Park Chan-wook: el triunfo de la tercera vía

La industria cinematográfica surcoreana se propuso, a principios de este siglo, abrir una tercera vía entre el cine comercial y el cine artístico o «bien hecho», como dicen allí. Junto a Bong Joon-ho, Park Chan-wook (Seúl, 1963) es el máximo exponente de esta corriente. Con Oldboy se metió en el bolsillo a la crítica y al público, que se quedaron a ver el resto del espectáculo al descubrir que toda su filmografía estaba (y estaría) a la altura.

1. Etapa de aprendizaje (1992-1999)

Trio

Una primera etapa de su obra es la que podríamos llamar «de aprendizaje», en la que Park va metiendo su patita en el mundillo. Su carrera arranca con Moon is the Sun’s Dream (Daleun haega kkuneun kkum, 1992), poco más que una fotocopia plana de los melodramas gangsteriles de Hong Kong que triunfaban en Asia por aquellos años. Por mucho que se busque, y no invita a esforzarse, aquí no había chispa, nada que hiciera pronosticar que estábamos ante un grande. Era, simplemente, un producto surcoreano que trataba de pescar a río revuelto entre los títulos cantoneses que copaban el mercado. Algún destello de violencia con una estilización bajo mínimos o incluso remotos ecos temáticos del Park del futuro —se puede hallar cierto esquema de venganza— no salvan esto de ninguna de las maneras. Pasan varios años hasta que tiene la fortuna de que, tras aquella vulgaridad, alguien confíe en él para permitirle rodar su segunda película, Trio (Saminjo, 1997). Tres outsiders de distinta calaña ven sus intereses unidos en una pequeña carrera criminal, generando un enrevesado argumento que da pie a Park a filmar probando distintos trucos con espíritu lúdico, una afición que ya nunca abandonará. Una de las protagonistas es Maria (Jeong Seon-kyeon), una madre soltera que sueña con convertirse en monja, un personaje llamativo y complejo que es lo único que aporta algo de cuerpo a este espectáculo de baja intensidad. Sí, Park ya está creando, la tosquedad ha desaparecido, se intuye incluso ambición detrás del imparable movimiento manierista y la rebuscada trama. Pero a duras penas se adivina aún en Trio su posterior talento desbordante; no deja de ser como una de aquellas indies americanas de la época que, apropiándose de un tarantinismo vertiente Asesinos natos (Natural Born Killers, Oliver Stone, 1994), lo suavizaban hasta tal punto que terminaban convirtiéndose en directas-a-vídeo, cuyo ciclo vital se cumplía amenizando alguna tarde perdida en la que no había llegado ninguna novedad decente a la estantería. Esta primera etapa se cierra con Judgement (Simpan, 1999), un cortometraje casi al completo en blanco y negro, cuya mayor baza es un ingenioso planteamiento: tras un desastre natural, varios personajes en una morgue se disputan la identidad y, con ella, la propiedad del cuerpo de una chica, cuyo rostro ha quedado irreconocible. Park tiene ya el control, demostrando una sólida narrativa, con cierta (falsa) sobriedad de la que aparecerá en sus obras más oscuras. Además, adelanta también su gusto por el uso de un leit motiv musical sugerente, repetido como herramienta para el escalofrío subrepticio. Judgement es un corto poblado, por un lado, por un humor negrísimo; por otro, por una vaga sensación de denuncia social, que no sólo no cristaliza por poco clara sino que, al hacer uso de imágenes reales de archivo de desastres naturales, termina dejando un regusto de frivolidad.

2. Etapa política (2000-2003)

A Park se le acusa mucho, no sin razón, de ser un esteta puro sin mayor interés que el tradicional épater la bourgeoisie. Sin embargo, una segunda etapa de su filmografía tiene un sabor político al que no se suele prestar atención. Después de insinuar algún tipo —¡quién sabe cuál!— de crítica a la sociedad coreana en Judgement, Park da el pelotazo con JSA (Joint Security Area) (Gongdong gyeongbi guyeok JSA, 2000), situada en el punto caliente de la región: la zona hipermilitarizada de frontera entre las dos Coreas. Uno de los grandes éxitos del cine nacional, JSA es la apasionante historia de unos soldados de ambos bandos que, separados por un puente que, simbólicamente, no se puede franquear, lo cruzan para hacerse amigos y demostrar que, en el fondo, todos son iguales. En realidad, son iguales porque todos actúan como surcoreanos, disimulando las particularidades de la sociedad norcoreana, lo que supone una manipulación de esa pretendida igualdad humanista, pero la intención es buena y difícilmente puede ser tomada como propaganda. Filmada con un gran sentido de la traca audiovisual, contiene ya la mayoría de los rasgos que han hecho de Park Chan-wook lo que es. En primer lugar, una manera algo peculiar de estructurar sus películas. Park suele comenzar desorientando al espectador, al partir casi in medias res, pero esa nube de ignorancia se va desvaneciendo al ir dejando todo atado y bien atado, a veces quizá en demasía. No lo pone del todo fácil y exige una atención que no todos están dispuestos a otorgar, de ahí que a veces se diga (equivocadamente) que su cine es confuso. En segundo lugar, un gusto por la sorpresa y el giro argumental que, como él mismo ha dicho, aspira a reventar desde dentro los tópicos del género que esté trabajando en ese momento, al mismo tiempo que subvierte algún que otro tabú de la audiencia mainstream. Ese afán de imprevisibilidad suele acentuarse en los últimos tramos de sus películas, con finales sorpresa que son distintos a los de M. Night Shyamalan: mientras los del indio obligan a reinterpretar toda la historia, los del coreano, quizá con las excepciones de Oldboy y Stoker, apenas cambian la trama, sino que son chocantes porque dan la vuelta emocionalmente a los personajes. Es decir, el impacto que trastoca las expectativas del espectador y le hace abrir la boca no viene por un cambio argumental total e inesperado, sino por la traición de la (peculiar) empatía que parecía haberse generado con unos personajes que se revelan, poco a poco y también para su propia sorpresa, como bien distintos de lo que Park había mostrado. Por último, JSA es un despliegue magistral de dominio de la cámara, de saber dónde y cómo ponerla para que nadie se espere dónde y cómo la vas a poner. Muchos de los fuegos artificiales de Park son sólo eso, fuegos artificiales, pero la balanza suele quedar compensada con esos tramos finales de gran intensidad y severo control narrativo. La peculiaridad de JSA respecto a las demás películas de Park es que aquí no se guarda lo mejor para el final, sino que un flashback larguísimo a mitad de metraje contiene el mayor mérito del film, la calidez humana, que contrasta con la frialdad (¿superficialidad?) que tiende a reinar en su cine. En JSA, las relaciones cruzadas no son de venganza y odio sino de amistad, entre cuatro soldados de dos bandos irreconciliables pero que ansían la reconciliación. Son relatadas con mucho tacto por una mano comprensiva, que anhela encarar de frente la política precisamente para superarla, para que todos los coreanos puedan volver a ser una gran familia. Aquel año Park también escribió el guión de The Anarchists (Anakiseuteu Anarchists, Yong-sik Yu, 2000), similar aunque ambientada en la parienta de tercer grado China.

Sympathy for Mr. Vengeance

Poco después arranca su conocida «trilogía de la venganza» con Sympathy for Mr. Vengeance (Boksuneun naui geot, 2002), que también puede incluirse en su etapa política. Porque lo que pone toda la red de venganzas en movimiento son diferencias de clase, con un chico que se siente obligado a secuestrar a la hija de su jefe rico para conseguir dinero con el que operar a su hermana. No es un mero macguffin, sino que otros dos elementos de la película refuerzan el peso de esa lucha social. El primero es que una de las implicadas dice pertenecer a un grupo terrorista anarquista, defensor de la acción directa y violenta contra los culpables de las desigualdades. El otro es una secuencia en la que un trabajador desesperado ataca el coche del jefe rico, intentando suicidarse ante él porque no le sube un sueldo que merece y necesita. Aunque la escena se sitúa entre el esperpento y la tragedia, Park claramente concentra en ella mucha fuerza simbólica —la cual, por otro lado, es habitual en su cine, con distinta fortuna y efectividad—, incluso alegórica. Sea como sea, el tema de la venganza se despliega ya en esta primera obra en toda su extensión, al hacerlo aparecer como una fuerza de la naturaleza —las causas son sociales, no el hecho de la venganza en sí— que pasa por encima de los personajes, quienes se sienten determinados por ella quieran o no ejecutar sus designios. La justicia esencial, eterna e inevitable, deja paso a una justicia mucho más terrenal que cierra la presencia de lo estrictamente político en el cine de Park: N.E.P.A.L. (Never Ending Peace And Love), su aportación a If You Were Me (2003), un ómnibus que recoge episodios de directores surcoreanos sobre violaciones de derechos humanos en su país. El de Park es un docudrama, interesante pero blandito, rodado en primera persona. Se basa en la historia real de una inmigrante nepalí, que tuvo un encuentro con la policía y fue considerada por el sistema como una retrasada, al interpretar su lengua natal como idéntica a los balbuceos que haría un mongólico coreano. Esto provocó su encierro en un centro psiquiátrico, durante varios años. La coincidencia argumental con Oldboy no es una mera anécdota; en la vida real, la mujer no buscó venganza y se limitó a volver a su país con el rabo entre las piernas. Era la débil y no tenía posibilidad de hacerse fuerte.

3. Etapa de la venganza (2002-2005)

Cut

Llegamos ya al tercer bloque de la filmografía de Park, el que le dio la fama y el prestigio en todo el mundo. Es la etapa de la venganza, un tema que aparece de alguna manera en muchas de sus películas —incluso en las que se limitó a coescribir con Lee Mu-yeong— pero que aquí acapara todo el protagonismo. La segunda de su «trilogía» es la celebérrima Oldboy (Oldeuboi, 2003), con un Park ya en plenitud de sus facultades. En Oldboy se impide toda interpretación política, lo que se representa en la secuencia que cuenta el paso del tiempo en la prisión del protagonista. Una pantalla partida muestra, a un lado, al prisionero; al otro, un resumen de la historia reciente de Corea del Sur. Pero es un resumen vaciado de tensión o significado político, es un simple recurso narrativo que comunica que poco importan los problemas nacionales, que todo se limita a los problemas personales. Es el primer paso de Oldboy en su reducción a tragedia pura. Una tragedia que abre la catarsis en la última parte de la película, al fingir que contiene una explosión emocional fortísima mediante un control férreo, inteligente, del alarde visual que primaba hasta ese momento. La —por comparación con lo anterior— sobriedad de la puesta en escena, unida a la transgresión de lo que el espectador creía previsible y hasta deseable, conforman una síntesis intensísima que, mucho más que la ultraviolencia o el aperitivo de un pulpo vivo, es el verdadero secreto del éxito de Oldboy. Park, convencido ya de que tenía el mundo a sus pies, se anima pronto a presentar la conclusión a esta saga de venganzas con Sympathy for Lady Vengeance (Chinjeolhan geumjassi, 2005), su película más interesante, a la vez que más desequilibrada, con no pocos puntos en común con el cine de Sion Sono. La separación en dos partes es tan marcada que acusa, más que nunca, su tendencia a dejar lo mejor para el final, quedando el metraje que lo precede como un terreno de combate estilístico y de lucimiento virtuoso. Aquí el desconcierto es grande, pues el director renuncia a la oscuridad anterior y adopta las maneras e intenciones de una comedia criminal posmoderna. Se disfruta y mucho, pero es demasiado fuerte la sensación de que Park ha decidido abandonar todo contenido, tirando por el camino menos arduo del mero continente. Sin embargo, en su sorprendente, humana y calmada conclusión, aparecen las reflexiones más potentes de su filmografía, las conclusiones firmes que ha extraído tras pasar varios años obsesionado con las venganzas. La venganza se desnuda, mostrando su verdadera naturaleza; ya no se justifica por una situación política, ya no es un poder superior al hombre, ya no supone el engrandecimiento trágico de rencores irrenunciables. No. La venganza es, simplemente, una realidad antropológica. Ni siquiera la implacable Lady Vengeance (Lee Yeong-ae) puede negar esta evidencia ante la que sólo le queda capitular, renunciando a su venganza personal, a su arquetipo de género, para dejarla en manos de un grupo representativo de una sociedad humana moderna. La alegoría es total, nos interroga a todos y la respuesta que damos nos incumbe a todos. No nos deja en el mejor de los lugares, pero ¿acaso podría haber sido de otra manera? La única salida habría sido la locura, la cual aborda Park en otras dos ocasiones. La primera es en la muy fincheriana Cut, su arrebatador mediometraje para Three… Extremes (Saam gaang yi, 2004), un impresionante mecanismo de estetización de la violencia. En Cut recupera la causalidad política de Sympathy for Mr. Vengeance, puesto que es la conciencia de clase la que lleva a un pobre infeliz a urdir un plan de venganza —de clase; nada personal— contra un triunfador. Sin embargo, la explicación última es que el hombre estaba demente, lo que limita mucho las interpretaciones más comprometidas. Su segunda aproximación a la locura, en un registro totalmente distinto, es la de I’m a Cyborg, but that’s OK (Ssa-i-bo-geu-ji-man-gwen-chan-a, 2006), una película que, honestamente, no comprendo, ni en sí misma ni en el conjunto de su filmografía. Quizá sea una obra orientada al mercado interior, como sugiere el protagonismo de la superestrella local Rain. Sucede en un manicomio y cuenta una estrambótica historia de amor entre dos perturbados. El problema es que Park parece no tener objetivo, aquí su dispersión a duras penas se concreta en las secuencias de fantasía, su humor pierde las uñas, todo es exageradamente forzado. Se ven las costuras y las costuras son todo lo que hay. El resultado es un agradable paseo por la creatividad desaforada de su cabeza, que provoca más o menos las mismas sensaciones que un maratón de spots de Apple.

4. Etapa oscura (2009-2013)

Una última fase de su obra, en la que estamos inmersos, incluye Thirst (Bakjwi, 2009) y Stoker (2013). En ellas, Park se entrega por completo, por fin sin miedo, a la intensidad narrativa al estilo del final de Oldboy, a la constante contemplación de las tinieblas sin apartar la mirada, sin la (muy relativa) flojera característica de las primeras mitades de sus obras anteriores. Más centrado, conservando un humor negro cada vez más sutil, Park aborda historias propias del cine de terror con gran seriedad, que no cabe confundir con contención. Sólo ha cambiado de camino, como hacen otros directores asiáticos con mayor facilidad que los occidentales. Profundizando en la veda gothic abierta por Cut, Thirst es una película de vampiros singular que traduce al lenguaje fantástico una novela de Zola. La obra más equilibrada de Park —si no la mejor, o al menos la más sólida— es un laberinto carnal con sentido de la maravilla y personajes de comic, cuyos espíritus torturados se las arreglan para ser mucho más felices que la mayoría de espíritus torturados del género. Kim Ok-bin nos regala una interpretación retorcida y absolutamente turbadora, potente, feminista. Thirst introduce con claridad el tema del sexo en la obra de Park; incluso nos regala la escena más tórrida del cine han reciente, en un plano sostenido. Sólo podría compararse con la de A Muse (EunGyo, Ji-woo Jung, 2012), si bien en ella la tormenta de calor se ve multiplicada por la tormenta emocional que ha venido gestándose durante toda la película, mientras que en Thirst no deja de ser una escena aislada, quizá demasiado temprana por comparación, que basa su poder en la intensidad del retrato de lo físico. Un posible ejemplo de los males que a veces acechan a Park. Su última película, Stoker, repite parámetros muy parecidos. Su gusto por el simbolismo alcanza aquí nuevas cimas, por astucia y claridad. Su narrativa posee auténtica brillantez audiovisual en los montajes paralelos o en las transiciones superpuestas que, sin dejar de ser histriónicas, aparecen ya del todo justificadas. Stoker permite además terminar este texto hablando sobre algo que acabamos de dejar caer hablando de Kim Ok-bin, y es la presencia de las mujeres en su cine. Son la causa, el medio y la consecuencia. Son personajes fuertes, completos, capaces de actuar y de influir sobre las cosas por sí mismas, lo que contrasta con la realidad habitual del cine comercial —tanto coreano como norteamericano— en la que son poco más que objetos. Una secuencia muy divertida nos muestra a India (Mia Wasikowska) saliendo del instituto. Unos macarras se meten con ella; ella se defiende sola y los asusta. Cuando están huyendo, llega el machito que la pretende y que cualquiera espera que sea «el chico de la película», dispuesto a salvar a la damisela en apuros. Llega tarde y, en todo caso, ella no necesitaba su ayuda. El macho, de todas formas, dice sus frases de macho, con el único efecto de hacer un ridículo espantoso en pantalla mientras India se va, ignorándole, restregándole en su cara la inanidad del arquetipo que pretende representar. India se empeña en tener el poder durante toda la película, no hace nada que no quiera y todo lo que hace es porque le da la gana, sobre todo si es, en última instancia, para contrariar a hombres. Sirva este apunte como pista para una muy legítima lectura feminista de la filmografía de Park.

Thirst

Park Chan-wook no deja de ser un director inquieto —su curioso experimento de media hora Night Fishing (Paranmanjang, 2011), grabado con un iPhone; su participación en la obra colectiva 60 Seconds of Solitude in Year Zero (2011), proyectada una vez y quemada a continuación la única copia— que es crecientemente consciente de las mejores facetas de su poder. Poco a poco va dejando atrás las digresiones y lo puramente lúdico, reservando las ganas de divertirse con su virtuosismo para momentos cada vez más concretos. La potencia y sensatez que ha caracterizado los últimos tercios de sus obras se va extendiendo al resto del metraje. Quizá sólo le quede darse cuenta de su capacidad para filmar sentimientos humanos humildes, una calidez que sólo hemos podido disfrutar en el flashback de JSA y en el final de Lady Vengeance. Pero queda compensado por su apabullante dominio del lenguaje audiovisual, que va aceptando que tiene que ser llenado de contenido. Un cineasta que no deja de crecer, todavía con muchas alegrías que darnos.