The Twilight Zone: Temporada 1 (III)

Las propiedades del terror

Sobre esta misma época, la producción de la primera temporada de Twilight Zone se paralizó para que, con los datos en la mano, la cadena CBS pudiera decidir si valía la pena continuar o no con la misma. Algunos anunciantes no acababan de sentirse cómodos con una serie de carácter fantástico y que, además, se atrevía a hacer reflexiones sociopolíticas de fondo. Ciertos medios aseguraban que la creación de Serling acabaría cancelada. Sin embargo, sus inamovibles cerca de 20 millones de espectadores semanales, pese a no ser una cifra espectacular, les aseguraron la continuidad. Sin embargo, algo de ese miedo a la desaparición debió calar en Serling y su equipo, porque esta última tanda de capítulos –pese a incluir dos obras tan interesantes como Pasaje para un trompetista o Fuera de horario– vuelve, de alguna manera, a la ligereza un tanto conservadora de sus inicios.

Lo que está claro es que esta temporada inicial no sólo sirvió para que el equipo de Twilight Zone adquiriera soltura y experiencia, sino también para que el boca a oreja producido por los numerosos premios cosechados por la serie, incluido un Emmy para los guiones de Serling, multiplicara el interés popular por la propuesta y la consolidara como producto de culto. La serie seguiría teniendo problemas –más específicamente, la intromisión del jefe de programas dela CBS, James T. Aubrey, que obligó a recortar los costes y a rodar algunos capítulos en cinta de vídeo–, pero ya con una personalidad plenamente desarrollada, y sobre todo con un equipo de guionistas, formado por Matheson, Beaumont y el pronto incorporado Clayton Johnson, capaces de sacarle al formato un partido espléndido.

Por suerte, L’Atelier 13 está preparando ya la edición de la segunda temporada de The Twilight Zone, así que nuestro disfrute no ha hecho más que empezar…

1.25 La gente es igual en todas partes

A diferencia de sus anteriores intervenciones en Twilight Zone, El santuario de 16 mm y Cláusula de rescisión, a Mitchell Leisen se le nota mucho más incómodo, algo más torpe, rodando la trama de ciencia-ficción de La gente es igual en todas partes. Claro que tampoco ayuda que el guión de Serling, adaptación bastante fiel a la letra del relato corto «Brothers Beyond the Void», de Paul W. Fairman, cuente con una de las estructuras más deficientes de la temporada, ya que seguramente sea la historia en la que más se evidencia su construcción en función de su final sorpresa. Lo mejor del capítulo, de hecho, está en los momentos en los que Leisen deja que se cuelen pequeños detalles humorísticos –como la ya mencionada y más bien previsible conclusión–, pero también en la interpretación de Roddy McDowall, que es quien se echa el capítulo a sus espaldas y le da una mínima dimensión dramática a un personaje, en realidad, desarrollado con una superficialidad sorprendente en un trabajo de Serling.

1.26 Ejecución

Por más que no firme el guión, que esté a cargo de Rod Serling, se aprecia en Ejecución unos ciertos rasgos de estilo en la obra de George Clayton Johnson que tienen su rima en el anterior Los cuatro estamos muriendo. A pesar de arrancar en el Lejano Oeste, y su punto de partida sci-fi, el capítulo es puro noir, tanto por el trabajo fotográfico de Clemens –uso del claroscuro, angulaciones de cámara exageradas…– como por esos diálogos percutantes, sequísimos, que ya destacaban en el anterior. Por suerte, esa tendencia de Serling hacia el sermoneo está aquí suavizada por el sentido del humor cínico que desprende el desarrollo de la historia, pero también por una definición de personajes fascinante –atención a lo esquivos y desagradables que son todos, incluido el joven mad doctor de la historia– y, sobre todo, por la estupenda interpretación de Albert Salmi, capaz de dotar de humanidad y de cierto sentido trágico a un protagonista escrito, al menos sobre el papel, para ser un auténtico hijo de puta. A retener, por otro lado, el corrosivo humor que esconde el capítulo en momentos como el del bar.

1.27 El gran deseo

Una de las obras dramáticas para televisión que definieron la carrera de Serling fue Requiem for a Heavyweight –llevada al cine años más tarde como Réquiem por un campeón (Requiem for a Heavyweight; Ralph Nelson, 1962)–, sobre todo por su visión realista, nada complaciente, del boxeo, que le interesaba especialmente porque lo practicó durante su etapa en el ejército estadounidense. Y, de alguna manera, El gran deseo es una revisitación de esa misma visión decadente del mundo pugilístico, de nuevo centrada en un boxeador acabado, incapaz de renunciar a una carrera en caída libre… Pero, en esta ocasión, pasada por el filtro de una cierta coartada fantástica, inspirada en Frank Capra, y por el atrevimiento de Serling de contratar a actores negros como protagonistas, hecho inédito en la televisión de la época, y toda una revolución social. El tono es muy diferente a otros de sus trabajos para Twilight Zone, pero las estimulantes opciones narrativas tomadas por el director Ron Winston –como esos planos contrapicados imposibles desde la lona– refuerzan el lado fantástico de la historia.

1.28 Un buen lugar para visitar

Beaumont vuelve a juguetear, como en sus capítulos anteriores para Twilight Zone, con los límites de las apariencias y nuestro concepto de la realidad, sólo que en esta ocasión lo hace desde una perspectiva ligeramente distinta, y además en un (sorprendente) registro de comedia, acentuado por la histriónica interpretación de Larry Blyden, que ejerce de payaso augusto frente al clown que ejerce Sebastian Cabot. Cierto es que a John Brahm se le nota mucho más a gusto en las primeras escenas, cuando imprime una asfixiante tonalidad noir a la narración –atención al juego con las linternas, y a cómo iluminan los espacios–, pero hay que reconocer que se desenvuelve bastante bien con la luminosidad de comedia sofisticada del resto del metraje, y que, además, es capaz de controlar con notable habilidad el tono humorístico del capítulo, impidiendo que se adentre excesivamente en lo ridículo.

1.29 Pesadilla de una niña

A estas alturas de la serie, sorprende que Serling se descuelgue con un capítulo que, como ¿Dónde están todos?, acabe justificando sus elementos fantásticos de forma totalmente racional, como un elemento psicológico surgido de la mente de su protagonista. Partiendo de la estructura psicoanalítica que desarrolló de forma primigenia G.W. Pabst en la seminal Misterios de un alma (Geheimnisse Einer Seele, 1926), el episodio, básicamente, describe el proceso de recuperación de la memoria de una joven amnésica, vehiculado a través de la aparición de una versión infantil de sí misma que le sirve de guía en el proceso de descubrir al asesino de su madre. Todo lo cual resulta, a la hora de la verdad, muy previsible y nada sorprendente, y parece más un trabajo previo reaprovechado por Serling que un capítulo a la medida de los logros que ya había alcanzado Twilight Zone.

1.30 Una parada en Willoughby

Curiosamente, Una parada en Willoughby forma un interesante díptico con Pesadilla de una niña, como capítulos que justifican la aparición de lo maravilloso a partir de fantasías escapistas… Pero al mismo tiempo, se diría también un complemento, o si se quiere, una variación en tono más fúnebre, más desesperanzado, del punto de partida de A corta distancia –no parece casual, desde luego, que Serling haga de nuevo una referencia nominal a Bradbury, si bien en esta ocasión el homenaje al escritor es mucho más tangencial–. La estructura repetitiva del capítulo tiene, voluntariamente, algo de onírico, lo que emborrona con eficacia los límites entre realidad y sueño, y redimensiona las lecturas que se le pueden dar a la historia, incluida la cruel ironía de su conclusión. Lo que parece claro es que, en el destructivo retrato que el guionista hace del mundo de la publicidad en televisión, hay una pulla más que directa contra los problemas, antes mencionados, para conservar los anunciantes de la serie.

1.31 El complemento

Por primera vez en Twilight Zone, no es Serling quien versiona un relato ajeno, sino Robert Presnell, Jr. en su única intervención como guionista en toda la serie. Lo que no es de extrañar, teniendo en cuenta cómo convierte la sutilidad y la elegancia del cortísimo cuento corto de John Collier en una comedieta de enredo más bien alargada y un pelín aburrida –seguramente habría necesitado un actor protagonista más simpático que George Grizzard, que no acaba de sentirse cómodo en el registro de comedia que le pide la historia–, por copiar, con una literalidad sorprendente, la adaptación no acreditada llevada a cabo por Bill Gaines y Al Feldstein en el número 25 de «Tales from the Crypt». De ahí que opte por el registro ingenuo del cómic, en lugar de transmitir la ironía subyacente en el original respecto al amor y a las relaciones a largo plazo… Pero lo que es imperdonable es que no se atreva a llevar la historia a sus últimas consecuencias.

1.32 Pasaje para un trompetista

A lo largo de las cinco temporadas de Twilight Zone, resulta evidente que Serling da la mejor de sí en los planteamientos dramáticos más sencillos, más directos. Y pocas historias más desnudas que la que desarrolla Pasaje para un trompetista, que se centra exclusivamente en el viaje muy personal, muy íntimo, de un trompetista hundido en el alcoholismo por el limbo. Una historia que el director, Don Medford, vuelca sobre la pantalla con sensibilidad noir, y un espléndido talento para la composición –de hecho, juega muy bien con la disposición de los elementos dentro del encuadre, en varios planos– que no renuncia a cierto onirismo de lo más sutil: el mejor ejemplo quizá sea el callejón trasero del garito de jazz, construido a base de vallas metálicas y lámparas colgantes, y cuyo esquematismo le permite adaptarse a las circunstancias de cada escena. Claro que Pasaje para un trompetista no sería lo que es sin la espléndida interpretación de Jack Klugman, uno de los actores recurrentes de la serie, y que aquí dota a su personaje de una humanidad y de una fragilidad realmente enternecedoras. Imposible no sentir simpatía por su proceso de redescubrimiento de la vida, a pesar de que los recortes en la duración original del episodio –Medford rodó material para que durara una hora, pero tuvo que ajustarse al metraje estándar de la serie– hacen que ese tránsito resulte algo brusco.

1.33 El señor Bevis

En la primera entrega de este repaso a la temporada inicial de Twilight Zone, y hablando sobre todo de Uno para los ángeles y Claúsula de rescisión, ya comentaba que a Serling no se le da especialmente bien la comedia amable. Aun así, aquí vuelve a reincidir en ese mismo registro, a partir de la idea central de una serie ideada para que la protagonizara Burgess Meredith, y que no se llevó a cabo porque el actor prefería no comprometerse con un trabajo fijo… Algo que se hace evidente por lo inane del episodio resultante, no sólo porque los chistes, en general, no tienen ninguna gracia, sino también por ese final que se limita a restituir la situación inicial, como en cualquier sitcom clásica que se precie. Poco puede rescatarse de una historia sin mucho a lo que agarrarse, ni siquiera las irritantes excentricidades del protagonista interpretado por Orson Bean.

1.34 Fuera de horario

Como ya hizo en Imagen reflejada, Serling toma en Fuera de horario una situación y un entorno absolutamente cotidianos y los subvierte, sacando a la luz su lado inquietante, terrorífico, simplemente mostrándoselos al espectador desde una perspectiva inhabitual, en un contexto nuevo. El guión se ha ganado acusaciones de plagio, tanto hacia el relato corto «Evening Primrose» de John Collier como hacia una historia, «The Thirteen Floor», que el escritor Frank Gruber había vendido a la CBS como potencial episodio de Twilight Zone… Pero lo importante es cómo su autor, con la complicidad del director Douglas Heyes y de la actriz principal, Anne Francis, elabora una pequeña pieza de suspense que, además de utilizar con mucha inteligencia los espacios que ofrecen unos grandes almacenes –ojo a cómo el mismo decorado, vacío y con las luces atenuadas, hace las veces de una planta distinta, más inquietante, con una tremenda eficacia–, también elabora todo un fascinante discurso sobre la identidad, y sobre lo que nos hace humanos. A destacar también el uso que hace Heyes del zoom, sobre todo en ese inquietante plano final, al que el grano adicional de la lente forzado le da una cualidad aún más perturbadora.

1.35 El gran Casey

Otro episodio cómico poco memorable de Serling, si bien en esta ocasión el humor es más moderado y menos estrafalario que el de El señor Bevis. Lo que no lo hace mejor, pero sí, al menos, más tolerable. No hay mucho que destacar, aparte de la interpretación mesurada, de comicidad controlada y eficaz, de Jack Warden –al que Serling tuvo que recurrir tras la muerte de Paul Douglas, que había interpretado el papel al borde de un ataque coronario, y cuyas escenas tuvieron que volver a rodarse pagadas por el bolsillo del propio creador de la serie–, que contrasta con la humana desesperación de la que hacía gala en el anterior El solitario.

1.36 Un mundo propio

Richard Matheson sólo llegó a escribir dos episodios cómicos para Twilight Zone: el que nos ocupa, y Once Upon a Time, hermoso traje a medida para Buster Keaton. No es el género en el que más a gusto se encuentra, y sin embargo, con Un mundo propio demuestra que es capaz de abordarlo con mucha más elegancia y más tino que el propio creador de la serie –algo que acaba de redondear el director Ralph Nelson, que le da al tira y afloja de Keenan Wynn y Phyllis Kirk, ambos estupendos, ritmo de screwball comedy–. Quizás por haber concebido la historia, en realidad, para ser abordada desde un prisma totalmente serio, ésta conserva un nivel de sugerencia muy interesante. No sólo porque, igual que Un mundo de diferencia, emborrone los límites de la realidad y la ficción, sino porque, con una ligereza engañosa, lanza una preciosa reflexión sobre el proceso creador, y cómo a veces los personajes cobran vida propia y se escapan de las manos de sus propios autores… El episodio también destaca por ser el primero de la serie en el que Serling aparece físicamente –sus apariciones en pantalla, a lo Alfred Hitchcock presenta (Alfred Hitchcock Presents; 1955-1962), no se harían habituales hasta la tercera temporada–, dando lugar a un divertido chiste metanarrativo.