El chico del periódico

Uno no deja de sorprenderse y eso que ya se va haciendo mayor y pocas cosas te cogen ya de sorpresa. Pero en sorprenderse está el secreto para seguir mirando cada vez con más atención. Con más ojos, con más intención. Por eso mi sorpresa toma asiento, se espatarra y se sorprende cuando la prensa española más refinada, la antiBoyero que censura al plumilla por insultar con pasmosa facilidad, acabó el pasado Cannes imitando a su némesis (al que tampoco le hizo ninguna gracia la producción de Lee Daniels, todo hay que decirlo) y echan las tripas por la boca contra una película que parece hecha más para molestar a exacerbados moralistas de la America Profunda que a críticos intelectuales de un país en democracia. Pero hete aquí que dentro de la crítica de nuestro país, siempre uniformada y modosita, siempre en busca de pastor y cobijo, el moralismo nos viene impuesto desde los tiempos de Rivette y aquel artículo que no hace mucho desentrañó con el énfasis y talento habitual Diego Salgado. Que si la película es “mala”, que si nunca se debió hacer (sic), que si es lo peor, que si patatín, que si las pretensiones, que si lo ridículo, que si Nicole Kidman se parece a Sara Montiel (sic), que si patatán. Demasiada ferocidad para una película tan aparentemente “inofensiva”. Cosas que en un blog o un foro pueden tener sentido por dar pábulo a sus propias idiosincrasias, en un sitio serio, no.   

La tercera película de Lee Daniels nos presenta una problemática desde el principio que no es fácil ni de aludir ni de eludir: su indefinición tanto genérica como tonal que deviene en un vendaval incomodo de controlar y casi imposible de bajar al suelo del papel, arenas movedizas de las convenciones, tsunamis de sabores contrapuestos, fruto tanto de su narrativa lanzada hacia delante sin mesura ni acuerdos tácitos,  como por su esforzado catalogo de lugares no comunes y esquemas truncados antes de su primera plasmación. Un lodazal donde cocodrilos y malas ideas conviven en permanente lucha por su propia supervivencia sin que ninguno de los dos consigan, milagrosamente, comerse la película. Porque la adaptación que hace Daniels de la novela de Pete Dexter no se deja enredar por los mecanismos de domesticación del cine ni por los del espectador medio que tanto baja la media de los productos finales. La puesta en imágenes del guión, escrito a cuatro manos, entre el director y el novelista deambula entre el ahogo, el agobio terroso y la luz potente atrapada en cuerpos sinuosos y almas escarpadas, la estructura de su discurso salta de la gravedad social a la sexualidad explícita, pasando por el relato directo y sudoroso a lo Himes y el viaje interior iniciático convulso y candoroso. Bienvenido lo que no se deja atrapar por la férrea alambrada de lo que el espectador espera porque allí encontraremos luz y calor para desentrañar nuestras propias certezas.

Y también encontraremos en ella una cita con una (otra) manera de hacer cine visceral, desprejuiciada, brillante, sucia, irresponsable y libre. Piezas que construyen un andamio para asomarse a un acantilado, rompeolas en medio del desierto para despellejar escorpiones, botellas que te traen del mar un río dentro de una catarata. Novela negra para cine de colores, bebop radiante para noches sin brillo, un director que ya demostró con Precious que se equivoca como nadie, que en los errores puede residir la pureza de una esencia, el quid de la cuestión, el punto de inflexión de una vida, de una carrera o un partido. Una película tan divertida hasta gritar “basta” de prejuzgar ni de comodidades críticas. Lee Daniels se moja y se mea y no obligatoriamente en ese orden, como una Nicole Kidman que se deja la piel, un Matthew McConaughey que comienza a hacer de sí mismo un género propio rico y enfermizo desde Killer Joe y un Zac Effron que da el salto al prestigio sin red, vergüenza, ni unos calzoncillos decentes. Todo acorde a una melodía que no deja títere sin cabeza, ni esqueleto con corazón. La melodía de lo incontrolable. De lo salvaje. De lo furibundo.

Porque El chico del periódico suena a eso, al saxofón de Coleman Hawkins adaptando algún pasaje de Jim Thompson reinterpretado por Sam Shepard. Soñado por Tracy Letts. Dibujado por Grant Wood con la yema de los dedos de Ed Gein. Suena a caimanes y manglares, a olor y dolor vaginal, a escroto y a asado con la familia, suena a un gran país y a un dolor tan enorme como un continente. Suena a patíbulo, huele a carne quemada, sabe a intestino e interior noche de día por la noche. Nos deja en las retinas cine sin mediadores ni medias tintas. Y eso no hay quien lo perdone si no viene empaquetado con las iniciales correctas. Como cuando nos quedamos 6 en la sala viendo Trash Humpers. Mañana leerán sobre la necesidad imperiosa y capital de que usted vea y apoye Spring Breakers. Como cuando los críticos nos cebamos por Facebook o Twitter con Carlos Boyero por criticar a una película que no se debe criticar (la de Almodóvar, of course). Como cuando criticamos con esa misma ferocidad, con la misma agonía, con análoga inquina a la que hay que criticar (léase El chico del periódico). Mejor véase El chico del periódico y luego ya en los comentarios reparta insultos entre Lee Daniels y este humilde servidor. Yo seguiré paladeando su grumosa piel de caimán enfermo y resentido.