Masumura: contexto

Doblemente olvidado

De un tiempo a esta parte, imposible señalar exactamente cuándo, mucho menos hasta cuándo, todo aquello relacionado con Japón o la cultura japonesa, con su no muy remoto pasado de feudalismo, honor, tragedia y suicidio, ha llamado poderosamente la atención del mundo occidental. Desde que Lafcadio Hearn (Grecia, 1850‒Japón, 1904) escribiese sus doce volúmenes sobre el país del sol naciente, convirtiéndose de este modo en uno de los primeros y más reputados orientalistas de su época, y quizá del mundo entero, han pasado ya muchos años; y el atractivo incontrovertible de este gran imperio no ha dejado de crecer.

Dejando a un lado los escritores japoneses actuales, es amplia la nómina de aquellos otros que, luchando por aunar sus costumbres ancestrales con el empuje europeo y norteamericano de principios de siglo XX y luego con la ocupación estadounidense tras la Segunda Guerra Mundial, dejaron amplia constancia de los sufrimientos cotidianos y de las posteriores consecuencias que esta repentina confrontación de culturas y caracteres, también, y como no podía ser de otra manera debido a las últimos y trágicos estertores del colonialismo más feroz, de ejércitos, supuso en la era Meiji (1868‒1912), puede que la de cambios más profundos en toda la historia del país, y en años posteriores: Kawabata, Tanizaki, Soseki, Mishima son los más renombrados. Pero muchos otros han pasado desapercibidos durante demasiado tiempo; y sólo ahora editoriales como Impedimenta o Satori ajustan las cuentas, sacan sus textos a la luz: tal es el caso de Ogai Mori, Izumi Kyoka o, sobre todo, Tokutomi Roka. 

Si esto ha sucedido en el aspecto literario, no menos cierto es que también ha tenido lugar, aunque en una dimensión mucho más reducida, menos grave quizá, en el mundo del cine. Ha pasado ya cierto tiempo desde que pudimos ser testigos de un acontecimiento de remarcada importancia cultural, un ineludible evento cinematográfico: el completísimo ciclo del director japonés Yasuzo Masumura (agosto, 1924‒noviembre, 1986) que tuvo lugar en Madrid en octubre del año 2010, y que fue llevado a cabo por el Círculo de Bellas Artes en colaboración con la Fundación Japón en España. El catálogo de títulos expuestos fue completísimo, un total de dieciocho películas; que superan con creces las siete proyectadas largo tiempo atrás, a finales de la década de los noventa, en Estados Unidos, y de las que en aquel país dieron buena cuenta en ciertos periódicos, sobre todo el Chicago Reader, que publicó un excelente reportaje obra del conocido y resuelto crítico, tan susceptible con la industria de Hollywood, Jonathan Rosenbaum, en el que, y como él mismo reconoce, juzgando el cine del japonés a través de sólo siete películas, compara el arte del oriental con el saber hacer de Douglas Sirk o, sobre todo, Samuel Fuller (del que esperamos la prometida traducción de su biografía prologada por Martin Scorsese y publicada en inglés por Random House; aunque sólo sea para no perder ni un ligero matiz).

Sin embargo, olvidado por pereza o desconocimiento durante mucho, muchísimo tiempo, ya que este ciclo supuso la primera retrospectiva en nuestro país de uno de los máximos renovadores del cine nipón, el incomprensible por escaso eco (apenas un par de reseñas breves en los periódicos de gran tirada, ni un triste apunte en los supuestos medios de referencia cultural) que desde todos los ámbitos se ha dado a este hecho, casi una proeza desde el punto de vista documental, ha constituido el segundo golpe que el tiempo, sirviéndose de la artimaña del olvido, ha brindado a este magnífico y controvertido, polémico director.

El compendio de títulos que formaron la mencionada retrospectiva constituye una buena, apabullante, muestra de su arte, además de su oficio, a la hora de atacar una película. Los relativamente pocos y absolutamente privilegiados espectadores que gozamos con fervor de este gran evento pudimos ver un brillante y sobrado resumen de su extensa carrera. Y aunque el afán de justicia quiere impregnar estas líneas, sólo citaremos, siempre a lo largo de este texto y como ejemplos magistrales, algunas de las cintas que pudimos ver en aquel momento, y otras, muy pocas, que no debieron faltar.

Masumura entró a muy temprana edad en contacto con el séptimo arte, ya que uno de sus compañeros de colegio era hijo del propietario de una sala de cine, y nuestro personaje podía ver gratis cuantas películas quisiera. En el reportaje de más de diez páginas que la mítica revista Cahiers du Cinéma le dedicó en octubre de 1970 (justo cuarenta años antes de la retrospectiva que anima este texto), Masumura reconoce que llegó a ver tres veces la primera película de Kurosawa La leyenda del gran Judo (Sugata Sanshiro, 1943). Al final de su adolescencia Masumura se matricula en la Facultad de Derecho de la Universidad Imperial de Tokio, pero bruscamente ve interrumpidos sus estudios por la llamada a filas que recibe de las Fuerzas Armadas niponas para participar en las últimas batallas del Pacífico. Poco o nada se sabe de esta experiencia límite del maestro japonés, pero el hecho de que Masumura no regresara a su país natal hasta 1947 hace pensar que el futuro director de cine fue uno de los cientos de miles prisioneros de guerra. A su regreso, Masumura completa sus estudios; aunque cambia la Facultad de Derecho por la de Filosofía, disciplina ésta en la que se licencia a mediados de siglo.

Asimismo, es a su regreso de la guerra que sucede un acontecimiento crucial en la vida de nuestro realizador: Masumura entra a trabajar como ayudante de dirección en los recién fundados estudios Daiei (Dai Nippon Eiga Kabushikigaisha). Estos estudios comienzan su larga andadura en 1942, y bajo la dirección de Masaichi Nagata, presidente de dicha compañía desde 1947 hasta 1971, la productora aúna el natural y evidente interés comercial, sin el cual estas empresas no se entenderían, realizando cintas de espadachines y samuráis, como la saga del proverbial Zatoichi o la maravillosa La puerta del infierno (Jigokumon, 1953) de Teinosuke Kinugasa, por cierto la primera película japonesa en color proyectada fuera de las fronteras del archipiélago y Palma de Oro en el Festival de Cannes, cintas de ciencia-ficción, como las protagonizadas por la gigantesca tortuga de enormes colmillos llamada Gamera, la evidente alternativa de Daiei al archiconocido monstruo antediluviano Godzilla de la productora competidora Toho; pero también apostando y dando oportunidades y medios a grandes talentos, consagrados o emergentes: verbigracia, Rashomon (Rashomôn, 1950) de Akira Kurosawa, Cuentos de la Luna Pálida (Ugetsu monogatari, 1953) y El intendente Sansho (Sanshô dayû, 1954) del vanguardista y experimental Kenji Mizoguchi, Benten boy (Benten kozô, 1958) y Yosaburo (Kirare Yosaburô, 1960) del más clásico Daisuke Ito (de hecho, ambas películas se basan en sendas piezas de teatro kabuki), o Conflagración (Enjô, 1958) y La llave (Kagi, 1959), respectivamente las estupendas adaptaciones cinematográficas de Kon Ichikawa de las novelas El pabellón de oro de Yukio Mishima y la homónima de Janujiro Tanizaki.

Después de volver de Italia, donde Masumura estudia en el Centro Sperimentale di Cinematografia, siendo sus profesores, entre otros, Michelangelo Antonioni, Federico Fellini y Luchino Visconti, y evidentemente esas influencias se dejarán sentir bastante en su opera prima, es precisamente con Mizoguchi, allá por el año 1954, con quien Masumura comienza a trabajar en los estudios que la productora Daiei tiene en Kioto: Masumura cumple como ayudante de este indiscutible maestro en tres de sus últimas películas, como son Los amantes crucificados (Chikamatsu monogatari, 1954), La emperatriz Yang Kwei Fei (Yôkihi, 1955) y La calle de la vergüenza (Akasen Chitai, 1956). Y también precisamente, a la muerte del maestro, Masumura se convierte en el ayudante del más arriba mencionado Ichikawa.

Entonces aparece la primera película de Yasuzo Masumura, Kisses (Kuchizuke, 1957), la historia de amor entre una modelo y un repartidor. Por aquella época el público que podía demandar este tipo de películas era amplio; sobre todo debido al inesperado y repentino éxito de la película Seasons of the Sun (Taiyo no Kisetsu, 1956) de Takumi Furukawa, adaptación del relato homónimo de Shintaro Ishihara (actual gobernador de Tokio y paradójicamente uno de los principales defensores del ultranacionalismo más conservador), y que trata del hedonismo y la búsqueda de libertad de aquella maltrecha juventud marcada por la posguerra. Sin embargo, la popularidad de Masumura explota y su aureola de director de culto surge a finales de los años 50 y principios de los 60, con más de cinco títulos a sus espaldas, entre otras la fabulosa Giants and Toys (Kyojin to Gangu, 1958), cuando el por entonces crítico de cine Nagisa Oshima, discípulo de Masumura y luego reputadísimo director, autor de obras tan provocadoras y emblemáticas como El imperio de los sentidos (Ai‒no corrida, 1976) o Feliz Navidad, Mr. Lawrence (Senjo no Merry Christmas, 1983), tiene a bien calificarle como el “poseedor de las más aguda percepción sociológica” de sus contemporáneos. Es también en ese momento que nace la llamada Nueva Ola del cine japonés, con Masumura a la cabeza. Es así que los directivos de Daiei le encomiendan, una vez Masumura ha ascendido a la categoría indiscutible de director señero de la productora, el trabajo de llevar a la gran pantalla, al igual que antes hicieran sus maestros y mentores, las adaptaciones de obras muy populares del siempre solvente Tanizaki, como fueron Tattoo (Shisei, 1964) y Manji (Manji in, 1964), y del impecable premio Nobel de Literatura de 1968 Kawabata, como Mil grullas (Senbazuru, 1964), por citar solamente las más conocidas.

Pocos años atrás Masumura también hizo la inevitable incursión de todo director japonés en el todavía novedoso cine de yakuzas, con sus estereotipos y sus códigos, aunque pasado por el tamiz de su poderosa personalidad: el resultado es Man of the biting wind (Karakkaze yaro, 1960), también titulada, según versiones, con el comercial y sensacionalista Afraid to Die. En esta película cabe destacar la aparición de Yukio Mishima en el papel protagonista, que con su violenta presencia, por inquietante y agresiva, llena la pantalla. Y no es extraño, tampoco coincidencia, que Masumura pensara en el escritor para el personaje: el cine de nuestro director empieza a dar muestras de sus recurrentes obsesiones, siendo la dominación, la sexualidad extrema, las pasiones enfermizas, las perversiones subsiguientes a tales sentimientos exacerbados varios de los temas clave; y para cuadrar el círculo quién mejor que este personaje homosexual, violento, fascistoide, sadomasoquista cuyas fotografías en poses de forzudo samurai sediento de sangre, de desasosegante juguete sexual maniatado o de fibroso San Sebastián martirizado se han hecho casi tan famosas como la de su cabeza cortada después del seppuku llevado a cabo en 1970.

Tampoco entonces nos debe extrañar que Yasuzo Masumura se convirtiera por derecho propio en el heredero predilecto del escandaloso movimiento ero-guro-nansensu, una forma de provocativo erotismo grotesco y absurdo que surgió en Japón en la década de 1920, durante el periodo inmediatamente posterior a la consabida era Meiji y anterior a la militarizada era Showa, conocido como era Taisho (1912−1925), una época caracterizada por la relativa democratización en la vida política del país que en la sociedad civil se tradujo muy libremente en una relajación brutal de las contenidas y ponderadas costumbres tradicionales japonesas. Resultado de la recuperación de este movimiento histórico, actualmente muy de moda, son las películas Red Angel (Akai Tenshi, 1966), Love for an Idiot (Chijin no ai, 1967) y en mayor medida Blind Beast (Moju, 1969). En la primera de ellas, brilla con luz propia su protagonista femenina Ayako Wakao, femme fatale en producciones anteriores de Masumura; la segunda es una nueva adaptación de la novela Amor de tonto de Tanizaki, donde Naomi, su protagonista, encarna el estereotipo de joven moderna, chic, capaz de explotar su sexualidad en su propio beneficio; y la última de ellas está basada en un relato de Edogawa Rampo, seudónimo de Hirai Taro (octubre, 1894‒julio, 1965), autor considerado el Edgar Allan Poe japonés (de hecho, su nombre artístico se corresponde con la pronunciación japonesa del nombre completo del de Boston). Y es que en este escritor el horror, el misterio, la locura y la pasión se traducen en personajes liberados de cualquier atadura social, tan importante en la cultura nipona, y exponentes de una sexualidad llevada al límite.

Los expertos, los muy entendidos de cine japonés señalan siempre, casi en exclusiva, un triángulo escaleno de directores de referencia en el cine de aquel país, en cuyos vértices estarían inamovibles Akira Kurosawa, Kenji Mizoguichi y Mikio Naruse. Si fuera posible, no mover los vértices porque eso es imposible, sino romper la férrea topología de esa pequeña figura geométrica preestablecida y añadir un vértice más, aquí el que suscribe añadiría sin dudar a Yasujiro Ozu. Quizá con el tiempo, aumentando el plano y volviendo a romper las estructuras, Masumura podría morar en un quinto vértice; todo es posible y razones, méritos no le faltan. Seguro que cualquiera que vea por vez primera una o varias películas del director que nos atañe, o que disfrute de un segundo visionado de ellas, encontrará otros muchos argumentos, quizá los mismos aunque maquillados, puede que otros totalmente distintos y contradictorios; el caso es proveernos de excusas, por ligeras que parezcan, para recordar a Masumura, pues un tercer olvido sería imperdonable.