Baz Luhrmann

Emociones sincopadas

Despues de la postmodernidad

Parece mentira hasta que punto hemos asumido como definitorio de nuestro tiempo el reciclaje de ideas y estéticas que caracteriza la postmodernidad, transcurridas apenas unas décadas desde el surgimiento del ¿penúltimo? paradigma cultural de la historia del arte; inclusive quienes, con mejor o peor fortuna, dedicamos tiempo y esfuerzo a pensar el cine. Lo cierto es que a  estas alturas ya (casi) nadie duda de que todo esté inventado, máxime en lo relativo a disciplinas que acumulan, en el caso de arquitectura, pintura o literatura, sucesivas reformulaciones de la seminal dicotomía clásico-manierista. Pese a este status quo inapelable, siguen surgiendo creadores convencidos de que es posible innovar de verdad en las artes, renovar integralmente postulados y agitar conciencias, férreamente pertrechados tras entornos críticos que jalean cada nueva obra de estas mentes preclaras como el no va más. Estén estos medios firmemente convencidos de ello, o se trate de una estrategia de marketing para sobrevivir a un momento especialmente difícil para las industrias culturales, o de todo a la vez, uno está firmemente convencido de que tal estrategia falta, cuando menos, a la verdad.

Centrándonos en el cine, conviene no olvidar que su eclosión en los estertores del XIX coincide con una etapa en que las Bellas Artes preexistentes llevan tiempo explorando nuevos cauces expresivos que les permitan actualizar sus periclitados postulados teórico-formales, y el dinamismo inherente al cinematógrafo resulta terreno abonado para llevar esta indagación a nuevas cotas. De hecho, la modélica síntesis de movimiento, imagen y sonido que caracteriza la etapa clásica del llamado séptimo arte se alcanzará ya en las primeras décadas del XX, y desde entonces hasta ahora la renovación, de haberse producido, ha consistido más bien en adaptación a los adelantos técnicos que sucesivamente se han ido implementado y, por descontado, a la cambiante realidad socio-cultural de un siglo tan convulso como el pasado. De lo que se deduce que tanto la sesgada apelación a la pureza original —más que del cine, me temo, de sus ilustres precedentes— como la disolución progresiva en un magma digital que difumine hasta hacer desaparecer las barreras que aún separan los diversos formatos audio-visuales no trascienden, pese a la convicción con que son defendidas por sus respectivos adalides, la enésima revisitación, bajo nuevos ropajes, de polémicas añejas.

Así las cosas, mejor sacar el ego de la ecuación, asumiendo de paso que a los creadores no les queda sino seguir avanzando por caminos previamente transitados, y que en virtud a lo que se aporte al background acumulado su labor será (o no) digna de ser reconocida. Es desde esta óptica que un cineasta de las características de Baz Luhrmann emerge como síntoma, independientemente de la valoración que nos merezca su particular manera de entender lo cinematográfico. Al igual que —por citar otros ejemplos que considero paradigmáticos— Pedro Almodóvar o Quentin Tarantino, el director australiano asume de modo natural el revisionismo de nuestro tiempo, y desde una impronta netamente contemporánea —además de honesta— articula una visión de conjunto con el festivo abigarramiento de imágenes, músicas y tópicos como característica más reconocible. Es precisamente esta desverguenza a la hora de mezclar referentes a priori inconexos, en ocasiones con resultados ciertamente indigestos, la que le aleja de los dos santones antes citados, los cuales partiendo de una premisa similar han alcanzado una depuración estilística óptima, entre otras cosas por tomarse a si mismos, y por ende a su poética, bastante más en serio que el susodicho.

La visión de Luhrmann constituye, en las antípodas de la síntesis, un ejercicio de libertad y creatividad desbordante, que le acerca a correligionarios del calado de Jean Pierre Jeunet o Zach Snyder, para los que todo está subordinado al poder arrebatador de la imagen, y derivado de ello la elicitación de una emoción 100% cinematográfica, entendida como sublimación de sus componentes visuales, sonoros y dinámicos. Llevando este postulado hasta sus últimas consecuencias, los títulos que constituyen su escueta filmografía hasta la fecha devienen asimétricos contenedores de sensaciones antes que obras surgidas de la reflexión y/o un discurso viso-narrativo canónico, pero es desde su manifiesta irregularidad, producto de la superposición frenética de planos y secuencias que emergen con fuerza momentos, instantes de gran belleza los cuales, aunque surgan sin rubor de la entronización del simulacro, se instalan férreamente en el recuerdo. El cine entendido, sin trampa ni cartón, como elicitador de emociones primarias.

No hay amor sin artificio

Si en la seminal El amor está en el aire (The Strictly Ballrom, 1992) ya aparecen apuntados los elementos distintivos del estilo Luhrmann, será en Romeo + Julieta de William Shakespeare (William Shakespeare´s Romeo and Juliet, 1996) que estos precipiten en una iconoclasta, y me quedo corto, adaptación del clásico literario, que pese a las incontables licencias de concepto y puesta en escena mantiene incólume letra y espíritu del original shakesperiano: la trágica, trascendente exaltación de un imposible amor adolescente, sólo consumable plenamente tras la muerte. Quedarse en el apabullante aparato estético, tan chirriante en su concepto general como espléndoroso en momentos concretos, es un riesgo se diría que asumido desde la propia labor de dirección, que da lugar como decimos a algunos pasajes memorables: la secuencia en que Romeo (Leonardo Dicaprio) conoce a Julieta (Claire Danes), cruzando juguetonamente sus miradas por primera vez, es un instante de gran belleza e inesperada contención que concreta admirablemente algo tan difícil de plasmar como es ese sublime momento en que dos jovenes se enamoran. En ausencia de palabras hablan sus rostros, los filtros cromáticos y, por supuesto, los acordes acariciantes del tema Kissing You, de Des´ree.

Encontramos aquí, perfectamente codificada, la unidad de medida elemental del cine de Baz Luhrmann: partiendo de una premisa hiperromántica, pues el amor es el motor de sus ficciones, se persigue ante todo movilizar poderosamente al espectador, poniendo al servicio de este fin artificio visual, canciones pop y movimientos de cámara. La profusión de lugares comunes, ya sean dramáticos, estéticos y/o narrativos es asumida de forma natural, a la manera de una estructura predefinida que se pretende potenciar, llevar a nuevas cotas, por la vía del exceso. Si en Romeo + Julieta de William Shakespeare el anacronismo emanaba desde la propia ambientación en una Verona Beach contemporánea y mexicanizada, El París belle epoque de Moulin Rouge (íd, 2001) constituye la fantasmagoría de un pasado idealizado, recreado con todo lujo de detalles en estudio. Una vez establecida la marca de fábrica, la evolución lógica para un estilo tan permeable a la grandilocuencia y el sentimentalismo pasaba por un musical con vocación de espectáculo total.

Moulin Rouge finaliza con honores la (atinadamente) denominada Red Curtain Trilogy, y aunque la filiación con sus dos precedesoras está fuera de toda duda, el resultado de esta apabullante opereta rock rebasa a todos los niveles la aportación de ambas. Hipertrofiada por convicción, la desbordante energía creativa que desprende cada plano de esta película sensacional despoja de fundamento su reducción a un titular o la denuncia del abuso de los tópicos al uso, que de hecho se exhiben sin rubor, con la complacencia del que sabe que no está descubriendo la polvora pero sí, y aquí está el quid de la cuestión, visualizando una historia de amour fou con una confianza absoluta en el poder evocador de música e imágenes. A partir de la abigarrada fusión de escenografías imposibles, montaje caleidoscópico y hits de radio formula se obra el milagro de insuflar savia nueva a un género en horas bajas, ubicándolo de lleno en el siglo XXI. Pero siendo importante este logro, el filme atesora otro mayor: canción a canción, la atribulada love story de los inolvidables Satine (Nicole Kidman) y Christian (Ewan McGregor), así como de toda la fascinante troupe de bohemios soñadores, duques envilecidos y artistas de cabaret que habitan este Montmartre de cartón-piedra nos retrotrae a una época única e irrepetible, un viaje en el tiempo filtrado por la busqueda, y consecución, de belleza y emoción. 

Después de alcanzar la cima se imponía el descenso, pero nada hacía presagiar un fiasco de las proporciones de Australia (id, 2008), mediocre acercamiento del director australiano al mito fundacional de su nación. Un pastiche tedioso, estirado ad nauseam que si algo dejaba patente era la imposiblilidad manifiesta de Luhrmann para aprehender la épica intimista inherente al melodrama clásico, de Lo que el viento se llevo (Gone With the Wind, Victor Fleming, 1939) a Memorias de África (Out of Africa, Sidney Pollack, 1986). Con unos protagonistas tan desdibujados como antipáticos, la atropellada sucesión de secuencias pretendidamente intensas terminaba por epatar al espectador, abrumado ante la consabida aparatosidad visual que, lamentablemente, se mostraba en esta ocasión dramáticamente impermeable al lirismo. El naufragio creativo de Australia levantaba acta de hasta que punto determinados registros genéricos se mantienen resistentes frente a los embates desmitificadores de la postmodernidad, pero ello no debería ser motivo para mandar a Baz Luhrmann a la vía muerta en que esperan verle languidecer su legión de detractores. Antes bien, el estreno de El gran Gatsby (The Great Gatsby, 2013) constiyuye una oportunidad de oro para valorar el derrotero seguido por la filmografía de un cineasta que, con el cénit que supone su personalísimo acercamiento al musical, ha sabido concretar modélicamente uno de los caminos a seguir por el cine del siglo XXI.