¿Segundas (y terceras) partes nunca fueron buenas?
Estuvo muy acertado Walter Hill al decir que son necesarios veinte años para conocer la verdadera calidad de una película. Quizás, por ello mismo, la urgencia con la que los críticos abordamos la inmediatez de nuestro ejercicio nos hace correr el riesgo de, con el paso del tiempo, ser leídos con sonrojo.
A día de hoy, y pasadas ya esas dos décadas desde que Sam Raimi estrenase la tercera y última entrega de su saga Evil Dead, resulta algo irritante la forma en la que algunos compañeros de profesión tumbaron las secuelas de aquella inaugural Posesión infernal (Evil Dead, 1981) con la que el realizador diera pistoletazo de salida a su carrera. Algo muy propio del ejercicio crítico durante los noventa, donde el éxito comercial levantaba algo más que suspicacias frente a esas producciones que, por ser más minoritarias, tenían la ventaja de mantener cerrado el coto de caza. Aunque, ¿acaso no se sigue abusando hoy en día de tal excusa?
Tanto Terroríficamente muertos (Evil Dead II, 1987) como El ejército de las tinieblas (Army of Darkness, 1992) fueron mandadas a la hoguera sin piedad en el momento de su estreno bajo el paraguas que proporciona el dicho «cualquier tiempo pasado fue mejor». Una maldición que, como vemos aún hoy en día, persigue a Sam Raimi a cada nuevo proyecto que aborda. Y si bien es cierto que Posesión infernal destilaba frescura y espontaneidad, realizando Raimi una labor verdaderamente artesanal, no es menos cierto que en su opera prima se pueden observar graves errores en todos y cada uno de los departamentos de su producción, casi todos ellos derivados de su carácter amateur y, en parte, de su paupérrimo presupuesto —recordemos: 350.000 dólares, la mayor parte de ellos destinados a la realización de efectos de maquillaje.
Si Posesión infernal recogía el amor hacia buena parte de la serie B de décadas anteriores —con la sombra más que reconocible de Roger Corman en sus fotogramas—, tanto Terroríficamente muertos como El ejército de las tinieblas forman ya parte de ese cine plenamente ochentero, desprejuiciado y sanamente gamberro, consciente de su condición de mero entretenimiento. Pues si la primera se mantenía fiel a los parámetros del cine de terror, las posteriores entregas discurrirían hacia derroteros más propios de la comedia delirante, explotando la posibilidad de hacer reír a través de lo grotesco, lo bizarro y la degenerada irrealidad.
Ya en Terroríficamente… se nota que Raimi ha mejorado mucho su dominio del medio, economizando y agilizando recursos narrativos para contar mismos sucesos que en la precedente, en mucho menos tiempo y con una mayor elegancia. Por ejemplo, esa escena inicial con la que tarda menos de un minuto en llevar a los protagonistas a la cabaña, cuando en su precedente se demoraba en una planificación francamente mediocre, retrasando la acción con diálogos absurdos y reacciones interpretativas poco naturales. Su tratamiento de la imagen y la composición ya son los de un cineasta prometedor, alguien que domina el medio en términos comerciales. Y, sin embargo, ya encontrábamos en Posesión… elementos que invitaban a pensar en Raimi como en un realizador de grandes e inteligentes recursos, hallazgos de primer orden de los que se niega a prescindir para esta secuela.
Nos referimos concretamente a dos elementos de la puesta en escena repetidos en la primera y la segunda parte de esta trilogía, muy sintomáticos de la necesidad de Raimi por conectar a un nivel emocional —y casi podríamos decir que espiritual— con el espectador, tales como el giro de 360° de la cámara y las vertiginosas imágenes atravesando el bosque en mitad de la noche hasta dar con las víctimas. El primero de ellos elimina todo atisbo de los medios de producción, pues, al rotar la cámara totalmente sobre sí misma, el espectador queda en solitario con el protagonista en un espacio vacío, carente del equipo de rodaje necesario para la generación de la acción dramatizada, por lo que la pesadilla se torna más verosímil.
El segundo mencionado, por su parte, identifica el punto de vista de la pantalla con el mal, convirtiendo al fotograma en generador de malignidad, en percutor del crimen —pues, incluso, rompe físicamente ventanas, puertas y cristales, llegando a partir árboles por la mitad en El ejército de las tinieblas— y un espacio del que es imposible huir, pues en sus agorafóbicos límites contiene la narración y a los personajes con ella, haciendo uso de la cabaña como si de su reino se tratase, infectando con su sola voluntad al enfocar a cada personaje y volviendo a la vida a los seres inanimados —cadáveres, esqueletos…— a través de la magia del stop motion —es decir, el proceso de brujería por el cual el tiempo se acelera, permitiendo el proceso inverso que va de la vida a la muerte, utilizándose este recurso asimismo para las escenas de posesión diabólica, lo cual da una idea de su misterioso y trascendental poder en el espectador.
Es también inevitable aludir a todas esas referencias que emparentan a este fragmentado relato repleto de posesiones y exorcismos con el clásico de Alicia de Lewis Carroll. No sólo por cómo se abre Terroríficamente… —saliendo el coche de los protagonistas de un túnel oscuro en sus primeros fotogramas— sino, sobre todo, por la presencia de los espejos a través de todas y cada una de las entregas que conforman este tríptico. Ya hacia el final de Posesión infernal aparecía en escena uno que, además de su cualidad reflectante, tenía la particularidad de ser líquido, permitiendo una permeabilidad dimensional que, sin embargo, no dejaba escapar al protagonista, provocándole el punzante dolor del rechazo hacia una posible escapatoria. Dicho recurso, directamente fusilado del universo de Jean Cocteau, mejoró sin embargo en el guión de Terroríficamente…, al tomar entidad y autonomía el reflejo de Ash (Bruce Campbell), quien atraviesa la barrera reflectante como una proyección de su desquiciada conciencia, anunciando este doppelgänger el progresivo arrebato de autolesiones a las que Ash somete a su cuerpo, rematando la faena con la mutilación de su mano derecha y su posterior conversión en cíborg, donde una sierra eléctrica sustituye a su perdida extremidad como colofón al frenesí destructor —de lo físico, de lo psíquico y de lo espiritual—.
Dichos elementos fueron tan del agrado de Raimi que los retomó asimismo en la posterior El ejército de las tinieblas, donde la continuidad argumental tuvo que ser parcialmente quebrada para la introducción de nudos dramáticos que potenciaran el destino del protagonista: allí donde Terroríficamente… terminaba con Ash convertido en un emisario divino, ahora le encontramos en calidad de prisionero de guerra, listo para su ejecución. Su aparente incoherencia quizás tuviera explicación mediante un detalle de los títulos de crédito, allí donde reza «Bruce Campbell vs. Army of Darkness», anunciando con este juego metacinematográfico que es el actor el destinatario de la maldición, cumpliendo así el celuloide ese cometido de hacer permeable la realidad y la ficción a través de su semitransparencia. Un acto de confusión entre actor y personaje después de varias entregas, como si el tormento del rodaje aunara al soporte físico con su álter ego, fundiéndose los dos en uno —como aquella escena del espejo de Terroríficamente…, donde la parte inconsciente/irreal atacaba y advertía a la consciente/real—.
Su posterior conversión en ídolo de la comunidad medieval pasará indefectiblemente por su transformación biónica —la sierra mecánica sustituida por un puño metálico que le otorga una fuerza sobrehumana, al modo de un superhéroe—, enfrentándose a la búsqueda del Necronomicón, aquel origen de todos sus males que le ha perseguido a lo largo del tiempo para provocar dicho encuentro. Su materialización se producirá a partir de su concurrencia con otro espejo que, al romperlo, forjará la aparición de pequeñas réplicas de sí mismo, atormentándole hasta lograr que uno de estos pequeños yoes se logre colar por su boca, creciendo en su interior hasta formar un clon maligno —de nuevo el mito del doppelgänger, esta vez más material y, por lo tanto, más amenazante para la integridad física del protagonista—, de cuyos restos enterrados nacerá el caudillo de un ejército de esqueletos —animados unos con stop motion y otros a través de marionetas, basculando su estilo por lo tanto entre a la Ray Harryhausen y a la Jim Henson, todo un regalo para los ojos de hoy en día, donde todo desafío se resuelve a través del recurso digital.
Quizás toda la mala fama crítica que ha arrastrado El ejército… se deba a la delirante lucha que soldados y campesinos medievales deben desarrollar contra tan animado enemigo, donde el desbordante humor no permite el aposento de la necesaria madurez para tomarse en serio dicha concepción escénica. Sin embargo, otros cineastas sí estaban al tanto de la originalidad de una propuesta que, por sus afinidades artísticas, terminó calando hondo para empapar posteriores proyectos. Es el caso del neozelandés Peter Jackson, quien por aquellas mismas fechas aportaba su particular visión sobre el mal gusto de que una madre se coma a tu perro, y que en la segunda parte de su trilogía tolkiana —El señor de los anillos: Las dos torres (The Lord of the Rings: The Two Towers, 2002)— calcó elementos y recursos sacados de esta El ejército de las tinieblas: desde el ingenuo que acerca la desconocida pólvora a la llama de una vela, ignorando las consecuencias de su temeridad, hasta toda la planificación del asalto a la fortaleza, donde arqueros elfos y orcos destilan homenaje antes que plagio.
Como a veces ocurre, la copia mejoró a su precedente a todos los niveles, pero resulta emocionante recuperar este tipo de comparativas para observar cómo aquello que a veces se desprecia suele tener más importancia de la que en su momento se le da. Los críticos de cine, como cualquier ser humano, también tenemos derecho a equivocarnos.