La isla de los juguetes perdidos
“Muchas veces me imagino que hay un montón de niños jugando en un campo de centeno. Miles de niños. Y están solos, quiero decir que no hay nadie mayor vigilándolos. Sólo yo. Estoy al borde de un precipicio y mi trabajo consiste en evitar que los niños caigan a él. En cuanto empiezan a correr sin mirar adónde van, yo salgo de donde esté y los cojo. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos. Yo sería el guardián entre el centeno. Te parecerá una tontería pero es lo único que de verdad me gustaría hacer. Sé que es una locura.”
Ni Charlie es Holden Caulfield, ni Stephen Chbosky es J.D. Salinger, sin embargo, ambos respiran el mismo aire de angustia juvenil, el mismo sentido de ser imperceptible a los ojos de los demás que corresponde a la adolescencia. Las ventajas de ser un marginado (The Perks of Being a Wallflower, Stephen Chbosky, 2012) sigue e día a día cotidiano de su protagonista Charlie durante el primer curso de instituto. Charlie (Logan Lerman) es un joven apocado y discreto del que pronto se desvela que sufre problemas de ansiedad y bloqueos temporales debido a las trágicas muertes de su tía y del suicidio de su mejor amigo el año pasado. La incapacidad de conectar emocionalmente con un nuevo mundo, unido a los recuerdos de un pasado reciente trágico, lo convierten en un ser imperceptible a ojos de la mayoría de su entorno. Con sus padres media un abismo generacional imposible de saltar; con su hermana con la que comparte instituto, la distancia que se produce es social, la derivada de la pequeña diferencia de edad que los separa y del contraste de status social que ello provoca. El abandono sentimental de su círculo más cercano lo encierra en una burbuja de aislamiento que solo se atreverá a romper en una bellísima escena de iniciación bailando tímidamente al ritmo del Come on Eileen de los Dexys Midnight Runners mientras procede a acercarse a Sam (Emma Watson) y Patrick (Ezra Miller). Comienza su largo camino hacia la edad adulta.
La adolescencia como proceso traumático en la consolidación del ser humano es un espacio cinematográfico casi ignoto a la hora de emprender un cierto análisis de rigor. Reducido al tópico y lugar común —una magnífica prueba a llevar a cabo es que el lector pruebe a contar las veces se puede incluir la expresión coming of age a la hora de hablar de esta película y otras películas de adolescentes encerrados en el espacio físico y emocional que acaba por ser un instituto americano. Una labor igual de ardua y complicada que intentar buscar transparencia en la clase política española —el cine por y para adolescentes es desdeñado hasta la saciedad y sometido al procedimiento de imperceptibilidad a la que se ve abocado normalmente el sujeto de esta edad. ¿Por qué un fenómeno tan perceptible en la actualidad audiovisual como son las sagas juveniles acaba siendo despachado rápidamente con una acumulación de tópicos y lugares comunes? ¿Acaso se tiene miedo de echar un vistazo a los propios cimientos culturales y avergonzarse de ellos? En el fondo la búsqueda constante de una madurez intelectual que nunca llega a ser completa nos obliga a pasar página rápidamente y no querer mirar atrás hacia los que han sido nuestros verdaderos pasos formativos por miedo a convertirnos en estatuas de sal. Nos consideramos tan listos de haber superado esa época y no somos conscientes que nuestro Yo presente no es más que unas proyección posible del proyecto que fuimos por aquel entonces. El primer beso, el primer amor, aquel que no lo fue tanto o el primer polvo… pasos fundacionales sobre los que nunca se quiere volver atrás y que en cambio marcan de manera subconsciente nuestro presente y porvenir.
Recientemente dos incursiones en el género documental ejercían un poderoso retrato del hálito juvenil. Desde la referencialidad cinematográfica y el poderoso influjo de El club de los cinco (The Breakfast Club, John Hughes, 1985), en American Teen (Nanette Burstein, 2008) se reflexionaba sobre las injerencias de la ficción en la realidad y sobre la adolescencia como fase definitiva para el desarrollo de la personalidad definitiva del individuo maduro. Más interesante quizás para el propósito de este texto es reflexionar sobre el reciente documental Bully (Lee Hirsch, 2011), una pieza de denuncia sobre los vejatorios maltratos sufridos por un número escandaloso de jóvenes durante el periodo de instituto. Lo imperceptible del problema y la escasa relevancia del bullying convierte al documental en una perfecta pieza metafórica e identitaria de lo que significa la adolescencia, seres etéreos e incomprendidos que vagan hasta empezar a encauzar sus pasos por el camino de la vida. Piezas de realidad ficcionada que analizan los sustratos de lo invisible de nuestra sociedad.
La película de Chbosky es tangencialmente valiosa porque habla en el mismo lenguaje de la amistad, de descubrir una canción de The Smiths, de las primeras juergas y las primeras experiencias sentimentales que de los coqueteos con las drogas y el alcohol, la identidad sexual, el suicidio o los abusos sexuales. No son los mismos caminos trillados que algunos insisten en ver; es el sendero de baldosas que supuestamente nos llevará a Oz donde acabaremos descubriendo que el Gran Mago no es sino un fraude y que lo importante realmente fue el camino y la compañía por mucho que los azulejos más que amarillos pareciesen en ocasiones de color mierda.