Bárbara

Secretos tras los muros

Es común la mala costumbre de revisar el pasado con intenciones de revancha o de proselitismo. Hace falta templanza y el resto de virtudes cardinales a las que aspiraban los griegos para acercarse a hechos históricos delicados que tanto se prestan al maniqueísmo o al fácil subrayado.

En el caso del director de Bárbara, Christian Petzold, se une el hecho de la conexión personal. Petzold conoce de primera mano la época de la Alemania dividida. Sus padres, que huyeron de la República Democrática Alemana, lo llevaban de veraneo al Este con paradójica nostalgia, circunstancias que podrían haber desvirtuado el retrato pero que, finalmente, han servido como fundamento para una reacción frente a las recreaciones habituales de la época que se han venido haciendo. Sí, una oposición al tratamiento de la laureada La vida de los otros (Das Leben der Anderen; Florian Henckel von Donnersmarck, 2006).

Más cercana a una propuesta escenográfica de cine bucólico francés o afrancesado —a veces la película parece remitir a los hermanos Dardenne o incluso al cine de Rohmer—, Bárbara desecha los códigos de un entorno gris y apagado. No se enfatiza la asfixiante trama con depresión, monotonía y desaturación visuales, sino que los colores y las fuerzas de la naturaleza se muestran libres de la manipulación autoral.

Ese entorno de la Alemania del Este pivota sobre personas esclavizadas por sus propios prejuicios. Porque Bárbara es una película de secretos y mentiras. Muy centroeuropea en su distante aproximación al drama y muy alemana en su romántico anhelo por los grandes valores humanos.

En esta su quinta película, Petzold confirma sus recientes flirteos con el cine de género. Enterrado bajo una capa de cine europeo de arte y ensayo, la superficie permea una dosis de intriga que se entronca con películas de índole similar como El tercer hombre (The Third Man; Carol Reed, 1949), Tener y no tener (To Have and Have Not; Howard Hawks, 1944),  y Cenizas y diamantes (Popiol y diament. Andrzej Wajda, 1958), y con el suspense incómodo del cine de Roman Polanski.

Petzold, sutil en su planteamiento, maneja con suavidad ese entramado de amores prohibidos y sórdidos servicios secretos, y sabe ponerlo en el contexto de un país que rebotaba ideas preconcebidas a ambos lados del muro. El cineasta alemán no rehúye en ningún momento la mirada crítica pero es suficientemente inteligente como para salpicar esas diferencias con irónicas gotas de recelo, confusión y desconfianza.

Si antes mencionaba a los Dardenne y Rohmer, no lo hacía únicamente por la recreación del paisaje, sino por las concomitancias de sus respectivos dilemas morales. Petzold es riguroso a la hora de mostrar cómo el poder y la política afectan al amor pero se muestra cariñoso con sus personajes y les otorga autonomía. Un afecto envenenado, eso sí, como toda vez que a los seres humanos se nos dispensa el libre albedrío.