La noche más oscura (Zero Dark Thirty)

El fin del romance

I

La nueva película de Kathryn Bigelow es aun más elusiva que las anteriores. La colaboración previa de la directora con el guionista Mark Boal, En tierra hostil (The Hurt Locker. 2009), todavía primaba sobre lo abstracto, lo expresionista, un talante fabulador que la hermanaba al cine que Bigelow practicó hasta llegar a un callejón sin salida con El peso del agua (The Weight of Water. 2000) y K-19 (K-19: The Widowmaker. 2002). Pero La noche más oscura recrea la búsqueda y eliminación de Osama Bin Laden, el Emmanuel Goldstein de Estados Unidos desde el 11-S, apelando casi en exclusiva al docudrama y el reportaje, herramientas cómplices de un ascetismo formal que puede darnos en breve grandes alegrías.

En sí misma, La noche más oscura no acaba de cumplir con las expectativas. Quizás porque delata en la urgencia forense de unas imágenes supeditadas al montaje y la Historia que durante su preparación Bin Laden fue liquidado realmente. Habría sido más sugestivo, como al parecer planeaban Bigelow y Boal, que la misión de Maya (Jessica Chastain), analista de la CIA destinada durante casi diez años a la caza del terrorista saudí, hubiese derivado pista a pista y tropiezo a tropiezo en una sucesión infinita de orgasmos forzados. Como los de esas actrices porno que se someten voluntariamente a potros, correajes y consoladores para rendir la conciencia de sí mismas al vértigo vibratorio de sus coños.

A estas alturas todo el mundo sabe, o debiera saber, que Kathryn Bigelow es el ideario de Georges Bataille hecho cine. Para Bataille, el confort brindado por el Yo es susceptible de saltar por los aires cuando nos abandonamos en la oscuridad al Ello; el cine alberga la capacidad de inducir sensaciones viscerales atentatorias contra lo que llamamos identidad; el ojo es voraz hasta lo caníbal y ansía toparse en la pantalla con la imagen de su propia destrucción. Y Bigelow intenta nuevamente en La noche más oscura hacernos partícipes de tal concepto de la existencia, de una representación de la misma «que no se asemeje al recorrido prescrito de un signo práctico a otro, sino a una incandescencia enfermiza, a un clímax interminable».

II

De ahí que las lecturas de La noche más oscura como apología o denuncia de la tortura, como propaganda de las administraciones Bush Jr. u Obama, como realización de una marimacho, no solo pequen de estúpidas. Representan además actos de coerción ideológica, estructural, normalizada. Actos de violencia institucional que validan paradójicamente la alienación de la directora norteamericana. Paul Schrader, hijo contrahecho de la religión y la contracultura, combatió esa violencia consensuada con su sublimación trascendente; con una hiperinflación del Yo frente al Otro. Kathryn Bigelow, hija no menos contrahecha del Women’s Lib y la América sonajero posterior a Vietnam, apela a una violencia inmanente; a una estimulación enérgica del Ello para que lo devore todo.

Volvemos a Bataille: «Únicamente la violencia que experimento o a la que soy expuesto, aparta los velos de un mundo dividido en sujetos y objetos en el que la vida se asfixia, y nos da acceso a experiencias supremas de inmanencia».

El primer episodio de La noche más oscura, en el que la CIA martiriza a un prisionero árabe para que confiese un dato vital en el hallazgo de Bin Laden, es por tanto un rito de paso para Maya. Una mujer prototípica de nuestro presente, desprovista todavía de atributos, maquillada por Avon y vestida por Zara. Una criatura frente a la que Tess McGill (Melanie Griffith) y Clarice Starling (Jodie Foster) son un prodigio de personalidad. Una mujer a la que se ha adiestrado en la tortura, cuyo estudio habrá compatibilizado con el disfrute de Cincuenta sombras de Grey. Pero que no está preparada para el hecho de que lacerar carne enemiga labra surcos de iluminación en la propia.

Ya sucedía en Los viajeros de la noche (Near Dark, 1987), cuando Mae (Jenny Wright) y Caleb (Adrian Pasdar) confrontaban sus naturalezas antagónicas merced a una transfusión de sangre. En Acero Azul (Blue Steel, 1989), cuando Eugene (Ron Silver) violaba a Megan (Jamie Lee Curtis) amenazándola con su propia arma reglamentaria, que la agente de policía había esperado le concediera poder. En Le llaman Bodhi (Point Break, 1991), que enfrentaba a Utah (Keanu Reeves) con Bodhi (Patrick Swayze) hasta que ambos rompían contra el espejo de las costas australianas. En Días extraños (Strange Days, 1995), cuando una mujer disfrutaba de su propio asesinato gracias a cierto dispositivo. En El peso del agua (The Weight of Water, 2000), cuando Jean (Catherine McCormack) se topaba bajo el agua con la visión de Maren (Sarah Polley). Y en En tierra hostil, cuando William (Jeremy Renner) se reconocía en un conductor iraquí que se saltaba de manera suicida un control militar estadounidense.

III

A partir de ese momento temprano, a Maya, uno se atreve a escribir que a Kathryn Bigelow, deja de interesarle la Guerra contra el Terror. La cruzada de la analista poco tiene que ver con un trauma colectivo desde el 11 de septiembre de 2001 cuya reparación pasada la friolera de diez años, el 2 de mayo de 2011, solo ha sabido a ceniza. Bin Laden representa en La noche más oscura el mismo papel que el día y la noche en Near Dark; que el acero azul; que la cresta rabiosa de las olas en Le llaman Bodhi y el ayer primitivo en El peso del agua y la radioactividad en K-19 y la tierra hostil. Representa la boca del lobo, entre cuyos colmillos desea arder, correrse Caperucita, con la excusa de salvar a su abuelita.

Y hasta cuando el éxtasis de la inmolación del Yo se posterga una y otra vez por imperativos normativos, la conquista del Ello queda sembrada de petite morts ajenas a la responsabilidad moral y narrativa. Véanse los segundos 2:13-2:19 de Mission Zero, corto publicitario de Bigelow lleno por lo demás de claves interpretativas. Véase la determinación maniaca, obsesiva, irracional de Maya en La noche más oscura por atrapar a Bin Laden. Hay en ella muy poco de esa profesionalidad en la que han cimentado su opresión la sociopolítica y la economía contemporáneas, y en la que están atrapados los personajes de Bigelow hasta que dejan volar sus peores (es decir, más puros) instintos.

A lo largo de los años, el staff de la CIA sucumbirá al empleo de una tortura improductiva y deslegitimadora; a la prepotencia; a procedimientos funcionariales; a luchas intestinas de poder e intrigas de despacho; a ejecutivos que exigen de cara a la cuenta de resultados y el impacto mediático «nombres de gente a la que poder matar». Solo Maya llegará a la meta, siguiendo los consejos de Bodhi: «Puedes hacer lo que quieras. Inventar tus propias reglas. ¿Por qué servir a la ley, si puedes ser su inspirador?».

IV

La agresividad con la que los protagonistas del cine de Bigelow cargan contra sí mismos nace por tanto de una desconfianza, lindante con el miedo, a las estructuras que han propiciado su identidad y su género; que les impiden sentir una disolución primigenia en el mundo.

En su ópera prima, el cortometraje The Set-Up (1978), un hombre aguarda a otro en mitad de la noche. Cuando este llega, ambos se golpean hasta la extenuación. El que esperaba, vencedor, besa los labios ensangrentados del perdedor. A continuación, su pelea se reproduce bajo la tutela de un debate en off sobre la semiótica de lo violento a cargo de dos profesores de Bigelow, por entonces estudiante en la Universidad de Columbia.

Bigelow manifestaba ya en The Set-Up una conciencia aguda sobre el arrobamiento perverso que suscita la representación de la violencia. Pero también sobre los peligros de su cosificación, su fetichización, su instrumentalización incluso académica. Su esterilización. Resulta comprensible que Bigelow se haya enrolado en el cine de género producido en Hollywood, y que haya intentado subvertir sus férreos códigos: Estilizándolos al límite, delatando su impotencia para expresar nada trascendente sobre los contextos restrictivos en que se gestan, jugando a la implosión expresiva como forma última de resistencia a su asimilación por parte del sistema.

Desde su primer largometraje, The Loveless (1982), las ficciones de Bigelow han gustado en mayor o menor medida del reduccionismo en los títulos (Point Break, K-19, The Hurt Locker, Zero Dark Thirty) y los nombres propios (los de sus mujeres fuertes: Mae, Megan, Mace, Maren, Maya); así como de caracteres adictos a cualquier concepción del uniforme, los gadgets, la camaradería, y una moral de combate que termina por protegerles no contra lo extraño, sino contra lo habitual. En especial, si son mujeres.

Cuando en Acero azul Megan cede y perdona a su padre, un maltratador, se topa en el salón de la casa familiar con el psicópata Eugene. Sin ser consciente de ello, la Jean de El peso del agua está buscando en el pasado una respuesta expeditiva a la traición que en su sofisticado universo está urdiendo su marido, Thomas (Sean Penn). En Mission Zero, Uma Thurman aprende a través de una simulación, el propio cortometraje, cómo lidiar con una cotidianidad paranoica que integran niños vestidos de militar y armados con pistolas de agua, hombres que acechan en los semáforos, agentes de la ley. William, el artificiero de En tierra hostil, guarda entre los recuerdos neutralizadores de su peligrosa labor una fotografía de su hijo…

V

Maya es en este aspecto uno de los personajes más lúcidos del imaginario Bigelow. Elude todas las trampas emocionales que le salen al encuentro. Solo se permitirá raptos de calidez con el equipo que ejecutará sobre el terreno la misión contra Bin Laden, como William James solo se permitía una relación paterno-filial en el campo de batalla. No cabe decir lo mismo de una de sus colegas en la Agencia, Jessica (Jennifer Ehle). Sintomáticamente, cuando ambas se relajan con una cena y Jessica saca a colación a los hombres, un coche bomba está a punto de acabar con ellas. Escapan ilesas gracias al temple de Maya. Posteriormente Jessica se abandonará sola a la ambición, las quimeras y el exceso de confianza. Correrá peor suerte.

A lo largo de La noche más oscura, Maya se lo advierte una y otra vez, casi con delectación, a sus superiores y compañeros: Si quiere sobrevivir, Estados Unidos habrá de adaptar sus estrategias contra el terrorismo al escenario posterior al 11-S. Pero, ¿está refiriéndose Maya al escenario internacional? ¿O al local, el familiar, el individual? La desolación que transmiten los planos últimos de la película, dignos del fin de un romance, el de Maya con Osama Bin Laden, presagian dónde está para la protagonista, a lo mejor también para Bigelow cada vez que acaba de rodar, la noche más oscura: En casa. Imposible no recordar aquellas breves escenas de En tierra hostil con William, espíritu afín a Maya, su hermano, inerme durante su licenciamiento ante un bebé, unas cañerías atascadas, las estanterías de un supermercado.

Ante nuestro puto mundo.