La dignidad de hacer covers
Estás buscando un viejo camisón,
estás buscando alguna religión,
estás buscando un símbolo de paz.
Estás buscando un incienso ya,
estás buscando un sueño en el placard,
estás buscando un símbolo de paz.
Buscando un símbolo de paz, Charly García.
Hace poco le comentaba a un amigo que, durante estos últimos tiempos, sería para mí mucho más sencillo hacer una lista de mis diez personajes preferidos del año que de mis filmes favoritos. Tal vez tenga que ver con el hecho de que, en buena parte de la producción cinematográfica contemporánea que más interesante me resulta, es el itinerario psicológico y emocional del personaje aquel que va hilando la trama. Es decir: no existe relato alguno fuera del personaje, que es quien escoge el argumento que dará sentido a su propia historia. Particularmente estimulante me parece este trabajo magistral del italiano Paolo Sorrentino; porque, a diferencia de lo que ocurre en la también sobresaliente El profesor (Detachment, Tony Kaye, 2011), el dilema no está planteado desde el principio. Hasta que Cheyenne (Sean Penn) no decide adoptar una causa y asumir el papel de improvisado cazador de criminales nazis, no hace otra cosa que deslizarse por lacónicos escenarios arrastrando consigo un malestar leve y ligero como una maleta con ruedas, pero bastante más punzante de lo que parece; de hecho, la película adquiere una apariencia deliberadamente difusa y amorfa en sus primeros compases. Lo que ha cristalizado en las facciones de Cheyenne la máscara del rockero gótico que hace tiempo dejó de ser no es otra cosa que la ominosa presencia de un trauma; así, queda neutralizada su capacidad de articular un relato de sí mismo, de verter su identidad por los cauces de una narración fluida y coherente.
Frente al extrañamiento que produce el entorno inmediato del protagonista —un adorable niño grande que, incluso sin pretenderlo, alegra con su puerilidad a las personas que lo rodean— emerge el Holocausto en su dimensión más terrible y concreta. Un repaso histórico exprés y la voluntad de comprender su orfandad sentimental llevan a Cheyenne a depositar sobre sus hombros la tarea de consumar una venganza ajena, tan poco satisfactoria en su culminación como la gesta de la pequeña Mattie Ross (Hailee Stenfield) en Valor de ley (True Grit, Joel y Ethan Coen, 2010). No sin cierto afán paródico, Sorrentino revitaliza el drama judío y lo convierte en un épico cuento de paladines vengadores en una era vacía de heroísmo. La audacia del protagonista al dar la espalda a los miedos y tomar un papel agencial en el relato de su identidad convertirán su tour marciano por esa América —construida a partir de una mirada deformada y sarcástica sobre la iconografía de la nación— que una vez fue su hogar en un ejercicio de maduración; o, lo que es lo mismo, en un cursillo apresurado de tecnologías del yo. El carácter tiernamente infantil de Cheyenne hace de él una esponja que absorbe de manera inevitable los dramas cotidianos de la humanidad circundante: invierte continuas energías en levantar el ánimo a una familia en descomposición y se escandaliza ante la anécdota escatológica que evoca en su mente la imagen de una mujer escayolada.
Sorrentino nunca ha ocultado su fe en la capacidad del hombre para autoafirmarse aun cuando el mundo estrecha sus manos sobre nuestras gargantas. Todos sus héroes tienen algo de existencialistas, porque ellos escogen y permanecen fieles al proyecto identitario que termine por definirlos. En otras palabras, toman la determinación de contar su propia historia: recordemos al cantante hortera de L’uomo in più (2001), al enigmático Titta Di Girolamo de Las consecuencias del amor (Le conseguenze dell’amore, 2004) o al grimoso usurero Geremia de El amigo de la familia (L’Amico di famiglia, 2006). En la magnífica tragicomedia política Il divo (2008), el realizador italiano introduce destacables matices al retratar fragmentariamente a un personaje devorado por su máscara, como le sucede literalmente al maquilladísimo Toni Servillo, encargado de caracterizarlo. La impostura y la persecución de lo auténtico preocupan sobremanera a Cheyenne: en una de las escenas más hermosas, charla con el mismísimo David Byrne y se admira de la capacidad creativa de quien fue el compositor de This Must Be the Place, tema de Talking Heads que da título a la película. Pero como cineasta visiblemente afincado en la posmodernidad, Sorrentino reivindica el peso y el valor del remake: a lo largo del metraje suenan hasta cuatro covers —uno de ellos cantado por el hijo de un soldado muerto— de la canción. Y es que cualquier cosa empieza a ser nuestra en cuanto nos apropiamos de ella reelaborándola y otorgándole un nuevo sentido.
Desligándose de toda clase de conservadurismo, Sorrentino desdeña solucionar el embrollo transformando la delirante misión en el reencuentro —imposible a todas luces— con las propias raíces o en la comprensión última de los engranajes de la Historia. Ajeno a las tentaciones de ese falso humanismo que anima tantos productos de la cultura actual, la historia de Cheyenne es la de un hombre que encuentra su lugar versionando a un padre casi desconocido en un combate por la dignidad individual; y abre, de esa manera, un camino hacia la realización de sí mismo. La única clase de revolución en la que podemos seguir creyendo firmemente.