El cuerpo

Los relatos y el relato

Hay ocasiones en que, desgraciadamente, el peor enemigo de una película potencialmente brillante se encuentra en su propio interior, por diversas razones. Algo así ocurre en este más que interesante primer largometraje de Oriol Paulo (cuyo trabajo más conocido hasta el momento era el guión de Los ojos de Julia). Su primer enemigo lo constituye el conjunto de referencias cinematográficas que atesora en su interior: unas más directas y aparentemente voluntarias —la escena en que Álex Ulloa/Hugo Silva sube por la gran escalera de la lujosa casa conyugal, que recuerda la escena del vaso de leche en Sospecha (Alfred Hitchcock; EE.UU., 1941), o aquella en que ese mismo personaje, rodeado de una manta, se balancea en una silla de oficina mientras es custodiado por la policía, que remite con claridad al Norman Bates/Anthony Perkins del final de Psicosis (Alfred Hitchcock; EE.UU., 1960)—, y otras más indirectas y quizá no perseguidas, pero no por ello menos claras —los juegos psicológicos macabros, de identidades y de apariencia/realidad de filmes excelentes como La huella (Sleuth; Joseph Leo Mankiewicz; EE.UU.-Reino Unido, 1972) o Shutter Island (íd.; Martin Scorsese; EE.UU., 2010), y otros no tan brillantes pero sugerentes, como The Game (íd.; David Fincher; EE.UU., 1997). Inevitablemente, el espectador conocedor de las referencias acaba comparando, y el resultado es de suponer. El segundo «enemigo interior» de El cuerpo es su estructura, basada en el planteamiento de un misterio y la proposición de diversas hipótesis en forma de relatos alternativos, coronados por el único verdadero relato que, por desgracia, nos acaba siendo contado tan apresuradamente que adquiere la apariencia de algo completamente disparatado cuando, probablemente, no lo es tanto.

Este último aspecto es, en mi opinión, lo mejor y lo peor de esta singular película. Advierto al lector que no se puede hablar seriamente de El cuerpo sin desvelar la sorpresa final, de modo que le aconsejo no continuar si aún no ha visto la película. La historia comienza con la desaparición del cuerpo de Maika Villaverde (Belén Rueda), próspera y excéntrica empresaria que acaba de fallecer; su marido, Álex Ulloa (Hugo Silva), vive una aventura con una mujer mucho más joven que Maika, Carla (Aura Garrido) y enseguida se convierte en sospechoso de matarla y hacer desaparecer su cuerpo: esta sería la primera hipótesis. A medida que vamos conociendo, mediante cortos flashbacks, la historia de su relación con Maika, sin embargo, va apareciendo como plausible otra posibilidad, y es que ella, obsesionada con poseer sexualmente a su marido y quizá enterada de su infidelidad, habría planificado tanto la apariencia de su propia muerte (mediante un medicamento que la indujera a la catalepsia) como algunas pistas falsas que incriminaran a Álex, al mismo tiempo que perseguiría a Carla para matarla. A lo largo del filme, el espectador, con la información que tiene, no puede sino creer en esta segunda hipótesis, que se va confundiendo con la primera a medida que llegamos al final. Sin embargo, en un giro completamente inesperado, y mientras el policía Jaime Peña (José Coronado) persigue por el bosque a Álex cuando este trata de huir, descubrimos que la muerte de su propia esposa —la de Jaime, de la que se habla a lo largo de la película— en un accidente de tráfico es la clave de todo el relato: una noche como en la que transcurre el filme, un coche embistió lateralmente el vehículo en el que viajaban él, su mujer y su hija, y su esposa murió; el coche se dio a la fuga pero la niña logró ver parte de la matrícula y algún dato que, años después, le permitió localizar a los fugados, que eran Maika y Álex; la hija de Jaime es Carla, que decidió seducir a Álex para vengarse, hasta el punto de convencerle para que envenenara a su mujer; Jaime planificó, por un lado, la desaparición del cuerpo de Maika para incriminar a Álex y salvaguardar a su hija y, por otro, la muerte del propio Álex con una droga que no deja rastro en el cuerpo, de modo que la venganza habría quedado consumada y tanto él como su hija a salvo de toda sospecha.

Hay mucho mérito en la consecución de un filme entretenido que mantiene el interés por la resolución de la trama hasta el final, sin que sea nada fácil sospecharlo a pesar de que casi toda la información para resolver el caso está en sus fotogramas. El primer mérito es construir un personaje como el de Maika en apenas unas pinceladas, pues solo la conocemos por flashbacks muy cortos en los que, sin embargo, se logra transmitir una personalidad que hace completamente creíble algo tan retorcido como que haya podido hacerse pasar por muerta para vengarse de su marido. El segundo mérito es ir construyendo serenamente la historia del pasado de Jaime, con la suficiente explicitud para que pensemos que ese relato es importante a la hora de valorar la actitud del policía hacia Álex, pero con la suficiente discreción para que no caigamos en la cuenta de que quizá tenga algo que ver con la desaparición del cuerpo de Maika. El tercer mérito es crear una atmósfera pesadillesca, a ratos kafkiana, en la que en ocasiones todo parece un juego, un sueño o una invención de algún personaje  —idea a la que contribuye, no sin desconcierto para el espectador, la socarrona interpretación de José Coronado—, para terminar siendo una historia cruelmente real.

Subyace en el argumento de El cuerpo un tema que viene siendo recurrente en el cine español de los últimos años y que, no cabe duda, hay que interpretar a la luz de la realidad sociopolítica de nuestro país. La razón por la que Jaime y Carla deciden planificar la muerte de Maika y Álex es sencilla: vengar la muerte de su esposa/madre en el accidente de tráfico provocado por la pareja que se dio a la fuga o, lo que es lo mismo, el ojo por ojo y diente por diente. El propio Jaime cuenta que la «versión oficial» fue la de un accidente pero que en realidad fue un asesinato, dando así a entender la incapacidad de la administración para hacer justicia o, lo que es peor —hipótesis avalada por el hecho de que Maika es una influyente empresaria—… la corrupción; recordemos algunas de las últimas películas españolas donde estos temas resultan esenciales (todas ellas exitosas, por cierto), como La caja 507 (Enrique Urbizu, 2002), Celda 211 (Daniel Monzón, 2009), No habrá paz para los malvados (Enrique Urbizu, 2011), o Grupo 7 (Alberto Rodríguez, 2012), aunque quizá el referente más importante al respecto es la excelente serie de televisión Crematorio (Jorge Sánchez Cabezudo, 2010), donde el corrupto constructor protagonista (Pepe Sancho) muere también bajo la aplicación del ojo por ojo y diente por diente. Todo ello indica el trasvase evidente que se está produciendo entre las inquietudes ciudadanas y algunas de las películas españolas más interesantes.

Dicho todo esto, y como apuntaba al principio, en su mérito lleva El cuerpo su propio lastre. Y es que «el relato» de la película, el verdaderamente relevante, es aquel que permanece oculto hasta el final, y que nos es presentado mediante una síntesis narrativa excesiva y apresurada, que no solo no nos permite pensarlo y saborearlo, sino que además proyecta sobre ese relato la sombra de la sospecha en forma de trampa o inseguridad del guionista. Así las cosas, «los relatos» anteriores quedan al descubierto como lo que son, meros artificios en busca de un final sorprendente, aunque algunos de ellos tuvieran elementos más que interesantes que, conectados con «el relato», habrían adquirido cierta solidez. El final de la película hubiera necesitado más calma, alargar el filme posiblemente más allá de las dos horas, y precisar los contornos de los personajes a la luz de la verdad. Hay un riesgo enorme en emular a Hitchcock, consciente o inconscientemente, y es quedarse en el ámbito formal: la grandeza de Hitchcock es que sus misterios solían ser excusas para contarnos historias del máximo interés, y lo que ocurre en El cuerpo, y en tantas y tantas películas, es que «el relato» parece una excusa para generar misterios. Y un filme sin verdad, sin «su verdad» acaba dejando tras de sí una cierta sensación de engaño y de frustración.