individuo. No es casual que el primer torpedo en su línea de flotación lleve el nombre de Maromi, un personaje de éxito masivo que representa lo kawaii (mono, gracioso). Este principio es la quintaesencia del consenso afectivo en la sociedad japonesa, un recuerdo permanente de la emoción infantil, por ejemplo, al acariciar un perrito o recibir unos dulces. Con los insertos fijos de Maromi «mirando» hacia nosotros, su posición central en el ending o las conversaciones con su creadora, se nos señala el reclamo omnipresente de lo kawaii y, al mismo tiempo, el vacío vital al que nos acaba remitiendo. ¿Qué puede aliviar a la miríada de voces insatisfechas que escuchamos al comienzo? Esa es la cuestión que late al fondo del bloqueo creativo de Tsukiko, y de la que la libera temporalmente Shounen Batto.

I.P.R.: —A mi parecer, resultan muy significativos tanto el ensimismamiento como la asociabilidad prácticamente patológica de Tsukiko, la creadora de Maromi. Desde un primer momento, intuimos que el simpático perrito solapa alguna clase de vacío espiritual actuando, en cierta forma, como tampón emocional. Maromi me recuerda a los fantasmas de la última gran oleada de J-Horror, y pienso especialmente en Hideo Nakata y The Ring, en Takashi Shimizu y la saga Ju-on, en el Takashi Miike de Llamada perdida y en el Kiyoshi Kurosawa de Kairo. La mascota rosa del Japón de Paranoia Agent se sitúa en un extraño equilibrio entre la omnipresencia y la desustanciación: su imagen ha sido reproducida en llaveros y carteles, y se desplaza con natural comodidad de la realidad física a la virtualidad del píxel; no podemos, asimismo, olvidar la forma en que Maromi, aprovechando cada mínima fisura de la narración, se filtra para reaparecer, una y otra vez, ante nosotros. Desde cada lugar y en sus múltiples manifestaciones, nos interpela con un rostro inquietantemente dominado por esos inexpresivos ojos de cachorro muerto. No nos puede observar, pero pide que lo miremos. Sin embargo, se me ocurre que nadie ha clavado su mirada en la del propio Maromi, porque entonces habría averiguado que esos dos minúsculos puntos, retazos de nada, son las brumas que han engendrado a Shounen Batto.

Y ya que hablas —y no podría estar más de acuerdo— sobre el ataque a valores culturales muy reconocibles, el segundo episodio de la serie alude con malicia al reverso tenebroso del éxito social y a la necesidad de consenso colectivo en la constitución de la identidad individual. No es baladí que Taira Yuuichi, el simpático y encantador chico popular de la escuela, sienta la necesidad de conseguir el máximo posible de votos para convertirse en Presidente del Consejo de Alumnos y así afianzar la imagen que proyecta de sí mismo —para sí y para los demás— y que tan esmeradamente ha ido elaborando. Por ello, tampoco nos extraña que en el momento en que se comienza a sospechar que él es Shounen Batto —invirtiéndose el signo positivo de su popularidad— empiece a asomar por las grietas de su fracturada identidad un diabólico Yuuichi, desconocido hasta entonces para los otros y, quizás, hasta para sí mismo.

A.P.: —Tu subrayado acerca del carácter ubicuo de Maromi no puede ser más oportuno. En mi reciente viaje a Japón pude comprobar la extensión de un fenómeno comparable, el grupo de idols AKB48. Es la realidad reflejada por Perfect Blue a la enésima potencia, un conjunto de ¡64 chicas! que se renueva constantemente, con tiendas propias, actuaciones diarias en salas exclusivas, cobertura ininterrumpida en los medios… Estos parecen al servicio de esa cercanía permanente a cada ciudadano. De hecho, si nos fijamos, la mayoría de títulos de J-Horror que citas atañe a la expansión de las comunicaciones gracias a los avances tecnológicos; incluso la coartada fantástica de Juon bien podría sustituirse por una premisa de guión similar.

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Por otro lado, el esfuerzo comercial que conlleva edificar ese consenso vía consumo de productos implica a todas las fases del ciclo económico, desde las empresas a las familias. La escuela, en todos sus niveles, es el primer punto de intersección entre esta cadena vertical productiva y la cimentación horizontal de los valores culturales en la sociedad. Por eso la competitividad que anima a Yuuichi o «Ichi» («1», literalmente) no persigue la excepción de un Steve Jobs o un Mourinho, sino la aceptación. Él conoce la importancia de no descuadrar entre sus iguales, y por ello le indigna que de entre todos los candidatos al Consejo de Alumnos encuentre a su mayor rival en el más geek. A diferencia de ese pequeño zampabollos, él hace un doble esfuerzo: destacar en las áreas requeridas (productivo) y reprimir su personalidad (comunicativo), este último al precio de la disociación de identidad que comentas.

Satoshi Kon en este episodio 2 no solo da una medida del horror al que se equipara la destrucción del mencionado consenso horizontal, sino que apunta al peso de la responsabilidad de cada uno en protegerlo —otro tema recurrente que hallamos en animes como Kare Kano. Empezando por el pobre Yuuichi, todo el mundo está bajo sospecha de rebelión. Por qué será que la figura de Shounen Batto es tan amenazante como seductora…

I.P.R.: —Acaso el proyecto identitario de Yuuichi tenga mucho que ver con la necesidad de narrarse frente a (y para) los demás a partir de lo que la sociedad espera de él, manifestando una notable capacidad de adaptación a dichas exigencias. De manera reveladora, la propia elaboración del personaje por parte de Kon responde claramente a un arquetipo muy concreto y fácilmente reconocible: el del hijo magnánimo, compañero de clase leal y estudiante brillante. 

Para la colectividad, probablemente resulte perturbador el hecho de que un individuo en construcción, en pleno proceso de formación cívica (no olvidemos que hablamos de un niño) que parece haber interiorizado sin excesivo esfuerzo el manual de instrucciones, pueda mutar en un elemento peligrosamente revulsivo. No hay más que atender a la cruel respuesta de su entorno inmediato, salvando a su familia y al personaje central del tercer capítulo, Harumi Chouno, profesora particular del propio Yuuichi. 

A.P.: —A propósito del personaje de la profesora Chouno que mencionas, es muy interesante cómo utiliza Kon el personaje para establecer una continuidad con los conceptos presentados a partir del caso de Yuuichi.

A diferencia del chico, ella parece tener dos «proyectos identitarios» (me gusta esta expresión que empleas, de plena actualidad) que pugnan por imponerse en su psique —el paralelismo con Perfect Blue o Paprika es más que directo. Hemos pasado de una condena lynchiana de la hipocresía social a poner en sospecha la conciencia del individuo: Harumi no trata tanto de preservar un imponente tatemae o fachada como Yuuichi como la idea conservadora de felicidad en la que en teoría cree. Curiosamente, su otra identidad goza de una cota de popularidad más elevada dentro del mundo marginal que se mueve, en respuesta a unas interacciones sociales más asertivas.

En este sentido me parece significativo cómo se escapan en elipsis los detalles de la relación con el prometido de Harumi —o quizá es que no hay nada que contar—, mientras que en la vida de su doppelgänger acontece un festival de lo tangible, explicitado en diseños repulsivos y animaciones realistas de los cuerpos de sus clientes. Un efecto similar al que consigue Sion Sono con las aventuras sexuales del ama de casa protagonista de Guilty of Romance, otro ejemplo de la idea de liberación/desenmascaramiento que tratábamos…

I.P.R.: —Fíjate que, al igual que en Perfect Blue, la inconsistencia de la identidad se traduce en una narrativa fragmentada y confusa. Es como si nuestra percepción del mundo fuese proporcional al grado de cohesión identitaria que poseemos: a medida que el enfrentamiento entre Chouno y Maria se torna más violento, el relato se muestra más deshilachado e inconexo.  Volvemos a la idea de la imposibilidad de narrar la propia experiencia si no nos mostramos capaces de convertir nuestra identidad en una narración articulada de manera consistente y ordenada. Me planteo, a partir de todo lo que estamos comentando, dos interrogantes:

1) ¿Cuál es el auténtico ‘yo’ de Chouno/Maria? Aquí nos enfrentamos con una problemática que discurre paralalela a la de la Mima de Perfect Blue: porque ella se enfrentaba a un conflicto de orden diacrónico —¿cuándo dejamos de ser lo que éramos para empezar a ser lo que somos? — y, en el caso de este episodio de Paranoia Agent, la tensión es sincrónica —¿Cómo asumir la coexistencia de dos naturalezas individuales en mi ser?

2) ¿Podemos seguir creyendo en una “conciencia del individuo» —tomo prestado el término que usas— homogénea y unitaria? Presumo que Kon respondería afirmativamente, aunque con matices: no deberíamos confiar en las mismas estrategias para «narrarnos» que proponía la Modernidad y debemos partir, quizás, de la idea paradójica de que tenemos que asumir la realidad mutable y múltiple del propio ‘yo’ para, a partir de ello, enunciar un proyecto identitario coherente. El equilibrio en la asunción del propio desequilibrio: una resolución como la que ofrecía Paprika, sin ir más lejos.

Me intriga, no obstante, que ese «desenmascaramiento» que llega siempre a los personajes en forma de un fuerte golpe en la cabeza —detalle no por evidente menos significativo— libere a Chouno de Maria y no al revés. En una de las últimas escenas de este episodio, descubrimos cierta filiación entre Maromi y Shounen Batto por las consecuencias letárgicas que obtienen sus acciones: Yuichi se siente tranquilo porque puede volver a ejercer su papel —ante la sociedad y ante sí mismo— al haber sido liberado de las sospechas que recaían sobre él.