The Master

Walk on the Wild Side

Debuta en el largo Paul Thomas Anderson (PTA para los amigos) con Sydney (Hard Eight, 1996) una negra crónica negra sobre, como no, un grupo de perdedores y conflictos familiares. A partir de ella construye una breve pero intensa y deslumbrante filmografía en la que insistirá continuamente en dos temas de modo muy específico: el conflicto paterno-filial y las relaciones substitutivas de esta relación y la lucha del individuo en/contra la sociedad. La pugna personal para mantenerse, sobrevivir como entidad, en primer término y, a medio plazo, gobernar su destino. Boogie Nights (1997) y Magnolia (1999) constituyeron dos ejemplos de cine coral dónde el melodrama combinaba bien con la comedia y, en cierto modo, la crónica social. Dos obras felices de conocerse, brillantes, rutilantes en puesta en escena, movimientos de cámara y montaje; pero no por ello menos sólidas, siendo enormemente ricas en la descripción de situaciones y personajes. Tras ellas PTA hace un súbito quiebro y nos obsequia Embriagado de amor (Punch-Drunk Love, 2002) una comedia luminosa, en tono y en imágenes, contando la historia de un solterón rodeado por sus hermanas tratando de pasar desapercibido por la vida y al que el azar (como en Magnolia) le cambia el destino. Caleidoscopios sonoros y musicales inundaban la pantalla y redimensionaban el pequeño cuento de un individuo que encontraba su lugar en el mundo. El segundo quiebro radical llegaba con Pozos de ambición (There Will be Blood, 2007), crónica de la ascensión de un buscador de oro que acaba como multimillonario petrolero en el primer tercio del siglo XX. Absolutamente radical, Pozos de ambición se iniciaba en sus primeros cuarenta minutos con lo que podría ser una de las cumbres del cine mudo, en la descripción, desprovista de palabras, de un individuo en tierra salvaje, un minero que se niega a ser derrotado por el desierto, por la tierra o por la vida. La capacidad narrativa de PTA y la interpretación de Daniel Day-Lewis alejaban con rotundidad la película del género “americana”, tanto en cuanto no se planteaba hacer la historia de un auge y caída posterior y una descripción evolutiva del capitalismo basado en el petróleo, como sucediera en Gigante (Giant, G. Stevens, 1956) o Cimarron (A. Mann, 1960) sino que se centraba en la figura de un auténtico salvaje y a la capacidad de integración social a través del triunfo económico.

The Master sigue una línea coherente con la anterior. De nuevo rehúye el análisis y la puesta en escena coral y se centra en el individuo; en este caso, muy específicamente, en dos individuos (algo que no se consolidaba plenamente en Pozos de ambición, pese a los conflictos entre Plainview y su hijo). Sigue también una estrategia de depuración, dejando de lado los virtuosismos formales para buscar una puesta en escena sobria. No rehúye los movimientos de cámara cuando son necesarios (la soberbia entrada en escena en los grandes almacenes a través de los movimientos de la modelo), ni las grandes panorámicas (la carrera en fuga a través de los pasillos del almacén y de los campos abiertos), pero que se centra en los primeros planos (a menudo en contrapicado) de los dos protagonistas. Y también resulta coherente con la obra previa en cuanto a argumento. Quell no sólo busca un lugar en el mundo, sino que lucha contra el mundo. No es el suyo un movimiento hacia la inclusión sino hacia la exclusión.

Freddie Quell es presentado como un ser salvaje, desequilibrado, torturado. A su comentario inicial de como acabar con las ladillas (“te rasuras un huevo, huyen al otro, le pegas fuego y cuando salen acabas con ellas con un punzón, una a una”) sigue la masturbación sobre la estatua de arena y la búsqueda de líquido en los torpedos para emborracharse. Quell es, presumiblemente, un psicótico, alcohólico, al que la participación en la Segunda Guerra Mundial no le ha favorecido, como a tantos otros que, como él, precisan atención psiquiátrica antes de integrarse en la vida civil. Joaquin Phoenix construye un personaje que alterna una actitud algo desgarbada con una tensión extrema. Esculpe un cuerpo animal de pantera, lista para pasar del reposo a la lucha sin cuartel, un cuerpo que adopta extrañas posturas, con el tronco inclinado adelante y las manos apoyadas tras su cadera y que parece relajarse, sentirse a gusto consigo mismo, cuando folla o golpea a alguien. Para Quell la guerra no ha acabado, sino que continúa en su interior.

The Master es una obra con escasos asideros emocionales. Es difícil empatizar con sus protagonistas o mantener el interés por el hilo narrativo. PTA se opone a que lo hagamos. Si pensamos que sigue la tradición clásica americana, sea en el estilo de Al este del Edén (East of Eden, E. Kazan, 1955) (con la que tiene en común el dolor interiorizado, la pose y las derivas de Jimmy Dean y la localidad, Salinas, algo nada casual) o al estilo de obras sobre las sectas como El fuego y la palabra (Elmer Gantry, R. Brooks, 1955) estamos yendo por caminos divergentes. PTA incide de nuevo en la lucha individual pero también en la relación paterno-filial y ésta se desencadena en el momento en que Quell se refugia en el barco fletado por Lancaster Dodd, líder de la Causa, suerte de secta que reivindica, entre otras cosas,  el retorno a la memoria pretérita, a otras vidas, para modificar nuestra visión del mundo y nuestras actitudes. El encuentro entre ambos, no obstante, no se orienta a la búsqueda de un nuevo acólito sino que sigue un proceso de reconocimiento mutuo entre dos fuerzas de la naturaleza. Dodd no es un personaje secundario a Quell sino que es tan protagonista, o más, de esta historia. Es la otra mitad de la misma, ying y yang. Dodd puede dar cierto sentido al desorientado Quell, darle un objetivo e incluso la opción de acogerlo en una pequeña comunidad, pero Quell ofrece a Dodd la posibilidad de acercarse, de caminar por el lado salvaje de la vida. Quell elabora cócteles con las substancias más inverosímiles, líquido anticongelante, por ejemplo, a riesgo de quien quiera probarlos y esta tarjeta de visita le abre las puertas del pequeño reino de la Causa. Dodd, que no dudará en utilizarle para sus experimentos, para sus regresiones, para hacerle dependiente de sí y de la Causa, será muy pronto dependiente de él. Del mismo modo que sus condicionamientos fuerzan cambios en las actitudes de Freddie (mediante la repetición de preguntas a las que debe responder sin pestañear, so pena de reiniciar el cuestionario por el principio, o mediante movimientos repetidos), en su aceptación de secretos pasados que mantenía ocultos a sí mismo (el asesinato de japoneses en la guerra) o en cambios perceptivos, Quell tiene la capacidad de sacar la bestia que Dodd tiene en su interior. De este modo, las catárticas (y visualmente potentes) carreras en moto en el desierto sellan el destino que ambos buscaban. Dodd no se revela, definitivamente, como un embaucador, sino como alguien que cree en sus ideas por delirantes que sean (más una mescolanza de prácticas que un corpus teórico, como desvela en una gran escena la publicación del libro) y que tiene la capacidad de Pygmalion por liberar a Quell de sus ataduras. La conclusión que elige PTA sería, pues, un peculiar final feliz, más próximo a My Fair Lady (G. Cukor, 1964) de lo que parece.

Permítanme una apostilla que, no por repetida, es útil. La complejidad de una obra como The Master precisa no sólo de las 72 horas que he precisado para compilar estas frases. La aparente transparencia de sus imágenes y la simplicidad de su historia esconden muchos recovecos y precisa más de un visionado. Así que, tal vez, en un par de semanas, podríamos complementar este texto con muchos otros. Y celebrar, con todas ellas, la gran obra de un autor monumental.