Los hombres duros no bailan
No es fácil para los héroes de acción envejecer sobre la pantalla. Recuerdo al John Wayne achacoso de Brannigan (íd.; Douglas Hickox, 1974), o al Charles Bronson hinchado como una bota de El rostro de la muerte (Death Wish V: The Face of Death; Allan A. Goldstein, 1994), y siento más nostalgia y simpatía hacia esos dos ancianos que emoción testosterónica por sus enfrentamientos físicos. Y es que, aunque la presencia icónica de este tipo de intérpretes puede mantenerse más o menos incólume on los años, la pérdida de agilidad y de flexibilidad que trae la edad hace cada vez más difícil la credibilidad de sus posibilidades frente a oponentes más jóvenes —no es casual, en ese sentido, que Bruce Willis ya solo aparezca en filmes en los que forma equipo, o que Chuck Norris ya no interprete ni una sola de sus secuencias de artes marciales. Porque, no nos engañemos: la clave de este género está en la fisicidad que son capaces de transmitir sus estrellas al público —por eso Daniel Craig, con ese aspecto de portero de discoteca ruso, resulta mucho más creíble como Bond que el metrosexual Pierce Brosnan—, y desde el momento en que esta falla, e intenta compensarse mediante el abuso de efectos CGI o un montaje demasiado picado, la conexión con el público empieza a tambalearse.
Ahí está el principal problema de El último desafío (The Last Stand, 2013). Concebida como una prueba de fuego para su protagonista, Arnold Schwarzenegger, a la hora de mostrar que, como su viejo enemigo Sylvester Stallone, todavía puede dar guerra en la industria del cine —pero sin depender tanto del bótox y de los esteroides—, la realidad es que certifica en él un estado de oxidación preocupante. Ese momento supuestamente paródico, en el que el personaje del antiguo Gobernador de California entra en un dinner vestido con pantalones cortos y náuticos, supone, en realidad, una definición muy acertada de su paso por todo el metraje. Schwarzenegger no ha sido nunca un buen actor, pero en su mejor época lo compensaba a base de carisma y de entusiasmo… Algo que está ausente en su colaboración con Kim Ji-woon, ya que, incluso cuando va vestido de sheriff, y debe transmitir una imagen más o menos icónica, uno tiene la impresión de que va con zapatillas de andar por casa y arrastrando los pies. No hay tensión en su rostro, ni sensación de amenaza, sino más bien cansancio y una cierta desgana. Y, siendo su personaje el ancla emocional del relato, aquél con el que tenemos que identificarnos, por el que debemos preocuparnos —los demás están retratados, literalmente, a brochazos: son puro arquetipo reciclado—, acaba dejando cojo a un proyecto que pedía a gritos a un protagonista carismático, energético.
Consciente de que se trata de su debut hollywoodiense, Kim hace lo que puede para llenar de testosterona una historia llena de lugares comunes, de situaciones previsibles, adaptando para ello su estilo preciosista, muy atento a los detalles, al ámbito americano. De hecho, consciente de que el guión de Andrew Knauer, reescrito por Jeffrey Nachmanoff y George Nolfi, quiere ser una trasposición de los mecanismos narrativos del western a una situación contemporánea, el director coreano aplica lo aprendido en su grandilocuente, pero divertidísima El bueno, el malo y el raro (Joheunnom Nabbeunnom Isanghannom, 2008), sacándole todo el partido al formato panorámico para darle protagonismo a los entornos semidesérticos y, sobre todo, construyendo el enfrentamiento climático como un duelo old school, incluso en la geografía del pueblo, concebido, como los del Viejo Oeste, como un pasillo. Así, si lo más obvio sería destacar, sin duda, sus tiroteos, que ciertamente destacan entre lo que ha dado el género en los últimos años —atención a cómo los disparos afectan a los personajes: los salpicones de sangre y los espasmódicos movimientos provocados por los impactos son terriblemente realistas—, también cabe señalar las escenas de persecución, sobre todo por la capacidad que demuestra el director coreano para transmitir la sensación de velocidad del vehículo modificado que pilota el traficante Gabriel Cortez (Eduardo Noriega).
Aun así, da la sensación de que, en ese intento de trasladar su estilo a la industria hollywoodiense, algo del estilo particular, de la energía propia de Kim Ji-woon se ha perdido en la traducción. Sea por la sobriedad de estilo que parece haberse autoimpuesto, sea porque no ha acabado de conectar con el guión, pero El último desafío no aguanta la comparación con películas como A Bittersweet Life (Dalkoham Insaeng, 2006) o Encontré al diablo (Akmaraul Boatda, 2010)… Quizá porque Arnold Schwarzenegger no puede compararse, ahora mismo, con Lee Byung-hun, y hay que hacer todo un ejercicio de nostalgia, y de fe en la recuperación del viejo Arnie, para poder seguir viéndolo como el héroe de acción que una vez fue.