Pensar demasiado el cine

Pensar demasiado el cine (o por qué no disfruté con las mejores películas de 2012)

I

Esta historia empieza el lunes 19 de marzo de 2012. Son las nueve de la mañana y en el Festival Internacional de Cine de Las Palmas de Gran Canaria se proyecta Tabú (2012), la nueva película de Miguel Gomes, que llega avalada por el efusivo coro de elogios desatados que ha despertado en el pasado Festival de Berlín, donde se alzó con los premios FIPRESCI de la crítica y el Alfred Bauer a la innovación artística. Entro a la sala atenazado por las expectativas (más sobre esta cuestión más adelante), no en vano la anterior película de Gomes, la deslumbrante Aquele querido mes de agosto (2008), se cuenta entre mis favoritas de la década pasada.

Dos horas más tarde, salgo del cine contrariado. La película no me ha convencido. Sobre mi cuaderno de notas reposan algunas ideas e intuiciones que podrían explicar mi desencanto, pero es la memoria la que me echa un cable en este momento de desazón. Así, viajo mentalmente hasta el tránsito del otoño al invierno del año 2004. Estoy sentado en el tren que hace el recorrido entre Barcelona y Sant Cugat del Vallés, y me dirijo a casa con una copia en las manos de la crónica de Cannes que ha publicado la revista argentina El Amante. En las fotocopias, el matrimonio formado por Quintín y Flavia de la Fuente disecciona con su agudeza habitual lo ocurrido en la primera edición del festival galo que viví en primera persona. Paso las hojas y espero con ansia el momento en que se discuta Tropical Malady (Sud pralad. 2004), la por entonces nueva película de Apichatpong Weerasethakul, un advenimiento fílmico que todavía conservo tatuado en mi lista particular de revelaciones cinéfilas (de hecho, incluí la película en mi Top 10 histórico para Sight & Sound). Finalmente, el momento esperado llega como un jarro de agua fría: «La película con la que puede compararse Los muertos (de Lisandro Alonso) es la premiada Tropical Malady, con su misterio, su laconismo y el esplendor de sus imágenes en la naturaleza. Pero, a diferencia de Alonso, Apichatpong trabaja en un género más preciso que es la vanguardia de las artes visuales. Su película, la tercera, tiene claro que la combinación entre una mitad realista y otra chamánica es de un exotismo tan controlado o de un control tan exótico que hay que ser muy necio para resistirse a su atractivo. Aun así, nos pareció que al tailandés las cosas le salen demasiado fáciles como para ser del todo verdaderas».

La herida todavía abierta por aquel puñal lanzado por mis críticos de cabecera cicatriza súbitamente. Casi una década después, puedo finalmente hacer las paces con un argumento que ahora me sirve para aliviar mi confusión. Y es que, sí, diría que a Gomes «las cosas le salen demasiado fáciles como para ser verdaderas». Su tablero de juego es el cine entendido como un arte “libre” y alimentado por la conciencia histórica. En cierta manera, Tabú aspira a revelar que debajo de la modernidad se esconden los descubrimientos y formas del cine pretérito, del primitivo al clásico. Filmada en blanco y negro, y partida en dos mitades tituladas Paraíso perdido y Paraíso —un homenaje a Tabú (1931), la deslumbrante historia de inocencias corrompidas que dirigieron a cuatro manos F.W. Murnau y Robert Flaherty—, la película de Gomes rebusca en un presente convulso las huellas del pasado colonial portugués, para luego viajar hasta ese pasado y poner en escena un folletinesco melodrama protagonizado por unos colonos portugueses establecidos en África. Más allá de su dimensión geopolítica, Tabú consigue materializar un sugerente juego de dialécticas: entre el arte figurativo y el abstracto, entre lo religioso y lo pagano, entre el presente y el pasado…

La película es un festín de ideas asombrosas: Gomes (re)inventa un cine sonoro en el que sólo se escucha la voz en off, pero no los diálogos; el drama de corte intimista colisiona contra una aventura en la que resuenan los ecos de Jacques Tourneur y los cómics de Tintín; el formalismo bressoniano sucumbe ante la fuerza sensorial del cine pop —con el apoteósico Be My Baby de The Ronettes como triunfo definitivo—; los planos distanciados se contrapuntean con… ¡el plano subjetivo de un muerto! Estamos ante una fiesta iconoclasta que, sin embargo, huele demasiado a déjà vu. Ahí están los planos en moto de Hou Hsiao-hsien, el plano del camión con el buey muerto que remite a Apichatpong, la voz en off y el león de Historias extraordinarias (Mariano Llinás, 2008), el found footage de Tren de sombras (José Luis Guerín, 1997)… Digamos que esta colección de greatest hits del mejor cine radical de los últimos tiempos acaba teniendo algo de fetichista. Mientras la metodología de trabajo de Gomes apunta hacia una elaboración orgánica de la película (filma sin un guión cerrado), el resultado final termina resultando demasiado construido. A diferencia de lo que ocurría en la fluvial Aquele querido mes de agosto, aquí la mano externa del director prevalece sobre la vida interior del filme.

Aunque, en realidad, lo que me provocó un mayor desconcierto mientras veía la Tabú de Gomes fue su inconsistente relación con la Tabú original. La película de 1931 es un verdadero milagro surgido de la confluencia de dos sensibilidades casi antagónicas: la fascinación de Flaherty por el hombre primitivo entendido como “buen salvaje” y el interés de Murnau por el germen de la corrupción inherente a la civilización. Así, aquel filme irrepetible se deleitaba con la ingenuidad de los indígenas de los mares del sur, cuyas almas eran corroídas por la avaricia de los colonos. En este sentido, el Tabú de Gomes sería una suerte de reverso o refutación del original, con su lúdico e ingenuo melodrama protagonizado por unos “buenos colonos”. En este sentido, parece más que apropiada la definición que proponía Xavi Serra del filme de Gomes en su cuenta de Twitter: «Unas Memorias de África filmadas por Apichatpong».

Y aquí sigo, dándole vueltas a las dos Tabú y cuestionándome mis razones para no bailar al son de la cinefilia mundial, rendida a los pies del cineasta portugués: ¿Hasta qué punto es lícito cuestionar los hallazgos de Gomes con argumentos tan esotéricos como el “excesivo control” o el “cierto fetichismo” que observo en el filme? ¿Tiene algún sentido desacreditar el trabajo de Gomes en función de su (falta de) respeto al Tabú de Murnau y Flaherty? ¿Puede ser que mi atención a ciertos detalles colaterales no me permitiera gozar del aliento festivo de la película? ¿Puede que pecase de pensar demasiado el cine?

II

La historia continúa durante la pasada edición del Festival de Cannes, donde experimenté más de un caso de lo que podríamos llamar “neurosis crítica”: una dolencia que ataca a los críticos cuando sus propios argumentos e impresiones se vuelven contradictorios, y que suele agravarse en el momento en el que se ven obligados a emitir un juicio cerrado (por ejemplo, mediante una puntuación numérica o en forma de estrellitas).

Situémonos en la mañana del domingo 20 de mayo. A la salida de la proyección de Amor (Amour. 2012), la nueva película de Michael Haneke, salgo disparado hacia la cola para entrar a ver In Another Country (2012), lo nuevo de Hong Sang-soo, y allí, como es costumbre, me encuentro con un grupo de colegas que forman un animado corrillo. Mis intentos por quedar al margen de la discusión son inútiles y acabo balbuceando un argumento que parece tener la consistencia de una pompa de jabón: “No acabo de fiarme del supuesto giro humanista de Haneke”. Cabe decir que Amor es una película sobre la entrega y el sacrificio de un hombre (Jean-Louis Trintignant) que se convierte en el ancla vital de su esposa (Emmanuelle Riva) cuando esta se ve golpeada por un dramático proceso degenerativo. En conjunto, una dolorosa odisea íntima de resistencia vital y compromiso personal.

Horas después, cuando llega la hora de escribir la crónica del día, me cobijo en unos tibios elogios a la capacidad de Haneke para incorporar a su cine quirúrgico unas perlas de ternura, canalizadas a través de la personalidad actoral de Trintignant. Y sólo menciono brevemente mis sospechas de que hay algo impostado, o al menos poco genuino, en el lifting sentimental del nuevo Haneke. Como escribí en el blog de Fotogramas, «uno tiene la impresión de que el director de La pianista quiere rehabilitarse de sus funny games, pero quedan huellas del crimen: Una bofetada que apuñala el corazón del espectador, una enfermera cruel o un padre que le dice «tu preocupación no me sirve de nada» a su hija (Isabelle Huppert)».

En los días siguientes, me descubro fuera de juego. A medida que recabo otras impresiones sobre el filme, descubro que la mayoría de los defensores de la película apelan a su afilado verismo, a su disección ultra-realista de una tragedia impensable. Consideremos entonces que Amor es una película que se relaciona con el espectador a partir de una invitación a la identificación, un mecanismo radicalmente opuesto al gélido distanciamiento que había caracterizado la obra anterior del realizador austriaco. En esta tesitura, cuando uno ha quedado fuera de la propuesta por motivos personales, ¿cómo hacer justicia a las intenciones del director? —sentí algo parecido en el Festival de Venecia con la fallida To the Wonder (2012), de Terrence Malick: sus aguerridos defensores argüían haberse sentido íntimamente inmersos en (o directamente tocados por) el acercamiento de Malick a una visión garreliana del desamor, aquella cicatriz interior—. Con todo, esta defensa basada en una cierta empatía terminó por ratificar mi desconfianza en Amor, una película que, como es característico en Haneke, juega a placer con las expectativas del público —aquí también con sus emociones—, lo que ratifica al austriaco como el rey de los golpes bajos al estómago del espectador.

En el fondo, de lo que estamos hablando aquí es de uno de los elefantes en la habitación de la crítica, o de mi adhesión a la teoría del autor como método supremo de análisis cinematográfico. Puede tratarse de una valiosa guía o de un lastre, pero no cabe duda de que el grueso de la crítica sigue padeciendo de autoritis. Nuestra mirada fabrica juicios y prejuicios asociados a las firmas, los autores, que ocupan su lugar en nuestra galería de filias y fobias. El problema surge cuando el crítico no consigue trascender su condición de miembro del tribunal del gusto: nuestro deber consiste en adiestrar nuestra autoritis fabricando argumentos, pensando el cine… ¿quizás demasiado? ¿Es lícito desestimar Amor por los estigmas que arrastra Haneke de su pasado como director? ¿Puede un director transformar su cine por completo o hay algo intangible, una visión consistente del mundo, que permanece inmóvil? Y visto del otro lado: ¿tiene algún sentido tratar las películas como si fueran entes autónomos (o sólo el fruto de una sintomatología social), carentes de pasado autoral o artístico?

III

El último capítulo de esta acomplejada crónica de traumas cinéfilos del 2013 transcurre en Venecia. El sábado 1 de septiembre, pasadas las once de la mañana, deambulo por la Mostra como un alma en pena, enclaustrado en el profundo estado de desasosiego en el que me ha dejado The Master (íd., Paul Thomas Anderson, 2012), que acaba de inyectarse a chorro en mi retina a 24 fotogramas de 70mm por segundo. Alelado, me descubro como la primera víctima del hype que he colaborado a construir mediante decenas de tuits que pronosticaban una suerte de revelación mística. A la hora de la verdad, cunde la confusión. Intento rebuscar en la vomitona de notas tomadas durante la proyección, pero sólo atisbo retazos desmembrados, no hay hilo conductor a la vista, ni de la obra ni de mi impresión de la misma. Poco a poco voy encontrando una explicación a la película en mi propia desorientación y, a la hora de escribir, me decanto por un registro impresionista: una crónica de sensaciones (el lector puede recuperarla aquí).

En la línea de lo apuntado en el apartado II, las filias pueden ser verdaderas trampas para el crítico, que bajo su supuesto temple analítico suele esconder a un pipiolo temperamental, apasionado y proclive a los fanatismos. Y aquí es donde entran en juego unas expectativas que, en las peores ocasiones, nublan la visión y no permiten observar el cine con claridad. De hecho, en el caso de The Master, no llegué a vislumbrar su tono dramático hasta el segundo visionado, lejos de la presión por emitir un juicio urgente. Es como si en Venecia sólo hubiese llegado a avistar las sombras platónicas del filme, los contornos de la gestualidad primitiva de Freddy Quell (Joaquin Phoenix) y el perfil magnánimo y soterradamente quebradizo de Lancaster Dodd (Philip Seymour Hoffman). Fue en Barcelona, un par de meses después, cuando pude dejarme llevar por las espirales de abatimiento, furia e impotencia que cincelan la turbia atmósfera de la película.

Y así fue como aprendí a querer la película del que fuera, durante años, mi director favorito del cine contemporáneo; el póster de Magnolia  (íd. Paul Thomas Anderson, 1999) que tuve colgado durante algunos años en mi habitación lo acredita. Pero, ¿cómo explicar la titánica batalla que me enfrentó a The Master? ¿Puede que en mi afán interpretativo me perdiese en una infructuosa búsqueda de referentes? ¿Me vi superado por la frustración de no saber descodificar la película… cuando quizás estaba ante un film imposible de descodificar? ¿Puede que, por mi fanatismo y profesión, no fuese el espectador idóneo para navegar por la película? Esto último parece más dudoso, si atendemos al comentario de Nick Pinkerton en la revista Sight & Sound, que describió lo último de Anderson como el «tema» favorito de las discusiones entre críticos en el 2012. ¿Puede que todo esto sea un simple problema de pensar demasiado el cine? Me temo que esta dolencia no tiene cura y, en todo caso, estoy convencido de que el cine nunca se llega a amar lo suficiente. En fin, bienvenidos sean los dolores de cabeza cinéfilos.