Las buenas intenciones
Hay ciertos directores huidizos. Pero ¿de qué o de quién huyen? ¿Del encasillamiento en un género, de definir unos rasgos autorales concretos o de sí mismos? ¿Cómo puede dirigir la misma persona propuestas tan dispares, casi opuestas, como Mala noche (1986), Psycho (1998), Elephant (2003) o Tierra prometida (Promised Land, 2012)? La figura de Gus Van Sant sigue suscitando más preguntas que respuestas. Resulta cuando menos intrigante la facilidad que tiene para deshacerse del lastre de su creatividad para poner el piloto automático y dirigir algo tan convencional y simplón como Tierra prometida. El relato empieza bien, incluso mejora con el paso de los minutos y el constante toma y daca entre los personajes es ocurrente, pero convierte un giro de guión, más o menos inesperado, en una bomba atómica que afecta al resultado final de la película, a la manera en que se percibe el todo una vez terminado el metraje. Y lo que hasta entonces era una correcta, agradable e incluso plausible propuesta de cine con mensaje (ecologista en primer término, anticorporativo en segundo), acaba convertida en pura y simple propaganda, con un desenlace tan convencional como decepcionante.
En sus elogiosas críticas sobre la película, Gonzalo de Pedro (El Cultural), Jordi Costa (El País) y Carlos Losilla (Caimán Cuadernos de Cine y Sensacine.com) insisten en prevenir al lector-espectador, con el fin de que este no se deje llevar por las falsas apariencias. Según exponen en sus respectivos textos (muy perspicaz el primero, no tanto los otros dos), la película parece una obra menor, casi un panfleto ecologista que, sin embargo, debajo de su modesta superficie, esconde un sentido elogio a la clase trabajadora, un certero retrato de una comunidad y una puesta en escena que suspende el tiempo y el espacio, sugiriendo sin mencionar los nombres de Buñuel y Lynch. Estoy seguro de que los tres han visto todo eso en la película. Pero tengo la sensación de que, antes que nada, han querido ver eso, principalmente porque en los créditos figura un tal Gus van Sant como director. Si la película la hubiera dirigido Matt Damon, como era su intención original, o cualquiera de esos directores polivalentes y carentes de estilo que pueblan Hollywood, lo más probable es que las críticas no hubieran sido tan benévolas. Me atrevo a pensar, aunque no deja de ser una intuición y quizá el equivocado sea yo, que los críticos mencionados caen en el mismo defecto que la película, las buenas intenciones: por muy de acuerdo que uno esté en la denuncia contra el fracking como pernicioso método de extracción de gas y la progresiva destrucción del medio rural, por estupendo que a uno le parezca que unos lugareños planten cara a una todopoderosa empresa energética, nada justifica que el mensaje venga empaquetado de una manera tan rutinaria y poco arriesgada. O, extrapolado al terreno de la crítica cinematográfica: por mucho que uno aprecie algunos de los anteriores trabajos de Van Sant, o precisamente por eso, debería exigirle un esfuerzo o un atrevimiento mucho mayores, dignos de su talento.
La trayectoria de Van Sant sigue siendo un rompecabezas sin solución. Es difícil aceptar para cualquier crítico que un tipo que aprendió a hacer cine con Jonas Mekas y Andy Warhol, que rozó el nihilismo en Gerry y la gloria en Paranoid Park, facture de cuando en cuando productos difícilmente distinguibles de la media de películas mainstream que se disfrazan con las ropas del cine independiente. No queda ni rastro aquí de aquellos “personajes marginales de la sociedad que intentan encontrar su lugar, algunos con más ahínco que otros”, de los que hablaba Israel Paredes en esta misma revista, o esos “fantasmas sin rumbo” que menciona Alejandro G. Calvo en su reciente crítica de To the Wonder. Quizá, si uno afina el oído, se aprecia un leve eco en el deambular del protagonista por el pueblo y su lema “yo no soy un hombre malo”, pero es tan lejano que apenas resulta audible. Lo que viene a confirmar esta última entrega de su dispar filmografía es que, de tanto intercalar películas personales y nutritivos encargos, el modus operandi de Van Sant, sus rasgos de estilo, se han ido diluyendo, hasta hacerlos prácticamente irreconocible. Como bien apunta De Pedro, quizá sea este el único y verdadero rasgo de su cine: la mutación constante, la fuga permanente en pos de una independencia que hace tiempo dejo de ser tal.
A lo mejor lo equivocado es el enfoque, porque las respuestas que ofrece Tierra prometida tienen más que ver con el guión y la personalidad de Matt Damon que con el enigma Gus Van Sant. Aparte de su carrera como actor, en la que se ha consolidado como el perfecto everyman, Damon lleva un tiempo postulándose como activista político, apoyando a Obama para después renegar de él por renunciar a sus compromisos electorales, o produciendo documentales como The People Speak (2009), una visión sobre la Historia de los EEUU desde el punto de vista de los oprimidos, aquellos que han defendido los derechos civiles desde la fundación del país hasta la guerra de Irak. Tanto estas como otras actividades relacionadas con la defensa del medio ambiente son ejemplares y ejemplarizantes, sobre todo en el seno de una industria cada vez más adocenada y complaciente con el poder. Damon y su amigo George Clooney, desde sus estatus de estrellas, reclaman atención sobre temas que normalmente reciben poca o nula atención en los informativos de los canales de televisión americanos, o que lo hacen desde el punto de vista opuesto, y son recurrentemente señalados por la FOX como peligrosos propagandistas demócratas. Michael Clayton (Tony Gilroy, 2007), protagonizada y coproducida por Clooney, es de alguna manera el antecedente, muy superior a nivel cinematográfico, de Tierra prometida. Aunque Michael Clayton se vista de thriller, ahí está el mismo dilema moral del protagonista entre su lealtad a la firma para la que trabaja o a su código ético, y la denuncia contra los abusos de una gran corporación y el peligro de sus prácticas para el medio ambiente. Pero también está presente, como en Tierra prometida, ese happy end ingenuo y falaz, esa vuelta de tuerca que convierte una película notable en una decepción en toda regla.
Quizá la culpa sea mía, por esperar de Damon, de Clooney y de Van Sant más riesgo, más convicción, un irrevocable grito de rebeldía que, de momento, no parecen dispuestos a dar. Van Sant parecía el hombre adecuado para dar alas a ese carácter insurrecto y contestatario, pero el resultado dista mucho de la contundencia necesaria, se queda en un melifluo alegato antifracking. La idea parece ser la de intentar sumar adeptos a una buena causa evitando el riesgo en la puesta en escena y el desarrollo de la narración, pero sin riesgo no hay buena causa (ni buena película) que valga.