A.P.: —Empiezo por esa inferencia final que haces acerca de las propiedades «letárgicas» del ataque de Shounen Batto, porque de hecho en el episodio siguiente («A Man’s Path») se confirma su nulo efecto mesiánico: no solo es incapaz de arrancar al corrupto agente de policía Hirukawa —uno de los clientes estrella de Maria— de las garras de los yakuza a los que debe dinero, sino que es detenido por éste al fracasar su ataque. Quizá ello se deba a que por primera vez la presión externa a la que la víctima se ve sometida es el resultado, y no la causa, de su propia degradación ética, de la que derivan los problemas del oficial. En continuación (más que respuesta) a tus interrogantes, abro dos consideraciones:
1) El conflicto es sincrónico, como señalas, debido a la tensión perpetua entre dos o más imágenes enfrentadas de la identidad. En «A Man’s Path» la dicotomía entre la miseria de Hirukawa, retratada con la sordidez de un Abel Ferrara, y el ideal en el que se ve, de héroe de manga seinen que se carga a los malos y salva a la chica, es irresoluble y por tanto inexpresable en esa narrativa coherente a la que aludes (Kon lo concreta gráficamente en el contraste de montaje entre anime dinámico en color y manga estático en B/N). Al final los yakuza hacen su aparición mientras es aplaudido por su hazaña.
2) Dicha tensión es interna y no puede ser erradicada desde fuera (¡ni a batazos!). Tu pregunta acerca del «yo» real de Harumi Chouno parece encontrar su solución en una imagen al principio del episodio: para ti y para mí, ella es ese guiñapo pintarrajeado que yace inerte en la acera. Tras la intervención de Shounen Batto lo único que hace es tomar partido por una de sus proyecciones; parece ser que confiar en lo que nos creemos que somos es la única esperanza de liberación o, en la terminología que empleábamos, de narrativa de uno mismo. En el caso de Hirukawa, ¿cómo alcanzar tal convicción después de haber violado a una menor? Hemos dejado a Rivette tres curvas atrás…
I.P.R.: —Pienso que, como ocurría con Yuichi o Chouno/Maria, la presión que hace de Hirukawa una víctima perfecta para Shounen Batto es tanto de orden externo —las deudas contraídas con la yakuza tras intentar chantajearlos— como interno —la tensión irresoluble entre esas dos imágenes enfrentadas de la propia identidad que sintetizas a la perfección. Al final de Perfect Blue, Mima mira sonriente su reflejo en el espejo retrovisor del coche y proclama: «¡Soy real!». Tú lo has dicho: «confiar en lo que creemos que somos es la única esperanza de liberación». Un planteamiento que remite, por cierto, a la declaración de «principios identitarios» de Alonso Quijano/Don Quijote, con aquel: «Yo soy quien digo ser». Nuestra identidad consensuada socialmente no es más que otra fabulación (en este caso, de carácter institucional y burocrático); y no es, ni mucho menos, más real que la imagen que podemos llegar a fraguar nosotros mismos.
El caso de Hirukawa me resulta especialmente interesante porque habla del desmoronamiento de una narrativa que él mismo ha construido como relato de su identidad, tomando como modelo de inspiración al protagonista de un seinen arquetípico. En contraste con lo que le ocurre a Chouno/Maria, Hirukawa se ha mostrado capaz de edificar una arquitectura del ‘yo’ de apariencia robusta; pero este proyecto de identidad no resulta aceptable, porque narrarse no sólo implica ‘concebirse’ de una manera determinada, sino también ‘realizarse’ de acuerdo a esa concepción de uno mismo como individuo en el mundo.
Pero para quijotesco tenemos a Makoto Kozuka, personaje central de «The Holy Warrior», quinto episodio de la serie. Un alumno de primaria amante de los RPGs (Role Playing Games) que trata de hacerse pasar por Shounen Batto, asegurando que está luchando contra un Mal que sólo él es capaz de percibir… Makoto es un pobre crío producto de una era que ha suplantado la ‘identidad’ por el ‘logotipo’; su carencia de un proyecto existencial lo lleva a practicar el arte espurio del simulacro. Llama también mi atención la forma en que codifica la realidad a partir de la formulación visual y narrativa de un videojuego. Y por primera vez en la serie, comienza resquebrajarse el punto de vista aparentemente externo de los dos investigadores del caso, arrastrados por la relación de los hechos de Makoto durante el interrogatorio…
A.P.: —En efecto, los capítulos cuatro al seis comprenden un mini-ensayo sobre el dualismo concepción-realización que subrayas, y en lo que concierne a la historia de Makoto, con el punto de mira en esa virtualidad con que la sociedad actual nos invita a afrontar la vida. Ahora bien, creo que se evita cargar las tintas sobre la enajenación del chaval, quien a fin de cuentas consigue inocular desde su fantasía insospechados efectos en el mundo real; su identificación de los problemas de los personajes —divertidamente caracterizados como criaturas fantásticas— con un supervillano de RPG se revela impecable desde un punto de vista operativo. ¿Acaso no endereza (temporalmente) la existencia de sus víctimas? Ese simulacro, como acertadamente lo llamas, se infiltra en la realidad mediante una línea de acción contundente, y es dignificado por Kon mediante el mismo recurso que en Millennium Actress de introducir a observadores externos en la ensoñación (los detectives, quienes gracias a este peculiar relato logran reanudar sus pesquisas).
En cambio, el siguiente capítulo nos sugiere un mundo virtual aún más peligroso: la infancia, tema principal del fragmento dedicado a Taeko, la hija de Hirukawa. Vuelvo a remitirme a tu observación acerca de la imagen que el individuo tiene de sí mismo y su difícil correspondencia con los actos. ¿Cómo incorporar una niñez idealizada al relato granítico de nuestra vida que el presente esculpe minuto a minuto? La contradicción entre el recuerdo de su padre y el monstruo que ahora ve es tan flagrante que la conciencia de Taeko borra ambos términos gracias a un nuevo ataque de Shounen Batto.
Y si me permites cierta digresión me gustaría señalar lo que en mi opinión hace de este episodio una obra maestra de la TV. Kon nos sorprende con un montaje alterno entre la historia de Taeko y el interrogatorio de la anciana que fue testigo del incidente de Tsukiko, el cual desencadenó la persecución de Shounen Batto. Inmersos en la resolución del misterio en combinación con la crítica a nuestras estructuras psicosociales, de repente Kon rescata un personaje secundario, casi paródico, y eleva su drama humano no solo al primer plano de la ficción, sino a la catarsis precipitada por un tifón presente en ambas líneas paralelas de montaje. A la vista del cielo fílmico que les regala, aparte del talento quizá los capítulos que restan podamos interpretarlos a la luz del amor por sus semejantes, esa cualidad tan rara en cineastas y espectadores de hoy en día.
I.P.R.: —Si me permites, voy a responder, en primer lugar, a tus meditaciones en torno al sexto capítulo. Para Taeko, el traumático descubrimiento de un sórdido secreto familiar produce un cortocircuito existencial que establece un punto y aparte en su vida; o, mejor dicho, que la hace evocar su infancia a través de un puñado de sensaciones que siente ajenas a sí misma, como si no pudiese incorporarlas a su presente. Un abismo se abre entre ‘lo que fue’ y ‘lo que es’, y la niñez añorada asalta su mente armada de recuerdos que responden a una nostalgia yo diría que metafísica: verse a uno mismo como a ‘otro’, desear volver a un ‘yo’ pretérito que es, en nuestra memoria, otra persona, otro estado del Ser. Para recuperar la unicidad desde su escisión, sólo cabe pulsar el botón de reset… Y ahí entra nuestro amigo Shounen Batto.
Yo también, como tú, siento especial debilidad por este episodio, que ofrece un desenlace muy generoso —y emotivo— a sus protagonistas. De Visitor Q a Lo imposible, ninguno de los obstáculos a los que nos enfrenta la Naturaleza y nuestra naturaleza han sido suficientes para acabar con la familia; rota, herida y/o disfuncional, sigue siendo el refugio último del individuo en su desamparo. El montaje en paralelo, tal como apuntas, hermana los dramas de Taeko y la anciana: ambas pierden sus hogares —siempre provisionales— a causa de un temporal pero, paradójicamente, recobran el hábitat emocional que perseguían en su desnortado y confuso deambular por la ciudad…
Ahora volvamos, por un momento, al quinto episodio. Efectivamente, la alienación de Makoto es observada partiendo antes de la comprensión compasiva que desde una condena moral de tintes inquisitoriales: más adelante sabremos que el chico tenía instintos suicidas (en el capítulo séptimo, de hecho, se quita la vida) y que la mitad de los hechos confesados en el interrogatorio son inventados… Como señalas, su traducción de los elementos de la realidad a la gramática de un videojuego —tan cara a la alegoría y a la interpretación simbólica de los signos— no está exenta de cierto carácter lúcido, casi iluminativo; en Makoto se condensa esa dualidad tan característica del espíritu adolescente, que bascula entre la perspicacia de quien es capaz de vislumbrar las grietas morales de la sociedad que ha cincelado su educación emocional y una vulnerabilidad derivada de estructuras psicológicas aún en construcción. De hecho, el nivel de inmersión de los detectives en el delirio onírico que propone el joven imitador determina claramente el carácter de este dúo de investigadores: el veterano Ikari contempla con una mezcla de melancolía y desdén los referentes culturales del sospechoso; Maniwa, algo cándido pero también más receptivo a las distintas vías a través de las que puede abrirse paso la Verdad, se sumerge cómodamente en las reglas del (vídeo)juego que vertebra el relato de Makoto. Y así, Kon ennoblece el poder de las ficciones —da igual si literarias, cinematográficas, televisivas o videojueguiles— a la hora de trazar los contornos de lo real.
Como vemos en el séptimo capítulo, «Mhz», mientras la resolución del problema para Ikari se limitaría a la persecución y condena de un villano concreto e identificable, Maniwa intuye que la dimensión del mal al que se enfrentan es más escurridiza. De hecho, comienza a vislumbrar vagamente el papel ‘agencial’ de Shounen Batto en una comunidad conformada por individuos que fracasan a la hora de asumir con muda docilidad los mecanismos sociales que nos hacen sentir ser lo que creemos que somos. Me parece que Maniwa se aproxima no tanto a la resolución de la cuestión medular de la serie, sino a la formulación de las preguntas adecuadas, ¡y no es poco! ¿Pero acaso alguien sería capaz de calibrar la sintomatología de un mal cuyas raíces alcanzan profundidades insondables? ¿Cuántos han sido ya los arrogantes que han tratado de darle un nombre? Frente al carácter concluyente y rotundo de la palabra, Kon —mucho más humilde y honesto— se acoge a lo ambivalente y multifacético de la imagen; una imagen neblinosa que se escapa patinando antes de que nuestros dedos puedan siquiera rozarla. Una sombra inasible cuya verdad, siempre incompleta y fragmentada, va emergiendo ante los desconcertados ojos de Maniwa; su inquietud crece progresivamente cada vez que falla en su afán de aprehender la esencia de Shounen Batto.»Mhz» se abre con una secuencia que muestra al policía rastreando una enigmática emisión de radio, idea que sirve como leiv-motiv a lo largo del capítulo. Serán precisamente interferencias sonoras —voces procedentes de una emisora mal sintonizada— y visuales —en forma de recursos del montaje tales como insertos y encadenados— lo que alimente la certeza de que para resolver el «caso» en el que trabaja no basta con encarcelar a un delincuente. Es significativo que, justo en este episodio, cese para siempre la investigación policial. Las pesquisas, a partir de ahora, nos internarán en territorios más inestables, tanto desde un punto de vista narrativo como conceptual.
A.P.: —Como preparación para lo que sigue nos viene de perlas tu esfuerzo de recapitulación y síntesis del primer gran arco conceptual de la serie, que como bien indicas se cierra con el carpetazo al caso Shounen Batto. En particular me parece crucial esa capacidad de visión adolescente que comentas a propósito del quinto episodio («The Holy Warrior»), en cierta manera un aperitivo del que definitivamente nos precipita a las profundidades de Paranoia Agent: «MHz» es un punto de inflexión en que da comienzo la percepción en crudo de lo real, y con ella la evidencia que el precio de toda pequeña ficción es una gran mentira. Me refiero, por ejemplo, al misterio detectivesco con que Satoshi Kon nos atrae al punto de no retorno en que se halla el agente Maniwa. Allí se termina un trayecto —además de la dimisión de los detectives, la versión de la policía será debidamente transmitida sin cuestionarse por los kisha kurabu o sociaciones de periodistas adscritas al departamento— y con él una actitud ante la vida. No es casual que el más sereno y jovial de la pareja investigadora sucumba a un despertar angustioso, plasmado en la estética bella y desquiciada de ecos lynchianos que, como sabemos de Millennium Actress y Paprika, es la que Kon asocia a una comprensión más amplia de los fenómenos. Hasta ese punto hemos asistido a un mero simulacro del conocimiento, el subterfugio que nos brinda la ilusión de vivir concienciados y que inteligentemente rechaza Ikari sin que Maniwa llegue a apreciarlo, sin duda pensando éste que su compañero —partícipe de esa modestia de Kon a la que aludes— no puede entender como él a ese chaval que ¡sorpresa! se suicida en las dependencias policiales.
Los últimos minutos de este episodio, una expresión de la enloquecedora necesidad de conectar con el mundo para dar cuenta de nuestra solitaria visión de éste, ofrecen un interesante contraste con el que le sigue. Mientras que «MHz» ofrece un decente muestrario de animación experimental propia de un OVA o una película, «Happy Family Planning» parece por momentos un episodio de relleno… si no fuera por la radicalidad de su tema y su honestidad brutal al afrontarlo. Lo que ocupan los apacibles cells de animación son tres personajes en pos de la muerte, presentada como un viaje plácido sin final donde nos liberamos de esa urgencia de acceder a un plano superior de percepción. Por este motivo la alegría de la pequeña suicida Kamome es diametralmente opuesta a la máscara de Maniwa en episodios anteriores, en correspondencia con una ausencia total de ansiedad. Ahora bien, ¿equivale semejante estado a la felicidad? Los protagonistas portan macutos de Maromi…
I.P.R.: —Es verdad que tanto el octavo como el noveno capítulo podrían parecer episodios de relleno si echamos un vistazo rápido y superficial a lo que tenemos frente a nosotros. Dos modestas piezas que se abren como un paréntesis justo tras la vuelta de tuerca que supone para la serie «Mhz. Pero dejemos atrás los juicios precipitados: «Happy Family Planning» y «ETC» son toda una declaración de principios e intenciones: ambos son episodios especialmente agudos e incisivos en su mirada —teñida de un amargo sentido del humor— a los personajes y a un malestar generado por el lugar que ocupan en el mundo; tramos focalizados en el drama humano para dejar apartada, por un rato, la línea principal de acontecimientos. ¿Pero existe acaso una trama principal en Paranoia Agent o nos encontramos, en cambio, ante la ilusión de una trama diseñada según los códigos del relato policíaco, como tú mismo apuntabas en el anterior mensaje? No es de ningún modo baladí el hecho de que estos dos episodios, hermanados por su talante digresivo, se sitúen justo después de «Mhz», capítulo que, como ya hemos dicho y repetido, certifica las insuficiencias y limitaciones de las estructuras narrativas a las que hasta ahora se había circunscrito la búsqueda de Shounen Batto.
La familia reaparece en «Happy Family Planning», fábula con un tono tan engañosamente simpático e inofensivo como el que caracterizase a la muy reivindicable Tokyo Godfathers. Estoy muy de acuerdo con tus apreciaciones acerca de lo que diferencia a estos personajes de los anteriores, pero pese a la jovial «narcotización» que sufren, ¿no es también cierto que, finalmente, acaban por conformar un imbatible wild bunch frente a una sociedad que parece haberlos dado ya por muertos? Creo que el encuentro poco a poco comienza a adquirir, para los tres, una dimensión balsámica que no intuían en principio, y las pulsiones que los empujan a la muerte desaparecen prácticamente en los últimos diálogos.
Y no es que la historia pierda el foco en este punto, no; más bien, y por primera vez, podemos reparar en que su alcance posee un carácter más amplio del que anteriormente éramos capaces de percibir. Es como si el relato, químicamente sólido episodios atrás, pasara a un estado gaseoso y fuese capaz de penetrar por la más estrecha de las rendijas de cada espacio, público o privado; telúrico o espiritual. Sería fácil imaginar que Shounen Batto ha podido propiciar muchas de esas situaciones de violencia cotidiana que nos llegan en oleadas desde los mass media: la muerte de un adolescente obsesionado por los estudios en mitad de un examen o el asesinato de una suegra que esclavizaba y maltrataba a su nuera. «ETC» consiste en una compilación de leyendas urbanas sobre el temible niño bateador relatadas por cuatro marujas bastante repelentes. La vida ha pasado a convertirse en mito y, por tanto, en cultura; la realidad será entonces reinventada a partir del bagaje cultural de cada cual. Una de las historias que recopila este capítulo, por ejemplo, adquiere los atributos visuales de un clásico shojo para contar una versión morbosamente truculenta de Falling Leaves (Alice Guy de Blaché, 1921). Por ello, no solamente debemos prestar atención a los relatos, sino, y sobre todo, a la comunidad que los produce: una sociedad —como la japonesa— que se deleita en fabricar sórdidos cuentos urbanos cargados de perversidad, pero ajenos a todo afán revulsivo, limitándose a exorcizar nuestros fantasmas. Qué malicioso es el cierre del episodio, ¿verdad? El ama de casa rogando a gritos a su moribundo marido —un guionista, detalle relevante— que le cuente, con pelos y señales, cómo fue atacado por Shounen Batto. Ocho (sí, ocho) años antes que Cabin in the Woods.