Existe un tipo de espectador que sobrevive feliz al margen de modas efímeras, corrientes cinematográficas, hypes de quita y pon, hashtags absurdos y petardeo de etiqueta. No, no me refiero a ese hipotético cinéfago puro que hubo alguna vez en el interior de todos nosotros, sino a algo más simple y prosaico: el cani de periferia. Ese adolescente, real o eterno, generalmente musculado, ciclado o tatuado, que aún vive el cine como una ceremonia social, que acude a las multisalas como si el mundo fuera suyo, en grupo o en pareja, a la caza de una sincera ración de adrenalina —hondonadas de hostias, en su mayor parte, pero también carreras, cochazos y pibones, como obedeciendo al himno imperecedero de los Dictators—, y que tiene en sus manos y en sus abultados bolsillos el futuro inminente —ahí es nada— de la industria del cine español.
Siguiendo con el hilo musical de fondo, de los Dictators pasamos a parafrasear a los Lehendakaris Muertos: a nuestro cani se la suda el canon, el plano secuencia, la ética, la estética y la movida transmedia. Él, que ha encumbrado a golpe de grito de guerra y por la gloria de su madre a Vin Diesel o Jason Statham, sabe mejor que un crítico, un autor o un advenedizo zampacanapés lo que se le puede pedir a la pantalla en blanco cuando las luces se apagan. Y, ojo, que nadie pretende aquí frivolizar la pulsión de su discurso: si hasta el propio Sam Fuller tenía claro que el cine, en esencia, era acción y emoción, y que el resto de zarandajas, adornos y poses no son sino excusas para separarnos de aquellos que viven la fiesta a su modo, como niños salvajes… o dionisíacos pandilleros juveniles. Combustión, ya desde su mero enunciado, es un descarado y loable intento de dirigirse al corazón del cani, y su indisimulado propósito tiene más con un efusivo comentario en Tuenti que con una crítica positiva en un lugar de estas características. Porque la película tiene muy en cuenta que para el cani, que no entiende de eufemismos ni de protocolos, Calparsoro sólo es un nombre en una cartela, Adriana Ugarte poco más que un cuerpo sudoroso y González y Ammann dos tipos duros a los que no conviene tomar por lelos. El resto, es, o debería ser, puro ruido y furia narrado por arteros señores que juegan a hacerse los idiotas.
Dicho esto, la película cumple con nota sus objetivos y lo mejor que puede decirse de ella es que se encuentra a la altura de sus referentes. Es dinámica, entretenida, incluso trepidante y su pretendida química erótica calienta cosa mala. Puede verse tanto como una oda nostálgica a cierto cine de los setenta como una aplicada traslación del modelo Fast and Furious ligeramente más amoral y despendolada. Calparsoro ha sabido reciclarse, adaptarse a los tiempos, dejar de lado el rictus de la trascendencia y convertirse en un artesano honesto y competente, más preocupado en insuflar inteligencia al cine de masas que en manosear las ubres de la autoría. Pero hay más: su trío protagonista está condenadamente bien, al que habría que añadir un nuevo vértice, la espléndida María Castro, que carga con el papel menos agradecido de la función pero es capaz de defenderlo con tablas y energía. Y su historia funciona mucho mejor cuando se centro en los primeros planos de sus personajes que cuando se entrega a una espectacularidad rimbombante y, a ratos, forzada, demasiado de pegote. No es un problema grave, porque fondo y forma cumplen, es decir, película y operación de marketing. El cani puede darse por satisfecho: desde ya tiene ya un puñado de nuevos ídolos y aventuras que incluir en sus lúbricas y aceleradas fantasías de virilidad, camaradería y potencia desbocada.