El callejón

A grandes rasgos y obviando las contadas excepciones, podríamos definir el actual panorama fantástico español como una tensa y ridícula dicotomía entre dos tipos de cine no tan antagónicos como pudiera parecer a simple vista: 1) un modelo académico, pasablemente lujoso y pintón, comedido tanto formal como argumentalmente, con excusa genérica pero alma y hechuras de melodrama menopáusico, realizado por profesionales dóciles que conocen la materia prima pero que han de rebajarse lo justo para contar con el parabién de un público que en circunstancias normales jamás pagaría por una película fantástica, y 2) un cine teóricamente mercenario, pero en la práctica si cabe más inofensivo y servil, facturado con piloto automático por directores que abominan del género en público y en privado, empleando cínicamente sus mecanismos más básicos como quebradiza plataforma para sus futuras aspiraciones en el cine social, el melodrama histórico o la comedia artrítica, y cuya única aspiración parece ser metérsela doblada al espectador cani en el marasmo de la cartelera de un multicine de la periferia. El denominador común entre ambos modelos no es otro que la autocensura como eufemismo de cobardía, el pánico ante la dictadura de una audiencia tan altiva como acostumbrada al etiquetado automático, que extiende sus tentáculos con similar crudeza tanto en salones de té para viudas ociosas como a través de las redes sociales y los foros supuestamente especializados.

 

En medio de esta coyuntura, una película como El callejón, al margen de sus virtudes intrínsecas, se revela como una pieza imprescindible por representar una tercera vía que unifica el espíritu lúdico de la propuesta con la honestidad, a pecho desnudo, de quien se halla al otro lado de la cámara. Trashorras, lejos de hacer cine-ensayo dirigido a los happy few, se entrega desde el minuto uno al olvidado arte de divertir al público cómplice sin dejar de lado el placer personal, entre infantil y onanista, que debería impeler a todo director de cine de género. Su película es un suculento juguete de poco menos de hora y media cuyas citas se balancean, con saltarina vivacidad, de Gorey a Buffy, pasando por Franco, Rollin o Argento, y que encuentra su mayor virtud en no confundir en ningún momento la banalidad con la falta de pretensiones. El director y guionista sube su apuesta con un decorado prácticamente único en su ajustado metraje y una protagonista, efervescente Ana de Armas, que se entrega con aplastante entereza a esta fiesta plástica, epidérmica y colorista que celebra la arbitrariedad como el verdadero combustible de las pesadillas. Y es que El callejón gana, como ocurre con obras hoy incontestables como Operazione Paura (Bava, 1966) o Tenebre (Argento, 1982) y otras más recientes como Amer (Catet & Forzani, 2009) o À l´intérieur  (Bustillo & Maury, 2007), cuando es analizada como una obra abstracta, más lírica y sensorial que narrativa, más arrebatada (sirva como ejemplo el momento en el que la cámara atraviesa el cuerpo de la protagonista para comprobar los latidos de su corazón) que enconsertada en un desarrollo lógico, y pierde todo su sentido al aplicar sobre ella las exigencias de los convencionalismos de un cine formulista y funcional. Entender esto más como un defecto que como un posicionamiento consciente no es más que una muestra especialmente ilustrativa del estado de las cosas.

El desprejuiciado divertimento que ofrece tan a las claras El callejón estará siempre estrictamente relacionado con la predisposición de su público para dejarse llevar y entrar en ella, aun a costa de asumir o pasar por alto sus carencias y limitaciones. Pero nada de eso es tan importante si la entendemos no tanto como ejercicio de estilo sino como un acto de apabullante libertad. Una ópera prima que sólo es extraña en estos tiempos extraños, y resulta más a contracorriente cuando la corriente imperante es tan demoledora y tan poco piadosa con sus propios desvíos. Quizá por ello mucho me temo que sea condenada de antemano al ostracismo por parte de un público demasiado proclive a confundir, con tanta rotundidad como ligereza, el valor con la candidez, la sinceridad con el oportunismo,  o la serie B con la basura.